El liderazgo del Papa - Alfa y Omega

El liderazgo del Papa

Alfa y Omega

«El Papa nos ha nos ha mostrado un nuevo tipo de liderazgo», decía el alcalde de Nueva York, Bill de Blasio, durante el encuentro organizado la pasada semana en el Vaticano para movilizar a los regidores de más de 60 ciudades contra el cambio climático y la trata de personas. Sólo una autoridad moral mundialmente reconocida como Francisco podía congregar para un objetivo común de estas características a los máximos responsables municipales de lugares tan dispares como Teherán, Madrid, París, Argel, Johannesburgo o Sao Paulo. Habrá que esperar un tiempo para juzgar los resultados concretos de esta iniciativa, pero el simple hecho de que todos los alcaldes y gobernadores convocados (con la excepción del alcalde de Londres, con compromisos ineludibles previos) hayan aceptado la invitación supone un éxito. En lo que se refiere a la lucha contra la trata de personas, hay ya un importante camino recorrido. La Santa Sede ha logrado involucrar en esta lucha no sólo a líderes sociales y religiosos, sino también a jefes de Policía de todo el mundo, que integran el llamado Grupo Santa Marta.

Con uno u otro acento, con mayor o menor incidencia, este liderazgo moral mundial es uno de los signos de identidad del Pontificado moderno. Desde Benedicto XV y los tiempos de la I Guerra Mundial, hemos visto a los Papas clamar contra toda forma de injusticia, la persecución religiosa, la proliferación nuclear, las desigualdades Norte-Sur… El diálogo y la búsqueda de puntos de encuentro con los hombres y mujeres de buena voluntad de todo credo o ninguno son instrumentos privilegiados para impulsar la paz. Benedicto XVI puso en marcha el Atrio de los gentiles y promovió la ley natural como fundamento para la convivencia en un mundo plural y globalizado, argumentando que se requieren fundamentos éticos sólidos universalmente reconocidos para garantizar a cada persona el respeto a su libertad y dignidad, a salvo del ejercicio arbitrario del poder. Uno de los méritos de Francisco consiste en haber descendido ese diálogo, de marcado corte intelectual, a terrenos más concretos y prácticos relacionados con la justicia social. Igualmente llamativa es la disparidad de personalidades que han desfilado por el Vaticano desde la elección de Francisco. Si con Juan Pablo II muchos pudieron pensar que lo habían visto ya todo, el Papa Bergoglio ha vuelvo a sorprenderles con encuentros como los ha mantenido con la cantante Patti Smith, el ex director general de la Unesco Federico Mayor Zaragoza o un variopinto catálogo de líderes sociales y representantes de movimientos populares.

Más allá de un modo de entender la diplomacia vaticana, esta forma de actuar señala un tipo de presencia para la Iglesia en el mundo: allí donde haya una causa justa en defensa de la dignidad humana, al frente deben estar los cristianos. Quien –de modo más o menos consciente– busca a Dios por la vía de la caridad, la justicia o la verdad, tiene que encontrar en la Iglesia a un amigo.

Es evidente que no vivimos en un mundo idílico, en el que el mensaje de la Iglesia es acogido con los brazos abiertos. Se admira su labor social y su aportación a la cohesión social, pero un testimonio de fe coherente tiene inevitablemente contraindicaciones: obliga a las personas y sociedades a cuestionarse sus estilos de vida, actitudes y valores. Por eso son consustanciales a la misión de la Iglesia las incomprensiones e incluso la persecución. Baste decir que, en algunos de los municipios representados en el encuentro con el Papa, hacer apostolado es considerado delito, o que –sin llegar a esos límites– hay fuertes reticencias a reconocer plenamente el derecho a la libertad religiosa en ámbitos como la educación, la comprensión de la familia o la objeción de conciencia a leyes injustas.

La Iglesia no puede abdicar en la defensa de la libertad religiosa ni de valores como la defensa del derecho incondicional a la vida o el respeto a la dignidad de las personas inmigrantes, aunque ello le enemiste con los poderes de este mundo. Pero tampoco puede abdicar de su deber de dar razones a todos para la esperanza, porque eso sería renunciar a evangelizar. Y uno de los elementos básicos de ese anuncio es mostrar, aquí y ahora, el potencial transformador y humanizador del Evangelio, capaz de responder a los grandes anhelos del corazón humano y, por añadidura, de las sociedades.