El Papa pide «mirar a los emigrantes como personas que pueden contribuir al bienestar de todos» - Alfa y Omega

El Papa pide «mirar a los emigrantes como personas que pueden contribuir al bienestar de todos»

«La indiferencia y el silencio ante las muertes de refugiados abren camino a la complicidad», afirma el Papa en su mensaje para la Jornada Mundial de los Emigrantes e Itinerantes. En este mismo mensaje, plantea la necesidad de superar la fase de emergencia y mirar a las causas de este fenómeno y de plantear la acogida de forma que sea «enriquecedora para todos»

Redacción
Foto: CNS

En el mundo hay 46,3 millones de refugiados y desplazados. Según la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), más de la mitad son niños, y nueve de cada diez se encuentran en países poco desarrollados. 11,4 millones de desplazados y refugiados son sirios; 2,6 millones, afganos; y 1,1 millones, somalíes. Entre los países de acogida con más refugiados están Pakistán (1,6 millones), el Líbano (1,1 millones), Irán (982.000), Turquía (824.000) y Jordania (737.000). En 2015, 522.134 personas entraron en Europa por mar; sobre todo por Grecia (388.324) e Italia (130.891). Por España lo hicieron 2.819.

Por otro lado, en 2013 había en el mundo cerca de 232 millones de migrantes, un 50 % más que en 1990. Dentro de esta cifra, el mayor porcentaje es el de los inmigrantes que llegan a Europa. Según datos de las Naciones Unidas, un 35 % de los migrantes son personas que se han trasladado de un país poco desarrollado a uno desarrollado. Un porcentaje similar, sobre todo hombres jóvenes, han migrado entre dos países pobres —por ejemplo, entre Bangladés y Bhutan o entre Kazajistán y Afganistán—. Un 23 % se han mudado entre dos países desarrollados, y un 6 % ha pasado de vivir de un país desarrollado a otro menos.

En este contexto se enmarca la petición de la Iglesia de que la Jornada Mundial de los Emigrantes e Itinerantes, el 17 de enero de 2016, se celebre como Jornada Jubilar de los Emigrantes y Refugiados. Así lo ha explicado este jueves el cardenal Antonio María Veglió, presidente del Pontificio Consejo de la Pastoral para los Emigrantes e Itinerantes, durante la presentación del mensaje del Papa Francisco para esta Jornada.

Llamamiento a toda la comunidad cristiana

El cardenal Vegliò explicó que por una parte la Jornada se inserta naturalmente en el contexto del Año de la Misericordia, punto de referencia para toda la Iglesia en los próximos meses. Por otra parte, añadió, el fenómeno de las migraciones y las muchas tragedias que está desencadenando exige, en todas sus formas, una respuesta. En lo que va de 2015, 2.892 personas perdieron la vida intentando llegar por mar a las costas europeas. El Mediterráneo es el lugar que se ha cobrado más vidas de migrantes. Le siguen el golfo de Bengala (460 muertes) y la frontera entre Estados Unidos y México (133).

Desde el Vaticano, se espera que esta Jornada sea una oportunidad real para que toda la comunidad cristiana reflexione, rece y actúe. «La migración —señaló el cardenal— afecta especialmente a nuestras iglesias locales, ya que son los puntos más cercanos a los migrantes y refugiados. Allí nos encontramos con ellos cara a cara y nuestro encuentro puede asumir una dimensión concreta».

«No podemos permanecer indiferentes o en silencio frente a tantas tragedias. No se puede por menos que expresar el dolor más profundo ante tantos sufrimientos; son hombres y mujeres —a menudo pobres, hambrientos, perseguidos, heridos espiritual o físicamente, explotados o víctimas de la guerra— que buscan una vida mejor… Este es el fundamento del tema elegido por el Santo Padre para la próxima Jornada», añadió el purpurado, esbozando a continuación las cuestiones que, en el documento del Papa, interpelan a los individuos y a la comunidad.

La integración, reto para todos

En primer lugar, se habla de una crisis humanitaria en el contexto de la migración que afecta no sólo a Europa, sino a todo el mundo. Sin embargo, «se impone la superación de la fase de emergencia». Como explica el cardenal Vegliò, el Santo pide «una profundización para entender mejor las causas que desencadenan las migraciones junto con las consecuencias que de ellas se derivan, no solo en los lugares de llegada, sino también en un panorama global, para abordar el fenómeno con justicia y salvaguardando la dignidad humana».

En segundo lugar, el mensaje evidencia la cuestión de la identidad y la acogida. «La llegada de los inmigrantes a un nuevo contexto social requiere un proceso de adaptación mutua a una nueva situación —observó el cardenal—. Su inclusión en la nueva sociedad les exige también un esfuerzo interior», e interpela a la sociedad que los acoge para que «el proceso de inserción e integración respete los valores que hacen al hombre más hombre en relación con Dios, con los demás y con la creación, pero permita al mismo tiempo que el migrante sea capaz de contribuir al crecimiento de la sociedad que lo recibe», continuó el cardenal Vegliò.

El mensaje evidencia igualmente el tema de la acogida, subrayando que «la Iglesia tiene una “palabra” profética a la hora de sensibilizar a la acogida, que resuena con fuerza en las distintas acciones y obras de las que se hacen cargo concretamente las comunidades cristianas», continuó el presidente del dicasterio. Frente a estas cuestiones y preguntas, el Papa afirma que la respuesta del Evangelio es la misericordia, que lleva a la solidaridad, a la cultura del encuentro, y nos interpela no sólo para dar, sino para recibir de los demás y así construir comunión.

La perspectiva de la cultura del encuentro implica la mirada a la persona del migrante en su conjunto, con todos sus aspectos… Así, su presencia no se convierte en una mera yuxtaposición de diferentes culturas en un mismo territorio, sino en un encuentro de pueblos, donde el anuncio del Evangelio «inspira y alienta itinerarios que renuevan y transforman toda la humanidad».

Derecho a no emigrar

El tercer argumento del mensaje papal que enumeró el cardenal Vegliò es «la defensa del derecho de toda persona a vivir con dignidad, permaneciendo en su propia patria… Toda persona tiene derecho a emigrar —un derecho grabado entre los derechos fundamentales de los seres humanos—. Pero además, y antes que éste, hay que reafirmar el derecho a no emigrar, es decir, a poder permanecer en la propia tierra. En primer lugar, esto implica la necesidad de ayudar a los países de los que parten los migrantes y los refugiados… Las respuestas no se limitan solo a la guerra contra los traficantes o a la restricción de las normas de inmigración, sino que hay que tener en cuenta que quienes disfrutan de la prosperidad deberían poner a disposición de los pobres y necesitados (entendidos tanto individualmente que como naciones) los medios para satisfacer sus necesidades y emprender el camino del desarrollo a través de una distribución equitativa de los recursos del planeta».

Por último, el Pontífice, recuerda la responsabilidad de los medios de comunicación y la importancia de que contribuyan a desenmascarar «los prejuicios sobre la migración, mostrándola de la manera más auténtica posible».

VIS / Redacción

Mensaje completo del Papa

Queridos hermanos y hermanas:

En la bula de convocación al Jubileo Extraordinario de la Misericordia recordé que «hay momentos en los que de un modo mucho más intenso estamos llamados a la mirada fija en la misericordia para poder ser también nosotros mismos signo eficaz del obrar del Padre» (Misericordiae vultus, 3). En efecto, el amor de Dios tiende alcanzar a todos y a cada uno, transformando a aquellos que acojan el abrazo del Padre entre otros brazos que se abren y se estrechan para que quien sea sepa que es amado como hijo y se sienta «en casa» en la única familia humana. De este modo, la premura paterna de Dios es solícita para con todos, como lo hace el pastor con su rebaño, y es particularmente sensible a las necesidades de la oveja herida, cansada o enferma. Jesucristo nos habló así del Padre, para decirnos que él se inclina sobre el hombre llagado por la miseria física o moral y, cuanto más se agravan sus condiciones, tanto más se manifiesta la eficacia de la misericordia divina.

En nuestra época, los flujos migratorios están en continuo aumento en todas las áreas del planeta: refugiados y personas que escapan de su propia patria interpelan a cada uno y a las colectividades, desafiando el modo tradicional de vivir y, a veces, trastornando el horizonte cultural y social con el cual se confrontan. Cada vez con mayor frecuencia, las víctimas de la violencia y de la pobreza, abandonando sus tierras de origen, sufren el ultraje de los traficantes de personas humanas en el viaje hacia el sueño de un futuro mejor. Si después sobreviven a los abusos y a las adversidades, deben hacer cuentas con realidades donde se anidan sospechas y temores. Además, no es raro que se encuentren con falta de normas claras y que se puedan poner en práctica, que regulen la acogida y prevean vías de integración a corto y largo plazo, con atención a los derechos y a los deberes de todos. Más que en tiempos pasados, hoy el Evangelio de la misericordia interpela las conciencias, impide que se habitúen al sufrimiento del otro e indica caminos de respuesta que se fundan en las virtudes teologales de la fe, de la esperanza y de la caridad, desplegándose en las obras de misericordia espirituales y corporales.

Sobre la base de esta constatación, he querido que la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado de 2016 sea dedicada al tema: Emigrantes y refugiados nos interpelan. La respuesta del Evangelio de la misericordia. Los flujos migratorios son una realidad estructural y la primera cuestión que se impone es la superación de la fase de emergencia para dar espacio a programas que consideren las causas de las migraciones, de los cambios que se producen y de las consecuencias que imprimen rostros nuevos a las sociedades y a los pueblos. Todos los días, sin embargo, las historias dramáticas de millones de hombres y mujeres interpelan a la comunidad internacional, ante la aparición de inaceptables crisis humanitarias en muchas zonas del mundo. La indiferencia y el silencio abren el camino a la complicidad cuanto vemos como espectadores a los muertos por sofocamiento, penurias, violencias y naufragios. Sea de grandes o pequeñas dimensiones, siempre son tragedias cuando se pierde aunque sea sólo una vida.

Los emigrantes son nuestros hermanos y hermanas que buscan una vida mejor lejos de la pobreza, del hambre, de la explotación y de la injusta distribución de los recursos del planeta, que deberían ser divididos ecuamente entre todos. ¿No es tal vez el deseo de cada uno de ellos el de mejorar las propias condiciones de vida y el de obtener un honesto y legítimo bienestar para compartir con las personas que aman?

En este momento de la historia de la humanidad, fuertemente marcado por las migraciones, la identidad no es una cuestión de importancia secundaria. Quien emigra, de hecho, es obligado a modificar algunos aspectos que definen a la propia persona e, incluso en contra de su voluntad, obliga al cambio también a quien lo acoge. ¿Cómo vivir estos cambios de manera que no se conviertan en obstáculos para el auténtico desarrollo, sino que sean oportunidades para un auténtico crecimiento humano, social y espiritual, respetando y promoviendo los valores que hacen al hombre cada vez más hombre en la justa relación con Dios, con los otros y con la creación?

En efecto, la presencia de los emigrantes y de los refugiados interpela seriamente a las diversas sociedades que los acogen. Estas deben afrontar los nuevos hechos, que pueden verse como imprevistos si no son adecuadamente motivados, administrados y regulados. ¿Cómo hacer de modo que la integración sea una experiencia enriquecedora para ambos, que abra caminos positivos a las comunidades y prevenga el riesgo de la discriminación, del racismo, del nacionalismo extremo o de la xenofobia?

La revelación bíblica anima a la acogida del extranjero, motivándola con la certeza de que haciendo eso se abren las puertas a Dios, y en el rostro del otro se manifiestan los rasgos de Jesucristo. Muchas instituciones, asociaciones, movimientos, grupos comprometidos, organismos diocesanos, nacionales e internacionales viven el asombro y la alegría de la fiesta del encuentro, del intercambio y de la solidaridad. Ellos han reconocido la voz de Jesucristo: «Mira, que estoy a la puerta y llamo» (Ap 3, 20). Y, sin embargo, no cesan de multiplicarse los debates sobre las condiciones y los límites que se han de poner a la acogida, no sólo en las políticas de los Estados, sino también en algunas comunidades parroquiales que ven amenazada la tranquilidad tradicional.

Ante estas cuestiones, ¿cómo puede actuar la Iglesia sino inspirándose en el ejemplo y en las palabras de Jesucristo? La respuesta del Evangelio es la misericordia.

En primer lugar, ésta es don de Dios Padre revelado en el Hijo: la misericordia recibida de Dios, en efecto, suscita sentimientos de alegre gratitud por la esperanza que nos ha abierto al misterio de la redención en la sangre de Cristo. Alimenta y robustece, además, la solidaridad hacia el prójimo como exigencia de respuesta al amor gratuito de Dios, «que fue derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo» (Rm 5, 5). Asimismo, cada uno de nosotros es responsable de su prójimo: somos custodios de nuestros hermanos y hermanas, donde quiera que vivan. El cuidar las buenas relaciones personales y la capacidad de superar prejuicios y miedos son ingredientes esenciales para cultivar la cultura del encuentro, donde se está dispuesto no sólo a dar, sino también a recibir de los otros. La hospitalidad, de hecho, vive del dar y del recibir.

En esta perspectiva, es importante mirar a los emigrantes no solamente en función de su condición de regularidad o de irregularidad, sino sobre todo como personas que, tuteladas en su dignidad, pueden contribuir al bienestar y al progreso de todos, de modo particular cuando asumen responsablemente los deberes en relación con quien los acoge, respetando con reconocimiento el patrimonio material y espiritual del país que los hospeda, obedeciendo sus leyes y contribuyendo a sus costes. A pesar de todo, no se pueden reducir las migraciones a su dimensión política y normativa, a las implicaciones económicas y a la mera presencia de culturas diferentes en el mismo territorio. Estos aspectos son complementarios a la defensa y a la promoción de la persona humana, a la cultura del encuentro entre pueblos y de la unidad, donde el Evangelio de la misericordia inspira y anima itinerarios que renuevan y transforman a toda la humanidad.

La Iglesia apoya a todos los que se esfuerzan por defender los derechos de todos a vivir con dignidad, sobre todo ejerciendo el derecho a no tener que emigrar para contribuir al desarrollo del país de origen. Este proceso debería incluir, en su primer nivel, la necesidad de ayudar a los países del cual salen los emigrantes y los prófugos. Así se confirma que la solidaridad, la cooperación, la interdependencia internacional y la igual distribución de los bienes de la tierra son elementos fundamentales para actuar en profundidad y de manera incisiva sobre todo en las áreas de donde parten los flujos migratorios, de tal manera que cesen las necesidades que inducen a las personas, de forma individual o colectiva, a abandonar el propio ambiente natural y cultural. En todo caso, es necesario evitar, posiblemente ya en su origen, la huida de los prófugos y los éxodos provocados por la pobreza, por la violencia y por la persecución.

Sobre esto es indispensable que la opinión pública sea informada de forma correcta, incluso para prevenir miedos injustificados y especulaciones a costa de los migrantes.

Nadie puede fingir no sentirse interpelado por las nuevas formas de esclavitud gestionada por organizaciones criminales que venden y compran a hombres, mujeres y niños como trabajadores en la construcción, en la agricultura, en la pesca y en otros ámbitos del mercado. Cuántos menores son aún hoy obligados a alistarse en las milicias que los transforman en niños soldados. Cuántas personas son víctimas del tráfico de órganos, de la mendicidad forzada y de la explotación sexual. Los prófugos de nuestro tiempo escapan de estos crímenes aberrantes, que interpelan a la Iglesia y a la comunidad humana, de manera que ellos puedan ver en las manos abiertas de quien los acoge el rostro del Señor «Padre misericordioso y Dios te toda consolación» (2 Co 1, 3).

Queridos hermanos y hermanas emigrantes y refugiados. En la raíz del Evangelio de la misericordia el encuentro y la acogida del otro se entrecruzan con el encuentro y la acogida de Dios: Acoger al otro es acoger a Dios en persona. No se dejen robar la esperanza y la alegría de vivir que brotan de la experiencia de la misericordia de Dios, que se manifiesta en las personas que encuentran a lo largo de su camino. Los encomiendo a la Virgen María, Madre de los emigrantes y de los refugiados, y a san José, que vivieron la amargura de la emigración a Egipto. Encomiendo también a su intercesión a quienes dedican energía, tiempo y recursos al cuidado, tanto pastoral como social, de las migraciones. Sobre todo, les imparto de corazón la Bendición Apostólica.

Vaticano, 12 de septiembre de 2015, memoria del Santo Nombre de María

Francisco