En el corazón del mundo - Alfa y Omega

En el corazón del mundo

Miguel Ángel Velasco

Una brisa suave acariciaba la mirada, fija, de las trescientas mil personas apiñadas y estremecidas ante tu ataúd de ciprés en la Plaza de San Pedro: una multitud inmensa, y, sin embargo, ¡qué cálido y entrañable ambiente de familia! Ante el altar y el Cirio pascual colocaron, abierto, el Libro de los Evangelios sobre tu féretro, junto a la Cruz y la M de María, y, de repente, un viento recio, impetuoso, como aquel de Pentecostés que llenó toda la casa, comenzó a pasar las hojas, una tras otra. Era como si pasaran ante los ojos del mundo las páginas de tu vida terrena, recién concluida, querido Papa Juan Pablo –Evangelio puro–. Te estábamos diciendo adiós… Si alguien quiere saber, de verdad, qué es una muerte digna, que aprenda de la tuya, evangelizador hasta el final.

Lux aeterna luceat ei, Domine, te cantaba el coro: «Que la luz eterna brille para él, Señor». Nadie podía contener las lágrimas. «¿Quién eres tú que llenas el corazón con tu ausencia?», preguntaba, a toda página, en portada, un periódico de la mañana. Las de la chica de la foto, inolvidable Juan Pablo II, son las lágrimas serenas de todos y cada uno de nosotros. Arrasados sus bellísimos ojos azules, ha susurrado: «Era un Papa papá…». Han querido mezclar, en tu sepultura, un puñado de tu amada tierra polaca con la romana tierra de la colina vaticana, empapada de sangre de mártires, como la de Pedro, el pescador de Galilea. Ya acoge tu cuerpo –el Rosario entrelazando tus manos–, a cuatro metros del venerado sepulcro del Pescador. Han puesto en tus pies unos zapatos nuevos, querido trotamundos; los otros estaban desgastados de tanto caminar. Sé que estás alegre en tu Pascua como un chico con zapatos nuevos.

Te gustaba la vida y nos enseñaste su sentido. Aceptaste de manera insuperable el sufrimiento, mostrando la imponente fuerza de tu debilidad. Nos ha llenado tanto por dentro tu vida y tu presencia, que nos parece imposible -¡qué implacable e inmisericorde nostalgia!- que, tras de ti, vendrá, con una mirada nueva, otro al que el Espíritu Santo ya está preparando. Has estado ¡27 años! en el corazón del mundo, y en él seguirás para siempre. ¿Qué misteriosa sed buscaba saciar en Roma, en torno a ti, esa impresionante marea de amor agradecido, esa riada asombrosa sin el menor incidente, ese inefable tsunami del espíritu? Se recoge lo que se siembra, querido Juan Pablo. ¡Qué bien lo resumió el conmovido cardenal Ratzinger en su homilía del Sígueme, que fue la clave de tu vida! «Tenemos el corazón lleno de tristeza, pero también de gozosa esperanza y de gratitud. Nuestro Papa sólo quiso darse sin reservas hasta el último momento; dio nuevo frescor al anuncio del Evangelio, incluso cuando es signo de contradicción». Tras recordarnos tu diálogo con Cristo: «Karol, ¿me amas más que éstos? –Señor, Tú lo sabes todo; Tú sabes que te amo…», te vio asomado a la ventana de la Casa del Padre para darnos una vez más tu bendición.

Los periodistas, querido Santo Padre, no encontramos ya palabras: «El Papa que cambió el mundo, héroe que ya es santo, titán de entre siglos, kilómetros de fe y de esperanza, atlante del milenio, púlpito planetario, restaurador rebelde, papado geopolítico…» Ya no sabemos qué más decir para tratar de definir tu vida y tu paso a la Vida definitiva. Algunos, a cuyas conciencias has obligado a salir de sus ideologías disfrazadas de otras cosas, tratan inútilmente de politizarte una vez más, o, pobres, rebuscan y recurren a adjetivos como paradójico; los moralizadores de pacotilla hablan, en un fallido intento de desprecio, de «un pontificado moralizante». La buena gente, también la que reza, de rodillas, en la Plaza Roja de Moscú, lo borda: «Se nos ha ido la persona más querida de la Tierra». Con toda la verdad y la hondura de su gratitud te aclaman ¡Santo, ya!, sobre todo tus jóvenes, a los que dejaste esta cita: «Cristo os espera en Colonia». ¿Dormirá tranquilo el Patriarca Alexis que te negó el pan y la sal que te ofrecían Gorbachov y Putin? El viernes pasado, de diez a una, se paró el mundo. Comentaba un señor polaco junto al obelisco de la Plaza de San Pedro: «¿Sabe usted?, yo es que a Dios no lo he visto; me Lo han contado; pero es que a éste sí lo he visto y oído: era un hombre público que no mentía, que no quería aprovecharse, del que te podías fiar…». A millones de seres humanos les ha ocurrido lo mismo. Te empeñaste en quitarnos el miedo paralizador y en devolver al mundo el alma, que por derecho le pertenece y que el relativismo consumista le quiere quitar.

¡Cómo sonaba, querido Papa Juan Pablo, el gozoso canto del Magnificat a la Señora, al levantar tu féretro y al verte, por última vez, entrar en la basílica de San Pedro! A un Papa grande la Iglesia ha respondido con no menor grandeza. Alguien ha escrito que para muchos, con tu muerte, ha muerto su juventud. Quisiera recordar sencillamente que tu muerte no es el final de nada, sino el comienzo de una Vida verdadera y mejor. ¡Hasta siempre, Juan Pablo II. Que Cristo, el Señor, te dé el merecido descanso eterno!