La primavera romana - Alfa y Omega

La primavera romana

Le han bastado unos días a Francisco para llegar al corazón de la gente. Llegan nuevos aires a Roma, y se palpa en el ambiente. El estilo fresco del nuevo Papa es quizá el revulsivo que necesitaba la nueva evangelización en la Vieja Europa, y probablemente también el puente que, desde hace tiempo, pedía la Iglesia en el sur y en los territorios de misión

Ricardo Benjumea

El primer ángelus de Francisco desató el domingo una explosión de entusiasmo. Desde la beatificación de Juan Pablo II, no se había visto nada parecido en Roma. Y esto es sólo el principio… Peregrinos de todas partes del mundo llenaban la Plaza de San Pedro desde primeras horas de la mañana. Pero no era esto lo más sorprendente. Se veía a familias enteras, niños, y sobre todo jóvenes y personas de mediana edad, poco o nada habituales en los ángelus ni las ceremonias papales… Más de uno fue incapaz de reprimir alguna lágrima de emoción al oír hablar de la misericordia a este pastor tierno. Es la primera vez en casi mil trescientos años que la Iglesia tiene un Papa no europeo. Algo habrá querido decir también con esto el Espíritu Santo. Pero la sensación no es ni mucho menos de derrota para el Viejo Continente. «Francisco es lo mejor que nos podía pasar en este momento», dice una religiosa española. Habíamos llegado a una situación de bloqueo. En Occidente, la Iglesia estaba siendo confinada en las sacristías o empujada a las trincheras Hacía falta un revulsivo, un nuevo estilo. Hacía falta aire fresco. Francisco. Tenía que venir un Papa de «casi el fin del mundo» para atreverse a llamarse Francisco, el nombre tabú, que los italianos evocan habitualmente en contraposición al boato romano. Se han creado muchas expectativas, quizá demasiadas, algunas muy desenfocadas. Muchos se sentirán desilusionados, cuando comprueben que en los planes de Francisco no está vender el Vaticano ni cambiar la doctrina de la Iglesia en materia de moral sexual o familiar. Hay que contar con ello. Pero este Papa va a empujar a los católicos a salir a la calle con confianza, sin miedo, con un estilo sencillo, con el lenguaje del testimonio, con gestos simples que todo el mundo va a comprender… El diálogo con los no creyentes, el oscurecimiento de Dios en el mundo, la necesidad de un testimonio creíble… Francisco ya no tiene que sistematizar esas prioridades ni poner orden ante todos esos grandes problemas y desafíos, porque su predecesor ha dejado a la Iglesia el camino señalado y despejado. Ahora toca andarlo. Caminar. «Como decía Juan Pablo II, la gente quiere ver a Cristo, no basta escuchar sobre él», dice a La Stampa el cardenal Ennio Antonelli, al explicar por qué los cardenales se fijaron en alguien como Jorge Bergoglio. Es momento para la acción, y Francisco se presenta como un Papa de sencillos gestos, que todo el mundo va a comprender. La vieja Iglesia de Roma ha recuperado la sonrisa. Se ha visto sacudida por un vendaval de esperanza. Atrás quedan las oscuras semanas que siguieron a la conmoción por la renuncia de Benedicto XVI. Lo había avisado en su despedida el ahora ya Papa emérito: «Dios no deja hundir la barca y es quien la conduce». Y ahora se ha visto que era verdad.

Sin conservadores ni progresistas

Éste ha sido el primer cónclave en mucho tiempo celebrado sin sospecha alguna sobre divisiones ideológicas o doctrinales en la Iglesia. No hay conservadores y progresistas. La división que han presentado muchos medios es entre partidarios y detractores de reforma de la curia romana, pero ni siquiera en este punto hay controversia. La unanimidad con respecto a la necesidad de una reforma es abrumadora entre los cardenales. No porque haya problemas de corrupción ni el Vaticano se haya convertido en un nido de escándalos sexuales, como pretende hacer ver cierta prensa amarillista. El problema es el carrierismo, la falta de contacto pastoral de muchos curiales. Como dijo el domingo el cardenal Martínez Sistach, de Barcelona, hay que «superar toda tendencia a vivir nuestro ministerio con un actitud de funcionariado. El peligro de división para la Iglesia no está ya en las disputas entre facciones con distintas sensibilidades en Occidente. La mayoría secularizada en estas sociedades se muere de risa mientras contempla esas rencillas entre bandos que, desde su perspectiva, se parecen como dos gotas de agua. Es entre el norte y el sur donde hacía falta tender puentes. En Iberoamérica, en África, en muchos territorios de misión se percibe que Roma está demasiado lejos. No es una cuestión doctrinal, sino emocional. Ahora la Iglesia tiene un Papa del sur que tenderá ese puente. La primavera romana es la primavera de toda la Iglesia.