La inocencia acosada - Alfa y Omega

Comentaba en ABC Juan Manuel de Prada una de las polémicas más curiosas del mes de agosto: «Ha levantado gran polvareda un artículo publicado por el cardenal Cañizares en el L’Osservatore Romano, en el que se atreve a… ¡Oh, cielos! (…) a proponer que sea restablecido el decreto Quam singulari, de san Pío X, en el que se fija la edad de siete años como idónea para recibir el sacramento de la Eucaristía».

Benedicto XVI dedicó al Papa Giuseppe Sarto la audiencia general del miércoles 18 de agosto, su fiesta litúrgica, y calificó de oportuna su anticipación de la Primera Comunión a los siete años. Y en un artículo publicado en el diario de la Santa Sede, el cardenal prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos incidió en este asunto, con motivo además del centenario del Decreto mencionado por De Prada. «No es recomendable la práctica que se está introduciendo cada día más de alargar la edad de la Primera Comunión», escribía don Antonio Cañizares. «Al contrario, es aún más necesario el adelantarla. Ante tantas cosas que están acaeciendo con los niños, y el ambiente tan adverso en el que crecen, no los privemos del don de Dios: puede ser, es la garantía de su desarrollo como hijos de Dios».

Los enemigos de la Iglesia comprendieron el peligro para sus intereses. «Se las prometían muy felices, después de haber logrado vaciar de significado la Eucaristía, siempre —por supuesto— con el apoyo de los inefables tontos útiles que confunden la naturaleza de los sacramentos», añadía el articulista de ABC. «Porque los sacramentos no se reciben en reconocimiento de unos méritos personales; son acción de la gracia divina. Y la gracia divina no exige, como demandan ciertos tontos útiles a quienes los enemigos de la Iglesia prestan altavoz, personalización e interiorización de la fe; esto es jansenismo de la peor calaña, soberbia presuntuosa que pretende convertir el regalo de la fe en una suerte de postulación de méritos». Y al lograr que se extiendan esas opiniones, los enemigos de la Iglesia pueden contemplar jubilosos como muchas Primeras Comuniones «se han convertido en mascaradas en las que, si acaso, el único que conserva la fe (una fe originaria y primaveral, pura en plena acepción de la palabra) es el niño que recibe a Cristo. Para que ese niño participe también de la mascarada conviene que se retrase la edad de la Comunión, conviene que el niño esté suficientemente corrompido por el clima ambiental, conviene que haya recibido sus buenas clases de educación sexual en la escuela, conviene que haya asimilado toda la alfalfa progre que se le inocula a través de la tele… Conviene, en fin, que el niño acuda al sacramento con la inocencia hecha unos zorros, con la fe reducida a escombros o siquiera esclerotizada y rutinizada, y a ser posible con un condón en el bolsillo de la chaqueta de marinerito. Porque, claro, cuanto más pequeño sea el niño, más posibilidades hay —¡menudo escándalo!— de que comulgue creyendo que de verdad Cristo viene a vivificar su fe para siempre».

Entretanto, el diario El País ha dedicado este verano mucha atención a la cuestión de la felicidad. Llama la atención el artículo de Germán Cano, del 13 de agosto, El imperativo de la felicidad. El autor habla de la obsesión por la búsqueda de la felicidad en las sociedades ricas como fuente de desdicha, de la que en parte es responsable «cierto optimismo tecnológico, convencido de poder construir cielos sobre la tierra». El resultado ha sido «una sociedad frágil, excesivamente preocupada por la amenaza del dolor, desvalida, infantilizada por la necesidad de protección»… Otra paradoja más: la concepción individualista en boga de la felicidad provoca que «la obsesión individual por ser felices en el ámbito doméstico coincida con la necesidad de aparecer a los ojos de los demás como incurables quejosos. Peter Sloterdijk ha bautizado esta ideología como la comedia de la desdicha… Nos quejamos, sobre todo, porque mostrarnos como felices ante los demás, nos obligaría a ser más generosos».