Papa Francisco: la paz empieza a construirse en el propio hogar - Alfa y Omega

Papa Francisco: la paz empieza a construirse en el propio hogar

La paz empieza a construirse en la propia casa, «y después se va hacia adelante, hacia toda la humanidad», dijo el Papa durante el primer rezo del Ángelus del año. En su Misa de Año Nuevo, Francisco invitó a comenzar 2014 con esperanza cristiana, sabiéndonos amados por Dios, no «una esperanza ilusoria, basada en frágiles promesas humanas; ni tampoco una esperanza ingenua, que imagina un futuro mejor sólo porque es futuro»

Redacción

El Papa invitó a comenzar el año 2014 con esperanza, pero no con «una esperanza ilusoria, basada en frágiles promesas humanas; ni tampoco una esperanza ingenua, que imagina un futuro mejor sólo porque es futuro», dijo durante la Misa del 1 de enero, Solemnidad de María Santísima Madre de Dios y Jornada Mundial de la Paz, el Papa. La esperanza cristiana -añadió- «tiene su razón de ser precisamente en la bendición de Dios, una bendición que contiene el mejor de los deseos, el deseo de la Iglesia para todos nosotros, impregnado de la protección amorosa del Señor, de su ayuda providente».

Minutos después, durante el primer rezo del Ángelus de 2014, el Papa pidió que «las violencias y de las injusticias presentes en tantas partes del mundo» no nos dejen «indiferentes e inmóviles: es necesario el empeño de todos para construir una sociedad verdaderamente más justa y solidaria».

«Ayer -contó el Papa- he recibido la carta de un señor, quizás uno de ustedes, que me ponía en conocimiento de una tragedia familiar y sucesivamente me ponía una lista con tantas tragedias y guerras del mundo de hoy. Y me preguntaba: ¿Qué está pasando en el corazón del hombre para que le haya llevado a hacer todo esto? Y decía: ¡Es la hora de detenerse! También yo creo que nos hará bien detenernos en este camino de violencia y buscar la paz. Queridos hermanos y hermanas, hago mías las palabras de este hombre: ¿Qué está sucediendo en el corazón del hombre? ¿Qué sucede en el corazón de la humanidad? ¡Es la hora de detenerse!».

«Desde todos los rincones de la tierra, hoy los creyentes elevan la oración para pedirle al Señor el don de la paz y la capacidad de llevarla a todos los ambientes. En este primer día del año, el Señor nos ayude a encaminar a todos con más decisión en las vías de la justicia y de la paz», exhortó el Papa.

Esa paz debe iniciarse «en nuestra casa», procurando que haya «justicia y paz entre nosotros. Se comienza en casa y después se va hacia adelante, hacia toda la humanidad, pero tenemos que comenzar en casa», insistió el Papa.

Homilía del Papa el 1 de enero

La primera lectura que hemos escuchado nos propone una vez más las antiguas palabras de bendición que Dios sugirió a Moisés para que las enseñara a Aarón y a sus hijos: «Que el Señor te bendiga y te proteja. Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti y te muestre su gracia. Que el Señor te descubra su rostro y te conceda la paz» (Nm 6, 24-26). Es muy significativo escuchar de nuevo esta bendición precisamente al comienzo del nuevo año: ella acompañará nuestro camino durante el tiempo que ahora nos espera.

Son palabras de fuerza, de valor, de esperanza. No de una esperanza ilusoria, basada en frágiles promesas humanas; ni tampoco una esperanza ingenua, que imagina un futuro mejor sólo porque es futuro. Esta esperanza tiene su razón de ser precisamente en la bendición de Dios, una bendición que contiene el mejor de los deseos, el deseo de la Iglesia para todos nosotros, impregnado de la protección amorosa del Señor, de su ayuda providente.

El deseo contenido en esta bendición se ha realizado plenamente en una mujer, María, por haber sido destinada a ser la Madre de Dios, y se ha cumplido en ella antes que en ninguna otra criatura.

Madre de Dios. Este es el título principal y esencial de la Virgen María. Es una cualidad, un papel, que la fe del pueblo cristiano siempre ha experimentado, en su tierna y genuina devoción por nuestra madre celestial.

Recordemos aquel gran momento de la historia de la Iglesia antigua, el Concilio de Éfeso, en el que fue definida con autoridad la divina maternidad de la Virgen. La verdad sobre la divina maternidad de María encontró eco en Roma, donde poco después se construyó la Basílica de Santa María «la Mayor», primer santuario mariano de Roma y de todo Occidente, y en el cual se venera la imagen de la Madre de Dios -la Theotokos– con el título de Salus populi romani. Se dice que, durante el Concilio, los habitantes de Éfeso se congregaban a ambos lados de la puerta de la basílica donde se reunían los Obispos, gritando: «¡Madre de Dios!». Los fieles, al pedir que se definiera oficialmente este título mariano, demostraban reconocer ya la divina maternidad. Es la actitud espontánea y sincera de los hijos, que conocen bien a su madre, porque la aman con inmensa ternura.

Pero es más, es el sensus fidei del santo pueblo de Dios que jamás, en su unidad, jamás se equivoca, el santo Pueblo de Dios.

María está desde siempre presente en el corazón, en la devoción y, sobre todo, en el camino de fe del pueblo cristiano. «La Iglesia… camina en el tiempo… Pero en este camino -deseo destacarlo- procede recorriendo de nuevo el itinerario realizado por la Virgen María» (Juan Pablo II, Enc. Redentoris Mater, 2), y por eso la sentimos particularmente cercana a nosotros. Por lo que respecta a la fe, que es el quicio de la vida cristiana, la Madre de Dios ha compartido nuestra condición, ha debido caminar por los mismos caminos que recorremos nosotros, a veces difíciles y oscuros, ha debido avanzar en «la peregrinación de la fe» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. Lumen gentium, 58).

Nuestro camino de fe está unido de manera indisoluble a María desde el momento en que Jesús, muriendo en la cruz, nos la ha dado como Madre diciendo: «He ahí a tu madre» (Jn 19, 27). Estas palabras tienen un valor de testamento y dan al mundo una Madre. Desde ese momento, la Madre de Dios se ha convertido también en nuestra Madre. En aquella hora en la que la fe de los discípulos se agrietaba por tantas dificultades e incertidumbres, Jesús les confió a aquella que fue la primera en creer, y cuya fe no decaería jamás. Y la «mujer» se convierte en nuestra Madre en el momento en el que pierde al Hijo divino. Y su corazón herido se ensancha para acoger a todos los hombres, buenos y malos, todos, y los ama como los ama Jesús. La mujer que en las bodas de Caná de Galilea había cooperado con su fe a la manifestación de las maravillas de Dios en el mundo, en el Calvario mantiene encendida la llama de la fe en la resurrección de su Hijo, y la comunica con afecto materno a los demás. María se convierte así en fuente de esperanza y de verdadera alegría.

La Madre del Redentor nos precede y continuamente nos confirma en la fe, en la vocación y en la misión. Con su ejemplo de humildad y de disponibilidad a la voluntad de Dios nos ayuda a traducir nuestra fe en un anuncio del Evangelio alegre y sin fronteras. De este modo nuestra misión será fecunda, porque está modelada sobre la maternidad de María.

A ella confiamos nuestro itinerario de fe, los deseos de nuestro corazón, nuestras necesidades, las del mundo entero, especialmente el hambre y la sed de justicia, de paz y de Dios; y la invocamos todos juntos, imitando a nuestros hermanos de Éfeso. Digamos juntos por tres veces: ¡Santa Madre de Dios! ¡Santa Madre de Dios! ¡Santa Madre de Dios! Amén.

Alocución durante el rezo del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas, ¡buen día y buen año!

Al inicio de este nuevo año les dirijo a todos ustedes los deseos más cordiales de paz y de todo tipo de bien. ¡El mío es el deseo de la Iglesia y un deseo cristiano! No está relacionado a la sensación un poco mágica o un poco fatalista de un nuevo ciclo que inicia. Nosotros sabemos que la historia tiene un centro: Jesucristo, encarnado, muerto y resucitado; que está vivo entre nosotros y que tiene una finalidad: el Reino de Dios, Reino de paz, de justicia, de libertad en el amor.

Y tiene una fuerza que la mueve hacia aquel fin: es la fuerza del Espíritu Santo. Todos nosotros tenemos el Espíritu Santo que hemos recibido en el bautismo. Y él nos empuja a ir hacia adelante en el camino de la vida cristiana, en el camino de la historia, hacia el Reino de Dios.

Este Espíritu es la potencia del amor que ha fecundado el seno de la Virgen María; y es el mismo que anima los proyectos y las obras de todos los constructores de paz. Donde hay un hombre y una mujer constructor de paz, es exactamente el Espíritu Santo quien ayuda y lo empuja a hacer la paz.

Dos caminos que se cruzan hoy: la fiesta de María Santísima Madre de Dios y la Jornada Mundial de la Paz. Ocho días atrás resonó el anuncio angélico: «Gloria a Dios y paz a los hombres». Hoy lo acogemos nuevamente de la madre de Jesús que «custodiaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón», para hacer de esto nuestro empeño en el curso del año que se abre.

El tema de esta Jornada Mundial de la Paz es Fraternidad, fundamento y vía de la paz. ¡Fraternidad! Siguiendo las huellas de mis predecesores, a partir de Pablo VI, he desarrollado el tema en un Mensaje, ya difundido y que hoy idealmente entrego a todos. En su raíz está la convicción de que somos todos hijos del único Padre celeste, somos parte de la misma familia humana y compartimos un destino común.

De aquí deriva para cada uno la responsabilidad de obrar para que el mundo se vuelva una comunidad de hermanos que se respetan, se aceptan con sus diversidades y se acuden los unos a los otros.

Estamos también llamados a darnos cuenta de las violencias y de las injusticias presentes en tantas partes del mundo y que no nos pueden dejar indiferentes e inmóviles: es necesario el empeño de todos para construir una sociedad verdaderamente más justa y solidaria.

Ayer he recibido la carta de un señor, quizás uno de ustedes, que me ponía en conocimiento de una tragedia familiar y sucesivamente me ponía una lista con tantas tragedias y guerras del mundo de hoy. Y me preguntaba: «¿Qué está pasando en el corazón del hombre para que le haya llevado a hacer todo esto?» Y decía: ¡Es la hora de detenerse! También yo creo que nos hará bien detenernos en este camino de violencia y buscar la paz. Queridos hermanos y hermanas, hago mías las palabras de este hombre: ¿Qué está sucediendo en el corazón del hombre? ¿Qué sucede en el corazón de la humanidad? ¡Es la hora de detenerse!

Desde todos los rincones de la tierra hoy los creyentes elevan la oración para pedirle al Señor el don de la paz y la capacidad de llevarla a todos los ambientes. En este primer día del año, el Señor nos ayude a encaminar a todos con más decisión en las vías de la justicia y de la paz.

Iniciemos en nuestra casa, justicia y paz entre nosotros. Se comienza en casa y después se va hacia adelante, hacia toda la humanidad, pero tenemos que comenzar en casa.

Que el Espíritu Santo actúe en los corazones, derrita lo que está cerrado y las durezas y nos conceda volvernos tiernos delante de la debilidad del Niño Jesús. La paz de hecho, necesita de la fuerza de la mansedumbre, la fuerza no violenta de la verdad y del amor. En las manos de María, Madre del Redentor, ponemos con confianza filial todas nuestras esperanzas.

A ella que extiende su maternidad a todos los hombres, le confiamos el grito de paz de las poblaciones oprimidas por la guerra y la violencia, para que el coraje del diálogo y de la reconciliación prevalga sobre las tentaciones de la venganza, de la prepotencia, y de la corrupción. A ella le pedimos que el evangelio de la fraternidad, anunciado y testimoniado por la Iglesia, pueda hablar a cada conciencia y abatir las murallas que impiden a los enemigos reconocerse como hermanos.