Una gran orquesta - Alfa y Omega

Paseaba por un parque mientras reflexionaba sobre la gran aceptación que tiene la palabra tolerancia. Quería descifrar su profundo contenido cuando llegaron a mis oídos ciertos ruidos musicales. No eran los producidos por la radio de un paseante o emitidos por un bar cercano. Era un sonido como de gallinero, desordenado y chirriante, el que solemos escuchar antes de un concierto cuando se están afinando los instrumentos. Me dirigí al lugar de donde provenía aquella cacofonía. Efectivamente, se trataba de una orquesta compuesta por jóvenes artistas. Participaban en un curso de verano que ensayaba al aire libre, en un intento de acercar la música al hombre de la calle. ¡Error! Marcador no definido. Acabado el cacareo instrumental, surgieron suavemente los primeros acordes. Como moscas que no pueden evitar el caer en un tarro de miel, un puñado de espectadores fuimos aglutinándonos en torno a ellos. Éramos espectadores porque no sólo escuchábamos, sino que veíamos. ¿Qué veíamos? Violines, violas, violoncellos…, todos dialogando con sus variados sonidos, complementándose. Trompas y oboes se introducían en la conversación con voces totalmente diferentes, pero no disonantes. Veíamos también a los hombres: el leve gesto del director de orquesta sufriendo por un compás demasiado intenso, la serena tensión de los jóvenes músicos para secundar sus gestos… ¡Estábamos descubriendo el secreto de aquella magia que nos cautivaba: el trabajo de horas ocultas, el esfuerzo paciente, la unión de intereses, el interpretar bien la partitura, el no querer sonar uno más que el otro…!

Toda aquella armonía me transportó a mis primeros pensamientos: las relaciones humanas, la sociedad, la tolerancia. ¡Qué fácil y qué difícil! Qué fácil apuntarse a la tolerancia, ¡está de moda! Qué fácil proclamarse tolerante con el que está muy lejos. Qué fácil colgarse un pin que la defienda, marchar tras una bandera que la proclame. Pero qué difícil cuando buscamos los fundamentos del comportamiento social. Tolerar es admitir lo que es diferente. Porque todos tenemos derecho de tocar nuestro instrumento, a nuestro propio ritmo. Porque con nuestros distintos sonidos, nos enriquecemos mutuamente. Pero, ¿cómo conseguir la armonía? ¿Quién escribirá la partitura? ¿Quién puede ser el director de la orquesta? Los acordes disonantes de la música clásica contemporánea me sugirieron la imagen de los conflictos del mundo actual. ¿Se la podrá clasificar a esta música como arte?, me preguntaba. ¿Será el reflejo de un mundo en el que la variedad hace más difícil la convivencia? Me acerqué al director. A mi argumento de que «a la mayoría de gente no nos gusta esa música», me respondió de un modo sorprendente: «No es cuestión de gustar, sino de aprender a escuchar. Y de educarse para la música. Lo que se oye por la televisión y la radio casi nunca educa para el idioma musical contemporáneo». El mundo contemporáneo, como su arte y su música, es complejo. ¿Queremos que la melodía suene bien? Toquemos bien nuestro instrumento, no renunciemos a él, pero… aprendamos a escuchar al otro.

María Merino