Sobre el origen de la religión - Alfa y Omega

Nuestra sociedad posmoderna al dejar de creer en Dios tiene que buscar un origen no solo para las ideas religiosas, sino para la religión misma. Pero se encuentra con que la religión es un hecho tozudo, que no desaparece fácilmente. Por ello –inconscientemente se piensa– es necesario encontrar su origen, y cuando se encuentre, se podrá dar por liquidada.

Si revisamos históricamente las respuestas que se han dado al origen de la religión, encontraremos un abanico de explicaciones, que van desde una proyección de la mente humana que crea a un Dios para explicar lo que no puede explicar, hasta la tesis marxista de que la religión es el opio de un pueblo oprimido. No vamos a entrar en detalle en las tesis de Freud, quien pone el origen de la religión en un parricidio o en otras explicaciones darwinianas. Quien esté interesado puede leer Dios. Una breve historia del Eterno, el gran libro de Manfred Lütz, quien con sentido del humor va analizando a un gran número de autores que han tratado este tema.

Las explicaciones modernas del hecho religioso tienen una base común: serán las ciencias las que expliquen el origen de la religión, bien sean la arqueología, la antropología cultural, la psicología… No nos debe por tanto extrañar que la respuestas estén incluidas en las premisas que se ponen: como el método niega la trascendencia, el resultado de la investigación negará un origen trascendente de la religión. Quienes investigan estos temas quizá proyecten su falta de fe en sus estudios. Por afirmar esto no negamos que haya elementos muy valiosos en estas ciencias que nos pueden ayudar a entender y vivir la religión. Solo queremos afirmar que, detrás de esta búsqueda, hay una cuestión metafísica que está más allá de las ciencias empíricas.

Este método es una forma moderna de las antiguas tesis que Kant dejó escritas al explicar la Ilustración a un clérigo alemán. Kant le invitó a atreverse a someter todo al juicio de la razón. El hombre infantil, razonaba así, se fía del argumento de autoridad; cree algo por la autoridad que tiene quien lo enseña; pero el hombre ilustrado, hombre adulto, todo lo somete al juicio de la razón. Por tanto, le decía al clérigo: «Sapere aude», (Atrévete a saber). Este es el Espíritu de la Ilustración. También la fe debe estar sometida al juicio de la razón.

Quizá sea verdad

El problema de la razón ilustrada es la cerrazón en sí misma; si se toma en serio la tesis de solo razón, y todo ha de ser sometido al juicio de la razón, pronto nos encontraremos con un límite: que la razón no podrá justificarse a sí misma. El ejemplo de explicar la religión partiendo de unas premisas racionalistas es un ejemplo apabullante de un razonamiento que no prueba nada porque las conclusiones están incluidas en las premisas. Es necesario despejar algunas variables antes de querer buscar un origen al hecho religioso: la cuestión de la existencia de Dios, de su cognoscibilidad y de su revelación al hombre. Estos son grandes problemas metafísicos que no pueden ser soslayados por un racionalismo fácil.

El creyente que se toma en serio la fe y la razón sabe que salir de un racionalismo cerrado en sí mismo es una opción racional madura, y quien la toma sin caer en el fideísmo no puede ser acusado de tener una mentalidad infantil o ser –intelectualmente hablando– un inmaduro. Viene a mi cabeza el cuento jasídico de Martin Buber que Joseph Ratzinger cita al principio de Introducción al cristianismo: un racionalista ateo fue a visitar al viejo rabino para desafiarle con sus argumentos en contra de la existencia de Dios; al llegar a su despacho en la sinagoga se encontró al viejo rabino cavilando, paseando de un lado al otro de la habitación repitiendo y meditando una frase: «Quizá sea verdad […] yo no puedo poner a Dios y a su reino sobre el tapete de la mesa. Pero piensa en esto: quizá sea verdad…». Las seguridades del racionalista cayeron en ese momento por tierra, al toparse con los límites de su razón.

Conocer racionalmente la existencia de Dios no está reservado a oscuros pensadores; solo hace falta sentido común (la mejor metafísica) para llegar a ella. Sentido común unido a la honestidad de querer afrontar y reconocer la existencia de un ser superior al que debemos la vida, y del cual dependemos. Quizá sea este el problema detrás de algunas de las negaciones de Dios, sin que excluyamos las personas que niegan a Dios por el escándalo que le produce el mal en el mundo o el comportamiento de quienes deberíamos revelar más que velar con nuestras vidas el rostro de Dios.

Este sentido común lo podemos poner en el siguiente razonamiento que debo a uno de los profesores que me enseñaron filosofía. El padre Carlos Valverde SJ, gran persona, consciente de la cercanía de su muerte, razonó de esta manera: «Si existe algo, existe alguien; si es alguien (esto es, es persona y no cosa), es amor; y si es amor, yo vivo para siempre.

No digamos, desde nuestra soberbia intelectual, que el hombre primitivo o el hombre religioso era un ignorante. Si se piensa fríamente hay mucha metafísica –nada obvia, por cierto– en las religiones primitivas.

Javier Igea
Sacerdote y astrofísico