Perfil de un newyorker - Alfa y Omega

Perfil de un newyorker

Javier Alonso Sandoica

En menos de un mes, el arzobispo de Nueva York, Timothy Dolan, será creado cardenal de la Iglesia. He tenido la fortuna de estar con él dos días después de que se diera a conocer la noticia. Un periodista frívolo de la cadena CBS le ha soltado inopinadamente, en una entrevista, que su nombre ya suena en el listado de posibles como Pontífice. Parece como si los periodistas estuvieran incómodos delante de un miembro de la jerarquía de la Iglesia si no le mientan su futuro como Papa. Pero Dolan no realizó una finta, y aprovechó la gracieta para responder que sería tanta la responsabilidad que debería ponerse en oración de inmediato.

Tiene una personalidad espontánea, nada afectada. En la misa de la fiesta de la Epifanía estaba constipado, y así lo dijo al inicio de su homilía; recordó las instrucciones que le daba su abuela para prevenir los catarros, asunto al que dedicó más de diez minutos, con la consiguiente hilaridad de la asamblea. Hay dos asuntos que marcan su preocupación como pastor: despertar una cultura de las vocaciones y partir de la irrenunciable dignidad humana como principio de evangelización, en una sociedad ávida en segar la hierba de lo genuinamente humano. «Cuando sólo la mitad de nuestros católicos se casan, no nos asombremos si tenemos una crisis en las cifras de vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa», afirma. Es una manera de entender el problema vocacional en un sentido lato. Hoy existe un desconocimiento inconsciente del trazo divino sobre el hombre, que lleva ganas de auparlo, y él en sus trece de improvisar donde el corazón le lleve.

Dolan es un hombre de vasta cultura literaria. Yo, que le tengo calado, esperaba en la fiesta del Bautismo del Señor la cita de algún escritor norteamericano. El año pasado tocó Flannery O’Connor, y en esta ocasión resumió el famoso relato de O. Henry sobre el matrimonio Dillingham, dueños de dos cosas que les provocaban inmenso orgullo: el reloj de oro que había sido del padre de Jim y el pelo de Delia. Ambos andaban en plena depresión económica. Pero, en el día de Navidad, ella vende su pelo para comprar una cadena de oro al marido, y él vende su reloj para comprar unas bellísimas peinetas a su esposa. La historia, un tanto sentimental, la resumió así Dolan: «Aquel matrimonio se entregó lo más preciado de cada uno. Así el Padre nos regala a su Hijo, y el Hijo regala a su Padre lo que más quiere: el hombre».