San Karol - Alfa y Omega

San Karol

«Santo Padre: estoy muy preocupada por la salud de Su Santidad…». Sor Tobiana, la religiosa enfermera que cuidaba del Papa Juan Pablo II lo vio tan mal aquella tarde, pocos días antes de su muerte, que sintió la necesidad de decírselo. Y Juan Pablo II, con un hilo de voz, le respondió: «Yo también, Hermana. Yo también estoy muy preocupado por la salud de mi santidad». La anécdota lo dice todo, cuando la Iglesia va a reconocer la santidad de Karol Joseph Wojtyla

Miguel Ángel Velasco
Juan Pablo II en su primera visita a España, a la que tanto amó

A las 15:30 horas del sábado 2 de abril de 2005, Juan Pablo II susurró a sor Tobiana: «Dejadme ir con el Señor». Nueve años después —aunque no tenemos perspectiva histórica suficiente para calibrar los quilates de su grandeza—, Juan Pablo II es una presencia viva en la Iglesia y en el mundo. Aquel titán de entresiglos, como le definió don Antonio Montero, avanzado en lo social, de Magisterio firme y seguro, sin asomo de fundamentalismo, tozudo en la apertura ecuménica y en la búsqueda de la unidad, fustigador inflexible de los totalitarismos, fue un líder espiritual gigantesco en un tiempo -el que le tocó vivir- de tsunami moral y cultural; y con tenacidad conmovedora confirmó a sus hermanos en la fe, en la esperanza y en la caridad. Vivió lo que creía y, por eso, el pueblo de Dios le aclamó Santo súbito, el mismo día de su entierro en la basílica de San Pedro. Por eso también, sigue siendo una presencia viva en la Iglesia y en el mundo, años después de su fulgurante y largo pontificado, de aliento histórico.

Resulta curioso e interesante echar un vistazo a lo que se escribió aquellos días sobre Juan Pablo II. Ignacio Camacho firmaba, en ABC, un artículo en el que se lee: «Éste era un Papa; nunca tendréis otro como él». Y Jaime Capmany lo llamó «el Papa de hierro, líder espiritual del siglo XX, Wojtyla el Magno». Lo cierto es que, de la nueva evangelización a la misericordia, de la teología del cuerpo a la pedagogía de la ternura, todo estaba ya en su prodigioso Magisterio. Su No tengáis miedo fue un programa y un desafío, y también una auténtica profecía, como lo de Santo subito. Fue Papa en el siglo XX, pero metió a la Iglesia de lleno en el tercer milenio y, a veces, a duras penas, hizo no sólo oír, sino escuchar al Concilio; también a la Iglesia del silencio, que dijo que no existía, porque hablaba por su boca. Hizo deslumbrantemente visible a la Iglesia y afrontó evangélicamente la madre de todas las crisis, la crisis de la fe del mundo moderno, convirtiéndose para siempre en un referente gozosamente ineludible y de impresionante fecundidad.

Pasó del Papado romano, al Papado universal. Sacudió la rutina de la Curia. Exigió el respeto a la vida con voz poderosa, desenmascaró las contradicciones que hicieron caer al comunismo, el muro de Berlín y otros muros mucho más trascendentales que el de Berlín; en Iberoamérica, fustigó a las dictaduras; en Norteamérica, al capitalismo y al individualismo; le dio al socialismo una clamorosa pasada por la izquierda proclamando, en su primer viaje como Papa, en México, la hipoteca social de la propiedad privada; en África, condenó la miseria, que es la podredumbre de la pobreza; en Medio Oriente, condenó la violencia; en Asia, la indiferencia, y en Oceanía y siempre, la mal llamada cultura de la muerte, desde el Evangelio de la verdad y de la libertad, de la vida sin reducciones ideológicas ni rebajas mediáticas. Y a Europa —hoy tierra de misión quizás como ninguna otra— le reclamó: «Vuelve a tus raíces».

Guardián inflexible del intocable depósito de la fe que le fue confiado —la justicia de Dios es tan divina como su divina misericordia—, fue un comunicador fabuloso, a la escucha permanente de Dios; nos enseñó a querer a la Madre de Dios y a confiar en ella; sacerdote y místico rezador; y su mejor encíclica fue la de la aceptación de la Cruz, la del sufrimiento vivido y testimoniado en sus últimos años. Supo suscitar el entusiasmo de los jóvenes por Cristo, a través de las Jornadas Mundiales de la Juventud, y escribió en su El taller del orfebre, que «los hombres necesitan ternura». Nos dejó, como testamento, su convicción plena de que excluir a Cristo de la Historia es un acto contra el hombre, y de que el mundo —que fue su aula y su parroquia—, cansado de ideologías, necesita la sacudida y el escándalo y el esplendor de la verdad, porque, si se pierde el sentido de Dios, se pierde el sentido del hombre y de su dignidad. Y porque «el derecho de Dios y el de los hombres no se puede oponer, ya que toda deformación de la verdad es un atentado contra la libertad». Nos dejó su corazón; ¡qué menos que se lo agradezcamos con el nuestro!

…y todo ello con humor, con buen humor, con alegría verdadera, lo que hizo de él un insuperable comunicador, creíble, de la verdad.

Pocos meses antes de irse a la Casa del Padre, muy maltrecho ya físicamente, recibió a un joven obispo que, al verle tan mal, le dijo:

—«Santo Padre siento que sea la última vez que le veo».

A lo que el Papa replicó inmediatamente:

—«¿Qué le pasa, está usted enfermo?».