Los escándalos y la santidad común - Alfa y Omega

Produce amargura comprobar que la fidelidad decae y se convierte en traición; y produce algo más, un punto de repugnancia invencible, que el mal se trate de recubrir con la capa de la intención justiciera. Más aún cuando esto sucede en la Iglesia. Ahora que se habla de un nuevo Vatileaks, hay que recordar a Joseph Ratzinger en La sal de la tierra, cuando decía que Dios ha corrido un gran riesgo al hacer pasar su obra de salvación a través de hombres y mujeres llenos de debilidades, como nosotros. Sí, un gran riesgo.

Pero si lo que se refiere a monseñor Ángel Vallejo, arrestado por la gendarmería vaticana bajo la acusación de robo y filtración de documentos reservados, produce incomprensión y dolor, el caso de los periodistas Fittipaldi y Nuzzi raya lo grotesco. Escuchar a estos personajes habituales en la demolición de la imagen pública de la Iglesia, convertidos en una suerte de savonarolas, abanderados de la pobreza evangélica, la purificación eclesial y el socorro al Papa, es algo que conviene hacer arrellanados en un buen sillón y con un vaso de whisky en la mano. No es que en sus respectivos libelos no haya datos y documentos veraces (se los ha hecho llegar quien habría debido custodiarlos) sino que con esos elementos ellos dibujan un paisaje de horror, el reino de la confusión y de la trapacería. El Vaticano, como cualquier obra humana, arrastra muchos defectos y pecados, pero cualquiera que lo conozca sabe que no es la casa de latrocinio que dibujan estos avispados vendedores de basura mediática.

No es por ingenuidad ni por encargo si digo que las explicaciones del padre Lombardi me parecen rigurosas, exhaustivas, serenas y mucho más creíbles que las bombas fétidas de estos sujetos a los que el secretario de la CEI, Nuncio Galantino, describe a la perfección: «dicen cretinadas, no se ayuda a alguien apuñalándolo por la espalda». Pero vayamos a lo que dice Lombardi.

En primer lugar se trata de informaciones que ya eran conocidas, porque proceden de documentos producidos por la propia Comisión puesta en marcha por el Papa para estudiar la mejora de los procedimientos económicos y administrativos de la Santa Sede. No es que 007 haya descubierto atroces secretos vaticanos, es que la propia institución estudiaba sus lagunas y problemas para buscar soluciones. Lombardi añade que los bienes que pertenecen a la Santa Sede, tomados en conjunto, se presentan como ingentes, pero en realidad tienen la finalidad de sostener en el tiempo actividades de servicio amplísimas gestionadas por la Santa Sede o instituciones conectadas, tanto en Roma como en las distintas partes del mundo.

Uno de los «escándalos» supuestamente desvelados por Nuzzi y compañía se refiere al Óbolo de San Pedro. Lombardi explica que sus destinos son varios, también dependiendo de las situaciones, a juicio del Santo Padre. Las obras de caridad del Papa para los pobres son ciertamente una de las finalidades esenciales, pero nadie ha dicho que ese dinero enviado por los fieles desde todas las diócesis del mundo no pueda emplearse en sostener, por ejemplo, la Curia Romana (que es un instrumento de servicio), los medios de comunicación, o las 180 representaciones pontificias esparcidas por el mundo. Todo ello forma parte del servicio a la misión del Papa.

Dice Lombardi que a lo largo del tiempo estas temáticas retornan periódicamente, pero son siempre ocasión de curiosidad o de polémica… mientras que sería necesario tener seriedad para profundizar en las situaciones y los problemas específicos. ¡Mira que exige el portavoz vaticano! Los libros que ahora recorren los platós de las televisiones de medio mundo buscan crear la impresión de un reino permanente de la confusión, de la no transparencia, más aún, de la persecución de intereses particulares o incorrectos (¿cómo se les ocurrirá esto a ellos?).

Sin embargo, «la reorganización de los Dicasterios económicos, el nombramiento del Revisor General, el funcionamiento regular de las instituciones competentes para el control de las actividades económicas y financieras, etc., son una realidad objetiva e incontrovertible». En fin, Lombardi concluye diciendo que «el camino de la buena administración, de la corrección y de la transparencia, continúa y procede sin incertidumbres», como es evidentemente la voluntad del Papa Francisco… y señala que no faltan en el Vaticano personas que colaboran con plena lealtad y con todas sus fuerzas en ese empeño.

Toda esta historia me ha traído a la memoria una homilía de Francisco en Santa Marta, en la que afirmó que «la Iglesia no se derrumba porque hoy, como siempre, hay mucha santidad cotidiana: hay muchas mujeres y hombre que viven la fe en la vida de cada día. Y la santidad es más fuerte que los escándalos». Y después de lo dicho al principio, pienso que quizás no deberían sorprendernos tanto el mal y la traición, ligadas a nuestra debilidad humana. Lo que verdaderamente debería sorprendernos, una y otra vez, es que siga brotando esa que Francisco llama «santidad del pueblo de Dios paciente, la santidad común» que tanto abunda (también en el Vaticano, por cierto) aunque no nos demos cuenta. Por eso, pese a quien pese, la Iglesia no se derrumba.

José Luis Restán / Páginas Digital