Ponte en su lugar - Alfa y Omega

Ponte en su lugar

José Luis Pinilla Martin
Refugiados esperan la llegada de un tren en Gevgelija, Macedonia. Foto: AFP Photo/Aris Messinis

La tragedia de los 70 emigrantes asfixiados (¡ay, axfisiados!) en un camión frigorífico en Austria, la recibí en el monasterio ortodoxo de Gracanica, que todavía mantiene concertinas (¡ay, las concertinas!) en sus muros para proteger este enclave serbio. A pesar de ello pude envolverme de la presencia de Dios en el silencio, encender una lámpara, y orar por los miles y miles de emigrantes heridos, gastados y muertos de estos días. Llorar. Silencio. Compromiso.

Situándome, como pide san Ignacio, en la llamada «composición de lugar» (imaginarte allí mismo y ver qué puedes hacer), me invadió una sensación de asfixia vital al revivir la situación de los emigrantes ahogados en el camión frigorífico. Será por ósmosis. La misma ansiedad de hace días, por el mismo motivo, pero esa vez en las costas libias y en barco. Bodegas de barco, camiones frigoríficos, ausencia de aire por la fatiga de miles de kilómetros andando de estos mis otros hermanos buscando oxígeno vital para vivir.

Una metáfora de la política migratoria europea

Llevo varios días en esta olla a presión migratoria que son actualmente los Balcanes. Y me he fijado mucho en los niños. Estuve en Mitrovica (Kosovo). Allí me acerqué a su famoso puente. Pensaba en tanto encaje de bolillos en estos territorios para una paz incierta y en las dificultades para comunicar ambas orillas (¡ay, las orillas!). Con albaneses musulmanes al sur, y serbios ortodoxos al norte. Y en el medio, un puente elegante y hermoso, pero que no sirve para nada. Puente que separa y no une, pues en un extremo hay cascotes colocados que te impiden pasar normalmente. Metáfora de la historia de Kosovo. Y empieza a serlo de la política migratoria europea. Dos pueblos vecinos se dan la espalda, se ignoran y se vigilan, y así lo que podría ser cultura del encuentro hoy parece una zona de trincheras.

Muchas familias albanokosovares –y a bastantes he visto en Pristina– han emprendido inciertos viajes nocturnos. Desde varias ciudades de Kosovo, viajan a través de Serbia hacia la frontera de Hungría y desde allí caminan entre grandes inseguridades hacia Austria, Suiza, Alemania…

Mujer serbokosovar cruza el puente de Mitrovica, que conecta el norte y el sur de la ciudad, en Serbia. Foto: EFE/Djordje Savic

El ejército contra los inmigrantes

También estuve en Macedonia, un pequeño país que abre y cierra las fronteras un día sí y otro no, desbordado por los flujos de emigrantes. Por ejemplo en Gevgelija, con apenas 15.000 habitantes, en su frontera con Grecia, donde miles de familias enteras de afganos, iraquíes, bangladesíes, paquistaníes y subsaharianos duermen en los andenes e inmediaciones de la terminal. Y en cuanto algún tren llega, trepan hasta las ventanas o el techo para entrar (como el tren de La Bestia en la frontera mexicana). Dicen que llevan andando meses sin atención ni servicios hasta llegar a su siguiente destino. Pretenden cruzar la frontera de Serbia a Hungría, que les empuja hacia atrás (¡un país con solo un 1,5 % de población extranjera!). Allí se encuentran con otra recién terminada valla de la indignidad (como en Melilla), por donde pasan padres agarrando a su bebés contra el pecho, rasgándose la ropa, la piel y la vida para llegar a cualquier país que los acoja. El gobierno húngaro piensa enviar al ejército (¡ay, el ejército contra los emigrantes!) en vez de abrir pasillos humanitarios.

El rico Epulón y el mendigo

Agobiados en Macedonia por la enorme cantidad de personas que presionan sus fronteras, me hablan de que «la UE nos exige (a Serbia y Macedonia) un plan de acción, y sin embargo, ni la misma UE tiene un plan». Y si tiene planes y normas, no los aplica, como ocurre, por ejemplo, con las vergonzosas y mínimas cuotas de refugiados a las que se compromete España.

Tampoco he oído desde España apenas planes y voces de partidos que muestren sensibilidad organizada (¡ay, la sensibilidad!), o hagan propuestas eficaces y compartidas. Ayudar a África, dicen ahora. ¿Pero saben que la cooperación exterior española está bajo mínimos?

La marea migratoria actual es el ejemplo de la respuesta (de entre varias posibles) a la injusticia social que se acrecienta precisamente por la cercanía entre el norte opulento y el sur desheredado. Parábola del rico Epulón y el mendigo. Mitades desposeídas que quieren legítimamente recuperar algo de lo que les corresponde. Lloro. Silencio. Compromiso.

José Luis Pinilla

Hemos perdido la capacidad de llorar

Otro día entro en una iglesia de Montenegro. Rebusco en mis apuntes palabras del Papa, a quien tanto jerifalte europeo aplaude, pero tan pocos siguen. Escojo estas de hace un año: «Los emigrantes y refugiados no son peones sobre el tablero de la Humanidad. Son niños, mujeres y hombres que abandonan o son obligados a abandonar sus casas por muchas razones, que comparten el mismo deseo legítimo de conocer, de tener, pero sobre todo de ser algo más. (…) Huyen de situaciones de miseria o de persecución, buscando mejores posibilidades o salvar su vida y, mientras esperan cumplir sus expectativas, encuentran frecuentemente desconfianza, cerrazón y exclusión, y otras desventuras, con frecuencia muy graves y que hieren su dignidad humana. (…) Esta realidad pide ser afrontada y gestionada de un modo nuevo, equitativo y eficaz, que exige en primer lugar una cooperación internacional y un espíritu de profunda solidaridad y compasión. Sin levantar barreras infranqueables». Como el puente de Mitrovica .

Pero la Europa autista solo se mira el ombligo. Solo un milagro como el de la mujer encorvada hará que levante la vista, luche por organizar comúnmente medidas de acogida humanitaria o de apoyo a países de origen en guerras que ella misma fomentó, o países esquilmados por su avaricia, y llore, si es que no se le han secado las lágrimas, ante «este crimen contra la familia humana», como lo describió el Papa el domingo. O como dice monseñor Ciriaco Benavente, responsable de Migraciones en la Conferencia Episcopal: «Ante la tragedia de los emigrantes, hemos perdido hasta nuestra capacidad de llorar». Quizás la recuperemos al mirar a los niños emigrantes.