Dios está en el salón - Alfa y Omega

Dios está en el salón

La fiesta del Corpus es el paseo de Dios por las calles. Pero, cuando se retiran los ornamentos y altares callejeros, Cristo no se atrinchera en la iglesia: a lo largo del año, Jesús Sacramentado procesiona, de incógnito, a las casas de los enfermos. Y ellos, los bienaventurados que sufren, ven cómo el salón de su hogar se torna la más grande catedral; la mesita de la cocina, el más preciado altar; y el paño remendado de una chabola, un sacro mantel, porque el Señor entra en casa

María Martínez López

Hay ocasiones en las que la visita del Señor a casa se convierte en una verdadera procesión de Corpus. Como aquel día en que doña Luisa, mayor y enferma, se estaba apagando, y su hija llamó al sacerdote de la parroquia para que le trajese la comunión. La anciana estaba tan adormilada que era difícil saber, a priori, si sería capaz de reconocer lo que iba a ocurrir. Una duda que Dios se encargó de despejar.

Cuando llegó el Señor, acompañado del sacerdote y de dos feligresas de la parroquia, la anciana «comulgó con devoción y, para sorpresa de todos, se arrancó con fuerza a recitar una oración poética, de ésas con sabor antiguo que antaño aprendían los niños de sus maestros», cuenta ahora el párroco. Uno de esos poemas que doña Luisa había recitado en las procesiones del Corpus. No había hueco para pensar que se trataba del azar, o de un delirio senil: el poema «versaba precisamente sobre cómo Jesús se acerca a nosotros para ser nuestro alimento, y de la sorpresa y el asombro que debe suponernos tanta bondad. Al escucharla, quedamos todos muy consolados, incluso sus hijos».

Jesús había ido a visitarla, la había tocado, se había entregado a ella. Y doña Luisa, que se estaba preparando para dejar este mundo —y que, de hecho, murió esa misma noche—, supo reconocerlo. Por eso, con la fuerza del sacramento, salió por un momento de su enfermedad para recibirlo como Él se merecía.

Como no puedo ir a verle, tiene el detalle de venir

Cuando habla con Alfa y Omega, Elisa acaba de salir a la calle por primera vez en días: la quimioterapia con que combate el cáncer que le detectaron hace dos meses, la deja exhausta. Además, el tratamiento se ha complicado y las convalecencias son frecuentes. Es en esos momentos cuando, en la intimidad de su casa, con su marido y sus hijos, recibe la visita de Jesús, el Resucitado, en la Eucaristía: «Desde que era joven —cuenta—, me he pasado la vida buscando al Señor: en mi familia, en la Eucaristía, en los sacramentos, en la comunidad… He vivido momentos de Tabor, en que me ha llenado de alegría, y momentos de cruz, en que me ha dado su ternura. Ahora, que no puedo salir de casa para ir a verle, Él tiene el detalle de venir a buscarme para que pueda recibirlo en la comunión. Mi salón tiene ahora algo de sagrado, porque Cristo ha estado en él». En los días duros, la fe no es un ansiolítico, sino que la acción del Espíritu es real y eficaz: «En medio del dolor, me acuerdo de lo que decía san Pablo: nada nos separa del amor de Dios. Él tiene la delicadeza de cuidarme más cuando estoy débil. Si tienes un hijo enfermo, te vuelcas más con él, lo cuidas aún mejor. Pues eso es lo que hace Dios conmigo: cuidarme aún más y darme la ocasión de ser santa, de no estar tan absorta por el mundo. Él es así de bueno».

Padrecito, esto es lo mejor que tengo

Son las 9 de la mañana y ya hace calor en el reparto William Fonseca, una barriada de las afueras de León, la segunda ciudad más poblada de Nicaragua. Después de una hora de oración ante el Santísimo, un equipo de tres jóvenes y un sacerdote partimos a la casa de doña Rosita. Es la hora de llevar a Cristo a quien no se puede acercar hasta Él.

Doña Rosita es viuda desde hace diez años, y sus hijos se marcharon en busca de una vida mejor. Vive sola en una chabola de chapa, donde el calor se hace insoportable. Un camastro donde reposa inmóvil su enfermedad, una silla y una suerte de cocina forman todo el mobiliario. Al entrar, encontramos a doña Rosita de pie, estirando, con una piedra, un trapo lleno de agujeros, pero blanco como la nieve. Su heroísmo matutino la dejará en la cama durante días. «Tenía que adecentar la habitación para recibir al Señor», dice. Y pone sobre la silla el corporal improvisado, por el que se disculpa al sacerdote: «Perdone, padrecito, pero es lo mejor que tengo para Él».

El sacerdote coloca el portaviático sobre el paño humilde, coge la mano de doña Rosita y le recuerda: «Jesús se muere de amor por venir a verte, por ser uno contigo».

Doña Rosita llora mientras recibe el Cuerpo de Cristo. No es común recibir la comunión en su casa. Hace tiempo que el reparto no cuenta con un sacerdote. «Ahora, podría echar a correr», bromea; «soy fuerte de nuevo».