El final del verano - Alfa y Omega

Cuando algo bueno se acerca a su fin, aparece el desasosiego. El primer día de vacaciones, las primeras horas del fin de semana, el primer trago de una caña de cerveza bien fría…, son momentos para ser disfrutados por partida doble. Porque el gozo es presente, pero también anticipación de dicha futura. A la inversa, cuando se acerca el final de lo que habíamos anhelado, nos invade una nostalgia prematura. Así que no es buen consejo vivir cada día como si fuera el último. Mejor será vivirlo como el primero del resto de nuestra vida, de una vida eterna. «Tan sólo el infinito puede llenar el corazón del hombre», se lee en el Mensaje del Papa al Meeting de Rimini. Ésa es nuestra naturaleza. Y si el hombre es capaz de tirarlo todo por la borda, a cambio de un solo instante de gozo, es porque el espíritu del mundo nos convence de que en él se concentra toda la plenitud. Pero el orgasmo se esfuma, dejando a veces un doloroso vacío.

No es sólo que la miel no esté hecha para la boca del asno. Si no estamos bien dispuestos para acoger un bien, el bien nos hiere, o en el mejor de los casos, pasa de largo. El primer día de vacaciones, el inicio del fin de semana…, a menudo se pierden, porque la cabeza continúa en viejas preocupaciones.

Pero lo más difícil es eludir el hastío en la sobreabundancia. La Creación está diseñada para nuestra felicidad. Y sin embargo… El niño, rebosante de vitalidad, pide que se le repita un juego una y otra vez -escribe Chesterton-, mientras que el adulto «no es suficientemente fuerte para regocijarse en la monotonía». En esto el niño es semejante a Dios, que tiene «el eterno instinto de la infancia». Nuestro Padre no peca, y por eso «es más joven que nosotros». Siempre insatisfecho, el pecador se lanza a buscar nuevas y cada vez más destructivas experiencias. Dios, en cambio, vibra viendo salir el sol cada mañana.