El misterio de Caravaggio - Alfa y Omega

El misterio de Caravaggio

Javier Alonso Sandoica

A la pena que nos entró cuando el Papa abandonaba suelo español, se suma ahora la de tener que despedir ese préstamo temporal que nos han hecho los Museos Vaticanos, el Descendimiento, de Caravaggio. No exagero si cuento que entrar en la iglesia de San Luis de los Franceses de Roma es ya una predisposición a entender el misterio de la fe cristiana. Allí hay tres lienzos sobre san Mateo pintados por el artista de Milán que espabilan en el espectador las papilas del entusiasmo, provocándole un itinerario desde el gusto estético hasta la comprensión de la vocación cristiana. A san Mateo, el Señor lo mira de lejos y lo señala entre los rostros que se vuelven. El único que cuenta los dineros y permanece absolutamente ajeno a la presencia del nuevo invitado, es Mateo, en quien el Maestro se fija. En otra de las obras, el apóstol escribe en posición incómoda, quizá juguetona, en conversación con el ángel, haciendo de la inspiración de las Escrituras un hecho en el que interviene el ser humano con su propia disposición, incluso limitación. Nos queda una semana, hasta el domingo 18, para ponernos delante del Descendimiento, de Caravaggio, en el museo del Prado de Madrid y echar la tarde en contemplaciones. Hacia 1600, un contemporáneo del italiano, el flamenco Karen van Mander, escribió sobre las rarezas del artista. Decía que, cuando trabajaba un par de semanas, se tomaba un mes o dos de vacaciones, con la espada al flanco y un criado detrás, «y va de un juego de pelota a otro, muy inclinado a batirse en duelo y provocar riñas, de manera que es difícil relacionarse con él». Mucho se ha escrito sobre la personalidad de Caravaggio, y la ficción se ha hecho superlativa en excesos de invenciones; pero no hemos de olvidar su profunda espiritualidad, la conciencia de una vida cargada de contradicciones y una necesidad imperiosa del Señor. El biógrafo siciliano Francesco Susinno escribió, en 1724, que al entrar Caravaggio en la iglesia de la Madonna del Pilero, se le acercó alguien para ofrecerle agua bendita, y cuando le preguntó que para qué servía, le contestó que para borrar los pecados veniales: «¡No es necesario! —le dijo—, porque los míos son todos mortales». Caravaggio pintó en todas sus obras el anhelo religioso de un alma necesitada del bálsamo de una presencia que pudiera renovarle. De ahí que la espiritualidad de su obra no navegue en lagunas piadosas, sino en los mares salvajes del drama personal.