Tres caminos que alcanzaron santidad: el tuyo también puede - Alfa y Omega

El domingo pasado viví una vez más, esta vez con motivo de mi estancia en Roma como padre sinodal, lo que ya os dije en otras ocasiones: que la santidad es una forma de vida toda ella referida a Dios. El Papa Francisco canonizaba a cuatro santos: un sacerdote fundador italiano, una religiosa del Instituto de las Hermanas de la Cruz española —nacida y bautizada en Madrid—, y un matrimonio francés. El sacerdote era el padre Vincenzo Grossi, nacido en 1845 y que, al ver la miseria material y moral de la juventud femenina, sentó las bases de Instituto de las Hijas del Oratorio. Él había trabajado para que las jóvenes descubriesen la gracia de su dignidad de hijos de Dios, eligiendo una vida pobre y compartiéndola con los más necesitados. La religiosa, María de la Purísima Salvat Romero, nacida en Madrid en 1926, ingresó en el Instituto de las Hermanas de la Compañía de la Cruz en 1944 y fue elegida superiora general en 1977. Destacó por su humildad, dedicación, espíritu de sacrificio y amor a los pobres, desde una personalidad creadora siempre de confianza y comunión. Y, por otra parte, el matrimonio formado por Ludovico Martin y María Celia Guérin, nacidos en 1823 y en 1831, respectivamente, padres de santa Teresa del Niño Jesús; a quienes la celebración de la Eucaristía y la devoción a la Santísima Virgen María les llevó a vivir con sublimidad el amor conyugal, con una atención al prójimo y una generosidad total a los más pobres. Su vida siempre estuvo animada por el espíritu misionero y la colaboración con la parroquia a la que pertenecían.

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Tres maneras de vivir en absoluta apertura al amor de Dios, y derramando ese amor «con todo el corazón, con toda su alma y con todo su ser».

«Dios no nos deja solos con nuestras fuerzas».

Cuando nos acercamos a la santidad a través de rostros concretos, vemos la maravilla que es experimentar la vida refiriéndola toda a Dios. Es de Dios, de donde nos viene nuestra primera y efectiva santidad, es decir, la gracia. Y de Dios nos viene también la norma que nos hace justos y buenos, el hacer su voluntad. Pero no nos deja solos con nuestras fuerzas. Nos da su gracia y su amor. Y este Dios se nos ha revelado en Jesucristo, nos ha dicho quien es Él y quiénes debemos ser nosotros. Nos muestra el ejemplo que contemplar e imitar: Jesucristo; quien, además, nos ofrece toda la ayuda para conservar y desarrollar la vida nueva que Él nos ha dado. Vida que hemos de mantener desde la oración, desde el coloquio con Él, desde los sacramentos que alimentan una manera de ser y de vivir —como son el sacramento de la Penitencia y de la Eucaristía— y nos hacen experimentar el amor inmenso de Dios, quien precisamente nos prepara para amar y tender siempre a la unión con Él, incluso en las mayores dificultades de la vida.

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He de deciros de verdad que estos santos recién canonizados me han traído a la mente lo que yo desearía entregaros a todos como padre y pastor: como san Vincenzo Grossi, un corazón nuevo, el de Cristo Jesús, que nos regala una manera de ser y de actuar que siempre mira a todos y tiene una predilección especial por quien más lo necesita, que a nadie deja aparcado, descolgado, tirado o descartado; como la madre María de la Purísima, que puso y expuso la vida al servicio total de los pobres, haciéndose esclava de ellos, que hizo verdad con su vida lo que nos dice el Señor: «el que quiera ser grande que sea vuestro servidor y, el que quiera ser primero, que sea esclavo de todos»; y como el matrimonio de Ludovico Martín y María Celia Guérin, que formaron una familia —iglesia doméstica—, en la que Dios unió sabiamente dos de las mayores realidades humanas: la misión de transmitir la vida y el amor mutuo y legítimo del hombre y la mujer, para la que fueron llamados a una entrega recíproca en todas las dimensiones de la vida. ¡Qué belleza alcanza aquí el matrimonio cristiano! Nacido del amor creador y paternal de Dios, encuentra en el amor humano que corresponde al designio de Dios, la ley fundamental de su valor moral; en el amor mutuo de los esposos, en virtud del cual cada uno se compromete con todo su ser a ayudar al otro a ser como Dios lo quiere. Deseo recordar aquí unas palabras del Concilio Vaticano II: «que los esposos, por medio de su tarea de transmitir la vida y formarla mediante la educación —que debe considerarse como misión propia– sepan ser cooperadores del amor de Dios Creador y sus intérpretes— (GS 50).

El Bautismo, el mejor regalo

Quiero recordarme a mí mismo y a todos que nuestro Bautismo lleva consigo un compromiso moral. Es fuerte, profundo, pero es estupendo. Tiene una fuerza capaz de transformar todo lo que nos rodea. Ojalá supiésemos los cristianos saberlo decir no solamente con palabras, que también, sino fundamentalmente con nuestras obras. Os invito a que recordemos las renuncias y las promesas que dijimos, o dijeron en nuestro nombre, nuestros padres el día de nuestro Bautismo. Fue el mejor regalo que un ser humano puede recibir. Fue un compromiso moral que afecta profundamente a toda nuestra vida y a toda nuestra conducta. El Bautismo nos eleva a un nivel de existencia nuevo, con tal novedad que nos quiere hijos adoptivos de Dios, santos e inmaculados como nos dice el apóstol San Pablo (cf. Ef 1, 4). El Señor nos llama a ser santos. ¡Qué bien lo han entendido quienes fueron canonizados el domingo pasado! Cada uno fue llamado por el Señor a caracterizar la autenticidad y originalidad de su existencia de una manera: el sacerdocio, la vida consagrada y el matrimonio. Todos hicieron una aventura maravillosa: la ordenación de todos los actos virtuosos de su vida hacia Dios.

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Todos podemos ser santos. Estos tres canonizados han sido canales del amor y de la compasión del Señor: como sacerdote párroco, como servidora de los últimos y como familia. Vivieron el servicio cristiano construyendo un ambiente donde se respiraba fe y amor, que caló en el corazón de cuantos se encontraron con ellos en el camino de la vida. Ninguno de los tres buscó el poder o el éxito, sino el ser servidores de los demás. Ellos sabían muy bien que para la santidad se precisan dos cosas: la gracia de Dios y la buena voluntad. Me hago y os hago esta pregunta: ¿tenemos estas dos cosas cada uno de nosotros? Os advierto de que el Señor nos las da, y por eso podemos decir: «sí, las tenemos». Si es que es así, ya somos santos. ¡Adelante! El Señor nos convoca siempre a ellas, cuando nos dice: «Sed perfectos, al igual que es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48). ¡Ánimo! Los santos son los que cambian este mundo y realizan la gran revolución que este necesita, para que seamos esa gran familia que todos deseamos y llevamos inscrita en nuestro corazón. En nuestro corazón está inscrito el nosotros, no algunos; está el con todos, juntos, hermanos. Ahí está la razón de la necesidad de la familia, que es la que de primera mano nos hace experimentar esta estructura vital que nos hace crecer y siempre sanar.