La libertad de un creyente - Alfa y Omega

La libertad de un creyente

Jesús Colina. Roma
Benedicto XVI saluda a Jesús Colina, nuestro corresponsal en Roma

La noticia de la renuncia del Papa me llegó poquísimos minutos después, por Twitter. Ese 11 de febrero, día de la Virgen de Lourdes, era fiesta en el Vaticano. Una especie de puente. A las once y media de la mañana, todo parecía indicar que sería una jornada sin mayores sorpresas para los informadores. Muchos se habían tomado el día libre. Sólo unos pocos periodistas se habían acercado a la Sala de Prensa del Vaticano para hacer una nota sobre el Consistorio de cardenales que proclamaría la canonización de nuevos santos. La celebración era más bien de protocolo, con textos en latín. Y en latín el Papa leyó la declaración con la que anunciaba su renuncia.

¿Sorpresa? Sí y no. Tengo que reconocer que no me lo esperaba en estos momentos. Semanas antes, en una audiencia, pude ver de cerca su lento caminar. El caminar de una persona de 85 años. Me dejó huella, pues le había conocido personalmente paseando hacía 22 años. Luego me tranquilizó su mirada. Me dije para mis adentros: «Ése es el Ratzinger al que conocí». Tenía el mismo brillo, esa especie de curiosidad del que quiere seguir profundizando y descubriendo nuevos horizontes en la vida. Por este motivo, pensaba que Benedicto XVI seguiría al frente del timón de la barca de Pedro todavía algún tiempo indefinible. Tiene toda la inteligencia y más experiencia que nunca para hacerlo. Sin embargo, él considera que, para guiar esta barca en tiempos de tempestad, se requiere un nuevo capitán, con nuevo vigor «tanto del cuerpo como del espíritu».

Si bien me sorprendió la renuncia, no me resultó inesperado este gesto histórico. Antes de que fuera Papa, tuve la posibilidad de compartir algunos momentos personales con él. Fueron, sobre todo, conversaciones en el barrio Prati, donde yo trabajaba. Ratzinger, después de comer, por consejo médico, caminaba por esta zona cerca del Vaticano, cada vez más invadida de oficinas. Aceptaba la conversación de quien se unía a su paseo. A solas, o con algún colega, la conversación giraba siempre sobre temas de fondo propuestos por la actualidad: la debilidad de tantos hijos de la Iglesia, los desafíos del ecumenismo, los nuevos movimientos surgidos en la Iglesia, la teología de la liberación, la música litúrgica…

Bastaba caminar con él cien metros para comprender que uno no se encontraba con un político, sino con un creyente, un agudo profesor de teología, prestado al gobierno de la Iglesia, pero ante todo y sobre todo libre. Libre para expresar su juicio, no por conveniencia táctica, sino como fruto de un razonamiento coherente. Libre para decir lo que pensaba, aunque con frecuencia implicara ir contra la corriente. Libre para tomar posiciones que sabía que no serían del agrado de cardenales o personas influyentes en la Iglesia. Esta libertad le llevó a emprender, tanto siendo cardenal como siendo Papa, la purificación de la Iglesia de la terrible herida de la pedofilia, o a ser presentado por los medios de comunicación como el rottweiler de Dios, el gran inquisidor.

Esta libertad ha hecho que su pontificado se haya convertido en una provocación para el mundo a vivir como si Dios existiera, y no al contrario; a comprender que la fe es razonable y que la razón no queda limitada por la fe, sino que le abre nuevas perspectivas.

Quien ha conocido a un hombre con esta libertad no se sorprende por su renuncia. Es totalmente coherente con la disponibilidad con la que aceptó la sucesión de Juan Pablo II. Constituye una línea recta, en armonía con la libertad de quien se concentra en el fondo de las cuestiones y no en las simples formas. Ya en su pontificado, había dado a entender, en varias ocasiones, que se mantendría al timón de la barca de Pedro mientras se encontrara con la capacidad para hacerlo. Era lógico que, cuando comprendiera que había llegado el momento de pasar el timón, lo haría, con libertad y responsabilidad.