El Papa a los alejados: «El Señor también te llama a ti» - Alfa y Omega

El Papa a los alejados: «El Señor también te llama a ti»

«Me gustaría decir a aquellos que se sienten lejos de Dios y de la Iglesia, decirlo respetuosamente, decir a aquellos que son temerosos o a los indiferentes: El Señor también te llama a ti». Así lo dijo el Santo Padre Francisco durante el rezo del Ángelus del pasado lunes. Una forma sumamente apostólica de dirigirse a todos aquellos que se habían alejado de Dios y de la Iglesia y que, tras su elección como Sucesor de Pedro, ahora escuchan con curiosidad al nuevo Pontífice

José Antonio Méndez
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Las palabras del Santo Padre buscaban trasladar el Evangelio a todas esas personas, y quizá también a aquellos medios habitualmente alejados de la doctrina de la Iglesia que han proclamado al Papa como hombre del año en sus suplementos especiales, pero aplicándole categorías que no se ajustan a la realidad del cristianismo: «El Señor te llama, el Señor te busca, el Señor te espera, el Señor no hace proselitismo, da amor, y este amor te espera, te busca, a ti, a ti que en este momento no crees o estás lejos. Éste es el amor de Dios».

Además de felicitar la Navidad a los ortodoxos, en un nuevo gesto ecuménico, el Papa Francisco volvió a pedir a Dios que todos los católicos sintamos el amor de Dios y, como respuesta, nos sintamos ilusionados y entusiasmados con el anuncio del Evangelio: «Dios nos precede siempre. La gracia de Él nos precede. Y esta gracia se aparece en Jesús. Él es la epifanía, Él es Jesucristo es la manifestación del amor de Dios. Está con nosotros. (…) Pidamos a Dios, para toda la Iglesia, la alegría de Evangelizar».

No a una fe mediocre

Poco antes, durante la Misa de la Epifanía, el Papa había animado a todos los fieles a vivir apasionadamente la fe, con la mirada puesta en Dios, a ejemplo de los Magos, pues «su ejemplo nos anima a levantar los ojos a la estrella y a seguir los grandes deseos de nuestro corazón. Nos enseñan a no contentarnos con una vida mediocre, de poco calado, sino a dejarnos fascinar siempre por la bondad, la verdad, la belleza… por Dios, que es todo eso en modo siempre mayor».

Y añadió: «Nos enseñan a no dejarnos engañar por las apariencias, por aquello que para el mundo es grande, sabio, poderoso. No nos podemos quedar ahí. Es necesario proteger la fe. Es muy importante en este tiempo: proteger la fe. Tenemos que ir más allá, más allá de la oscuridad, más allá de la atracción de las sirenas, más allá de la mundanidad, más allá de tantas modernidades que existen hoy, ir hacia Belén, allí donde en la sencillez de una casa de la periferia, entre una mamá y un papá llenos de amor y de fe, resplandece el Sol que nace de lo alto, el Rey del universo».

Una visita parroquial

Ya por la tarde, el Santo Padre visitó el Belén viviente de la parroquia de San Alfonso, en el barrio romano de Giustiniana, donde saludó uno a uno a los más de 200 personajes e incluso se puso al hombro un pequeño cordero. El Papa respondía con su visita a la invitación que había cursado el párroco de san Alfonso a su Obispo. Una vez en el Belén, el Pontífice se detuvo especialmente con la pareja que hacía de la Virgen y san José, y con su hijo, un bebé de dos meses que hacía de Niño Jesús, bautizado hace pocas semanas con el nombre de Francesco. Cuando se despidió, el Papa bromeó con los niños: «La verdad que para montar todo esto debes ser un loco, pero está bien: ciertas locuras le gustan a Dios. Ahora debo irme, pero Jesús se queda con vosotros. ¿También el diablo se queda con nosotros? ¿El diablo nos gana a todos?», preguntó. La respuesta, a coro, fue: No, a lo que el Santo Padre añadió, para el resto de fieles: «Los niños son la sabiduría. Buenas noches a todos. Agradezco la acogida y el fervor que tienen».

Texto completo de sus intervenciones durante el Ángelus

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy celebramos la Epifanía, la «manifestación» del Señor. Esta solemnidad está vinculada al pasaje bíblico de la llegada de los Reyes Magos a Belén para rendir homenaje al Rey de los Judíos: un episodio que el Papa Benedicto ha comentado magníficamente en su libro sobre la infancia de Jesús.

Aquella fue la primera «manifestación» de Cristo a las gentes. Por eso la Epifanía resalta la apertura universal de la salvación traída por Jesús. La Liturgia de este día aclama: «Te adorarán, Señor, todos los pueblos de la tierra». Porque Jesús ha venido para todos nosotros, para todos los pueblos, para todos.

En efecto, esta fiesta nos hace ver un doble movimiento: de una parte el movimiento de Dios hacia el mundo, hacia la humanidad -toda la historia de la salvación, que culmina en Jesús-; y por otra parte, el movimiento de los hombres hacia Dios -pensamos en las religiones, en la búsqueda de la verdad, en el camino de los pueblos hacia la paz, la paz interior, la justicia, la libertad-.

Y este doble movimiento es impulsado por una atracción recíproca. De parte de Dios, ¿qué nos atrae? es el amor por nosotros: somos sus hijos, nos ama y quiere liberarnos del mal, de las enfermedades, de la muerte, y llevarnos a su casa, a su Reino. «Dios, por pura gracia, nos atrae para unirnos a sí» (Exhortación apostólica Evangelii Gaudiaum, 112).

Y también de nuestra parte hay un amor. Un deseo: el bien siempre nos atrae, la verdad nos atrae, la vida, la felicidad, la belleza, nos atrae… Jesús es el punto de encuentro de esta atracción recíproca y de este doble movimiento. Es Dios y hombre, Jesús. Jesús, Dios y hombre.

¿Pero quién toma la iniciativa? Siempre Dios. ¡El amor de Dios viene primero que el nuestro! Él siempre toma la iniciativa. Él nos espera, Él nos invita, pero la iniciativa es siempre de Él.

Jesús es Dios que se ha hecho hombre, se ha encarnado, ha nacido para nosotros.

La nueva estrella que se aparece a los magos era el signo del nacimiento de Cristo. Si ellos no hubieran visto la estrella, aquellos hombres no hubieran partido. La luz nos precede, la verdad nos precede, la belleza nos precede. Dios nos precede: El profeta Isaías decía que Dios es como la flor del almendro ¿por qué? Porque en esa tierra el almendro es el primero que florece, y Dios siempre nos precede, es siempre el primero, nos busca, Él da el primer paso.

Dios nos precede siempre. La gracia de Él nos precede. Y esta gracia se aparece en Jesús. Él es la epifanía, Él es Jesucristo es la manifestación del amor de Dios. Está con nosotros.

La Iglesia está toda dentro de este movimiento de Dios sobre el mundo: su alegría es el Evangelio, es reflejar la luz de Cristo. La Iglesia es el pueblo de aquellos que han experimentado esta atracción y la llevan dentro, en el corazón y en la vida.

Me gustaría, sinceramente, me gustaría decir a aquellos que se sienten lejos de Dios y de la Iglesia, decirlo respetuosamente, decir a aquellos que son temerosos o a los indiferentes: El Señor también te llama a ti. Te llama a ser parte de su pueblo, y lo hace con gran respeto y amor. El Señor te llama, el Señor te busca, el Señor te espera, el Señor no hace proselitismo, da amor, y este amor te espera, te busca, a ti, a ti que en este momento no crees o estás lejos. Éste es el amor de Dios (ibid 113).

Pidamos a Dios, para toda la Iglesia, la alegría de evangelizar, porque ha sido «enviada por Cristo para revelar y comunicar la caridad de Dios a todos los hombres y pueblos».

La Virgen María nos ayude a todos a ser discípulos misioneros, pequeñas estrellas que reflejan su luz. Y recemos para que los corazones se abran y acojan el anuncio, y todos los hombres lleguen a ser «beneficiarios de la misma promesa en Cristo Jesús, por medio del Evangelio» (Ef 3,6).

Texto de la homilía durante la Misa de Epifanía

«Lumen requirunt lumine». Esta sugerente expresión de un himno litúrgico de la Epifanía se refiere a la experiencia de los Magos: siguiendo una luz, buscan la Luz. La estrella que aparece en el cielo enciende en su mente y en su corazón una luz que los lleva a buscar la gran Luz de Cristo. Los Magos siguen fielmente aquella luz que los ilumina interiormente y encuentran al Señor.

En este recorrido que hacen los Magos de Oriente está simbolizado el destino de todo hombre: nuestra vida es un camino, iluminados por luces que nos permiten entrever el sendero, hasta encontrar la plenitud de la verdad y del amor, que nosotros cristianos reconocemos en Jesús, Luz del mundo. Y todo hombre, como los Magos, tiene a disposición dos grandes libros de los que sacar los signos para orientarse en su peregrinación: el libro de la creación y el libro de las Sagradas Escrituras. Lo importante es estar atentos, vigilantes, escuchar a Dios que nos habla, siempre nos habla. Como dice el Salmo, refiriéndose a la Ley del Señor: «Lámpara es tu palabra para mis pasos, / luz en mi sendero» (Sal 119,105). Sobre todo, escuchar el Evangelio, leerlo, meditarlo y convertirlo en alimento espiritual nos permite encontrar a Jesús vivo, hacer experiencia de Él y de su amor.

En la primera Lectura resuena, por boca del profeta Isaías, el llamado de Dios a Jerusalén: «¡Levántate, brilla!» (60,1). Jerusalén está llamada a ser la ciudad de la luz, que refleja en el mundo la luz de Dios y ayuda a los hombres a seguir sus caminos. Ésta es la vocación y la misión del Pueblo de Dios en el mundo. Pero Jerusalén puede desatender esta llamada del Señor. Nos dice el Evangelio que los Magos, cuando llegaron a Jerusalén, de momento perdieron de vista la estrella. No la veían. En especial, su luz falta en el palacio del rey Herodes: aquella mansión es tenebrosa, en ella reinan la oscuridad, la desconfianza, el miedo, la envidia. De hecho, Herodes se muestra receloso e inquieto por el nacimiento de un frágil Niño, al que ve como un rival. En realidad, Jesús no ha venido a derrocarlo a él, ridículo fantoche, sino al Príncipe de este mundo. Sin embargo, el rey y sus consejeros sienten que el entramado de su poder se resquebraja, temen que cambien las reglas de juego, que las apariencias queden desenmascaradas. Todo un mundo edificado sobre el poder, el prestigio, el tener, la corrupción, entra en crisis por un Niño. Y Herodes llega incluso a matar a los niños: «Tú matas el cuerpo de los niños, porque el temor te ha matado a ti el corazón» – escribe san Quodvultdeus (Sermón 2 sobre el Símbolo: PL 40, 655). Es así: tenía temor, y por este temor pierde el juicio.

Los Magos consiguieron superar aquel momento crítico de oscuridad en el palacio de Herodes, porque creyeron en las Escrituras, en la palabra de los profetas que señalaba Belén como el lugar donde había de nacer el Mesías. Así escaparon al letargo de la noche del mundo, reemprendieron su camino y de pronto vieron nuevamente la estrella, y el Evangelio dice que se llenaron de «inmensa alegría» (Mt 2,10). Esa estrella que no se veía en la oscuridad de la mundanidad de aquel palacio.

Un aspecto de la luz que nos guía en el camino de la fe es también la santa astucia. Es también una virtud, la santa astucia. Se trata de esa sagacidad espiritual que nos permite reconocer los peligros y evitarlos. Los Magos supieron usar esta luz de astucia cuando, de regreso a su tierra, decidieron no pasar por el palacio tenebroso de Herodes, sino marchar por otro camino. Estos sabios venidos de Oriente nos enseñan a no caer en las asechanzas de las tinieblas y a defendernos de la oscuridad que pretende cubrir nuestra vida. Ellos, con esta santa astucia, han protegido la fe. Y también nosotros debemos proteger la fe. Protegerla de esa oscuridad. Esa oscuridad que a menudo se disfraza incluso de luz. Porque el demonio, dice san Pablo, muchas veces se viste de ángel de luz. Y entonces es necesaria la santa astucia, para proteger la fe, protegerla de los cantos de las sirenas, que te dicen: «Mira, hoy debemos hacer esto, aquello…» Pero la fe es una gracia, es un don. Y a nosotros nos corresponde protegerla con la santa astucia, con la oración, con el amor, con la caridad. Es necesario acoger en nuestro corazón la luz de Dios y, al mismo tiempo, practicar aquella astucia espiritual que sabe armonizar la sencillez con la sagacidad, como Jesús pide a sus discípulos: «Sean sagaces como serpientes y simples como palomas» (Mt 10,16).

En esta fiesta de la Epifanía, que nos recuerda la manifestación de Jesús a la humanidad en el rostro de un Niño, sintamos cerca a los Magos, como sabios compañeros de camino. Su ejemplo nos anima a levantar los ojos a la estrella y a seguir los grandes deseos de nuestro corazón. Nos enseñan a no contentarnos con una vida mediocre, de poco calado, sino a dejarnos fascinar siempre por la bondad, la verdad, la belleza… por Dios, que es todo eso en modo siempre mayor. Y nos enseñan a no dejarnos engañar por las apariencias, por aquello que para el mundo es grande, sabio, poderoso. No nos podemos quedar ahí. Es necesario proteger la fe. Es muy importante en este tiempo: proteger la fe. Tenemos que ir más allá, más allá de la oscuridad, más allá de la atracción de las sirenas, más allá de la mundanidad, más allá de tantas modernidades que existen hoy, ir hacia Belén, allí donde en la sencillez de una casa de la periferia, entre una mamá y un papá llenos de amor y de fe, resplandece el Sol que nace de lo alto, el Rey del universo. A ejemplo de los Magos, con nuestras pequeñas luces busquemos la Luz y protejamos la fe. Así sea.