La ceguera y la Luz - Alfa y Omega

La ceguera y la Luz

Alfa y Omega
El Papa Francisco se fotografía con jóvenes en la basílica de San Agustín, en Roma, el pasado 28 de agosto

«Estos días, mi corazón está profundamente herido por lo que está sucediendo en Siria y angustiado por la dramática evolución que se está produciendo»: así decía, el pasado domingo, durante el rezo del ángelus, el Papa Francisco. Y añadía: «Hago un fuerte llamamiento a la paz… Con todas mis fuerzas, pido a las partes en conflicto que no se cierren en sus propios intereses, sino que vean al otro como a un hermano y que emprendan con valentía y decisión el camino del encuentro y de la negociación, superando la ciega confrontación». Y la confrontación, la violencia, la corrupción que cada día son noticia en los telediarios y en las páginas de los periódicos están llegando a unos ojos ciegos. Agobian por un momento y enseguida se olvidan, vuelven a agobiar y de nuevo a olvidarse, sin horizonte alguno que dé sentido a la vida, porque falta la Luz que lo ilumina todo. Se llama fe. Sin ella, por muy grave que sea, todo lo que ocurre en el mundo queda en realidad reducido a minucia, esa gravedad conduce al agobio sin esperanza o al cínico olvido y, en definitiva, la confrontación, la violencia y la corrupción ciegas siguen en aumento y terminan contagiando incluso a los que se agobian y a los que se olvidan. Hasta tal punto llega a ser indispensable la fe.

Aparte de esas minucias, que engatusan a la gente y, al estar ciega ante la verdad última de todo, no la dejan entender que una cosa es lo inmediato y urgente y otra cosa lo realmente importante, tenemos un año de gracia de Señor: estamos viviendo en la Iglesia el Año de la fe, cuya importancia rebasa toda frontera, pues no sólo es luz para la Iglesia, lo es para la Humanidad entera. Lo dice bien claro el Papa en la encíclica recién estrenada Lumen fidei: «La luz de la razón autónoma no logra iluminar suficientemente el futuro; al final, éste queda en la oscuridad, y deja al hombre con el miedo a lo desconocido. De este modo, el hombre ha renunciado a la búsqueda de una luz grande, de una verdad grande, y se ha contentado con pequeñas luces que alumbran el instante fugaz, pero que son incapaces de abrir el camino».

Estos días del final de las vacaciones se hace palpable: ¡Qué pronto se acaba lo bueno!, oímos decir a unos y otros. ¿Cómo se puede decir que es bueno algo que se acaba? Encerrados en pequeñas luces, se oyen noticias terribles, pero, si estamos de vacaciones, se está en lo bueno, y aunque resplandezca la luz verdadera de la fe, para quien está ciego ya no hay nada bueno, hasta la siguiente pequeña luz del fin de semana o similares. No es el caso del Papa Francisco. Su corazón está herido y angustiado, sí, pero lleno de esperanza y de paz verdaderas. Por eso puede hacer «un fuerte llamamiento a la paz, un llamamiento -dice a continuación- que nace de lo más profundo de mí mismo», porque, sencillamente, ve, como afirma la encíclica Lumen fidei ya en sus primeras líneas: «Quien cree ve; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino, porque llega a nosotros desde Cristo resucitado, estrella de la mañana que no conoce ocaso». Por eso, no hay mayor urgencia, hoy y siempre, que «recuperar el carácter luminoso propio de la fe, pues cuando su llama se apaga, todas las otras luces acaban languideciendo. Y es que la característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre». Toda, la vida entera, de todo el hombre y de todos los hombres, porque es la luz grande, que no conoce ocaso.

¿Cuál es la única auténtica alternativa a la confrontación, la violencia y la corrupción que asolan nuestro mundo, sino la fe en Jesucristo resucitado, vivo y presente en su Iglesia? El Año de la fe que estamos viviendo en la Iglesia, en este 50 aniversario del comienzo del Concilio Vaticano II, no es una celebración que interesa al interior de la propia Iglesia; ¡interesa, como la necesidad más indispensable de los hombres, a toda la sociedad! Lo expone con toda claridad Lumen fidei, cuando explica que la fe no produce sólo «una solidez interior, una convicción firme del creyente; la fe ilumina también las relaciones humanas, porque nace del amor y sigue la dinámica del amor de Dios. Precisamente por su conexión con el amor, la luz de la fe se pone al servicio concreto de la justicia, del Derecho y de la paz», porque «permite valorar la riqueza de las relaciones humanas, su capacidad de mantenerse, de ser fiables, de enriquecer la vida común. La fe no aparta del mundo, ni es ajena a los afanes concretos de los hombres… La fe es un bien para todos, es el bien común; su luz no luce sólo dentro de la Iglesia, ni sirve únicamente para construir una ciudad eterna en el más allá; nos ayuda a edificar nuestras sociedades, para que avancen hacia el futuro con esperanza».

Ante la ceguera, ciertamente, sólo cabe la luz grande de la fe. Y ésa es la propuesta que expresó así Benedicto XVI en su Carta para convocarnos a este Año de la fe: «Una nueva evangelización», justamente, «para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe».