La voz del Magisterio - Alfa y Omega

La voz del Magisterio

Redacción

Donde se cierran las iglesias, donde se quita de las escuelas y de la enseñanza la imagen de Jesús crucificado, queda el hogar familiar como refugio impenetrable de la vida cristiana. Damos infinitas gracias a Dios al ver las innumerables familias que cumplen esta misión con una fidelidad que no se deja amedrentar ni por los ataques ni por los sacrificios. Si en todas partes se diera a la Iglesia, maestra de la justicia y de la caridad, la libertad de acción a la que tiene un sagrado e incontrovertible derecho, brotarían por todas partes riquísimas fuentes de bienes, nacería la luz para las almas y un orden tranquilo para los Estados, se tendrían fuerzas para promover la auténtica prosperidad del género humano. Y si el interior de los Estados y la vida internacional se dejasen regular por las normas del Evangelio, se evitarían muchas y graves desdichas y se concedería a la Humanidad una tranquila felicidad. Porque entre las leyes de la vida cristiana y los postulados de una auténtica Humanidad fraterna no hay oposición, sino consonancia recíproca y mutuo apoyo. No tenemos mayor deseo que el de que las actuales angustias abran los ojos de muchos para que consideren en su verdadera luz a Jesucristo y la misión de su Iglesia sobre la tierra, y que todos cuantos rigen el timón del Estado dejen libre el camino a la Iglesia para que ésta pueda así trabajar en la formación de una nueva época, según los principios de la justicia y de la paz. Esta obra de paz exige que no se pongan obstáculos al ejercicio de la misión confiada por Dios a la Iglesia; que no se limite injustamente el campo de su actividad; que no se substraigan las masas, y especialmente la juventud, a su benéfico influjo. Exhortamos y conjuramos a los gobernantes y a cuantos tienen influencia en la vida política para que la Iglesia goce siempre de la plena libertad debida, y pueda así realizar su obra educadora, comunicar a las mentes la verdad, inculcar en los espíritus la justicia y enfervorizar los corazones con la caridad divina de Cristo.

Pío XII
Encíclica Summi Pontificatus, 64-65 (1939)