El rostro bueno de Jesús - Alfa y Omega

El rostro bueno de Jesús

Redacción

«Nosotras sufrimos con el que sufre, como nos enseñó nuestra madre santa Soledad Torres Acosta y cuya labor continuó, tan fielmente, la Beata Catalina Irigoyen»: lo afirma, emocionada, la Hermana María Jesús, una de las Siervas de María, que vive en la casa provincial de Santander. «Nuestra labor es atender a las personas enfermas durante la noche, en sus domicilios, en hospitales, donde sea…, para que sus familias -los que la tienen-, puedan descansar», continúa explicando. Una labor nada sencilla si no fuera por la fuerza que viene de lo Alto y, ahora, con dos de sus Hermanas en los altares, velando por ellas. La Beata Catalina asistía a los enfermos con dedicación, sobre todo durante diversas epidemias de cólera, viruela y tifus. Tanto ayudó a los moribundos, que los que la rodeaban pedían constantemente su presencia para aliviar sus sufrimientos: «Ésta es hoy también nuestra misión -continúa María Jesús-: atender con la máxima caridad y esmero, de forma gratuita, porque damos gratis lo que hemos recibido gratis». Son unas vidas que se reflejan en la labor de la nueva Beata, cuyo testimonio «continúa siendo una presencia y una mano tendida hacia los enfermos y sus familias, que sienten su cercanía y protección cuando se la invoca», tal como señala la Postuladora de la Causa, la madre Julia Castilla.

A sor Catalina Irigoyen la Iglesia la considera bienaventurada porque «es testigo heroico del Evangelio de Cristo», según afirmó en la homilía de la ceremonia de beatificación el cardenal Angelo Amato, Prefecto de la Congregación de las Causas de los Santos. Su vida estaba «enraizada y cimentada en Cristo, y firme en la fe». Asimismo, reconoció que, «en el carisma de las Siervas de María, la Beata se hizo, como Jesús, una Buena samaritana. Veía en los enfermos y necesitados el rostro de Cristo sufriente. No le importaba trabajar más, lo importante era aliviar los sufrimientos de los enfermos». Al mismo tiempo, destacó el cardenal Amato que, «después de veinte años, la obediencia la llevó a otra misión: a recoger limosnas para el Instituto. Era un trabajo cansado y humillante, que vivió con amor: un trabajo duro, caminando por las calles, subiendo y bajando escaleras. Se preocupaba por sus compañeras, y al recibir la limosna era agradecida, porque siempre veía la Providencia divina; no rechazaba nada, y después, cuando llegaba a la Casa, entregaba las limosnas a sus superioras y hacía trabajos de la comunidad: los más humildes, buscar agua, lavar el suelo…» Por todo ello, «la Iglesia glorifica a esta hija suya porque ha manifestado al mundo el rostro bueno de Jesús. La vida consagrada puede ser, incluso entre cansancio y sufrimientos, una continua fiesta de bodas con el esposo Jesús», concluía el cardenal Amato.

El cardenal Rouco Varela, arzobispo de Madrid, también tuvo unas palabras para recordar que «las Siervas de María fueron mis ángeles de la guarda en mis años de obispo auxiliar en Santiago de Compostela, por lo que me une con ellas una relación especial»; destacó asimismo «su testimonio de caridad, que prestan calladamente», y subrayó que «hoy viven la segunda firma de su carisma con la beatificación de esta navarra que vino a Madrid y que se hizo santa en Madrid. Algo tiene que tener que ver con esta Iglesia, para que nos acordemos de que ése es nuestro objetivo y nuestro fin».