Corrupción no es lo mismo que pecado - Alfa y Omega

Corrupción no es lo mismo que pecado

Es hermoso reconocerse pecador, pero «el corrupto tiene pinta de yo no he sido y cara de angelito». Es la reflexión que se hacía el entonces arzobispo de Buenos Aires: «Pecador sí, corrupto, no». Éste es un amplio extracto traducido del libro Guarire la corruzione, publicado en Italia por la editorial EMI. En España, Publicaciones Claretianas lo publicará con el título Corrupción y pecado

Papa Francisco
Conciliábulo de fariseos (detalle), de Jacobo di Paolo, en la Pinacoteca de Bolonia.

El problema de la corrupción aparece frecuentemente, casi constantemente, como una de las realidades habituales de la vida. Se habla de persones e instituciones aparentemente corrompidas, que han entrado en un proceso de descomposición y han perdido su consistencia, su capacidad de ser, de crecer, de tender hacia la plenitud, de servir a la sociedad entera. No es una novedad: desde que el hombre es hombre, siempre se ha dado este fenómeno que, obviamente, es un proceso de muerte: cuando la vida muere, hay corrupción. Es suficientemente conocido que se identifica corrupción con pecado. En realidad, no es exactamente así. Situación de pecado y estado de corrupción son dos realidades distintas, aunque íntimamente ligadas entre sí. Sabemos que somos todos pecadores, pero la novedad que fue inoculada en el imaginario colectivo está en que la corrupción parece formar parte de la vida normal de una sociedad, es una dimensión denunciada y, sin embargo, aceptada en la convivencia social. No voy a alargarme con ejemplos: los periódicos están llenos de ellos.

No podemos hacer como que no vemos el problema. Nos hará mucho bien reflexionar juntos sobre él, y también sobre su relación con el pecado. Nos hará bien sacudirnos el alma con la fuerza profética del Evangelio, que nos coloca en la verdad de las cosas, al eliminar el pretexto de que la debilidad humana, junto con la complicidad, crea el humus propicio a la corrupción. Nos hará mucho bien aprender, a la luz de la Palabra de Dios, a discernir las diversas situaciones de corrupción que nos rodean y nos amenazan con sus seducciones. Nos hará bien volver a repetirnos unos a otros: ¡Pecador sí, corrupto no!, y a decirlo con temor, para que no nos suceda que aceptemos el estado de corrupción como si sólo fuera un pecado más.

Pecador, sí. ¡Qué hermoso es poder oír y decir esto, y al mismo tiempo sumergirnos en la misericordia del Padre que nos ama y nos espera en todo momento. Pecador, sí. Tal como Jesús nos enseña en las palabras del Hijo Pródigo: He pecado contra el cielo y contra ti, y luego no supo seguir hablando porque se quedó mudo por el cálido abrazo del Padre que lo acogía.

¡Pero qué difícil es que el vigor profético limpie un corazón corrompido! Está de tal manera enrocado en la satisfacción de su autosuficiencia, que ni siquiera se permite ponerlo en duda. Se siente feliz y a sus anchas, como aquel hombre que proyectaba la construcción de nuevos graneros, y si la cosa se pone fea, se las sabe todas para salir a flote, como hizo el administrador corrompido que se anticipó a la filosofía de los habitantes de Buenos Aires del idiota el que no lo haga. El corrupto se ha construido una autoestima que se basa exactamente en este tipo de actitudes fraudulentas: se pasa la vida en medio de los atajos del oportunismo, a costa de su propia dignidad y de la de los demás. El corrupto tiene pinta de yo no he sido y cara de angelito, como decía mi abuela. Merecería un doctorado honoris causa en cosmética social. Y lo peor es que acaba por creérselo. ¡Qué difícil es que allí dentro pueda entrar la profecía! Por eso, aunque digamos ¡Pecador, sí!, gritamos con fuerza: ¡Pero corrupto, no!

Cardenal Jorge Mario Bergoglio