Despedida de un bebé - Alfa y Omega

Enterrar a los muertos es una de las obras corporales señaladas en la tradición de la Iglesia. El difunto queda reducido a su pobreza más radical. San Francisco de Sales subrayaba que «acompañar y rezar por los muertos es uno de los mayores actos de caridad hacia el prójimo». Hace unos días, se me acercó una mujer en el pasillo del tanatorio y me dijo: «Por favor, pase a la sala 24 e intente consolar a mis sobrinos, que velan el cadáver de su niño de cuatro meses».

Me hice presente e intenté acompañar su dolor con estas palabras. «Queridos todos. Hacemos un gran abrazo para sentir con un solo corazón al compás del vuestro, en memoria de vuestro pequeño, con un paso tan leve entre vosotros, un vuelo tan rápido, que apenas ha dado tiempo a decirle hola y adiós. De seno a seno, prematuro se adelantó para nacer y se ha adelantado para pasar al seno cálido de Dios. Vosotros seguís pronunciando su nombre; se os queda grabado su rostro en el alma, en el corazón. Lo mismo le ocurre a Dios. A la mamá le ha tocado un doble parto doloroso: la criatura, que se resistió a abandonar el seno hacia la realidad humana, afronta un nuevo nacimiento hacia el misterio de Dios, apenas presentido y habitado por el Resucitado. Padre amoroso, te necesitamos. Hoy nos sentimos totalmente desvalidos. Te rogamos que permanezcas siempre con nosotros. Quedaos con esta convicción esperanzada: “Los niños de Dios serán luminosos, irán a la luz plena, a la alegría eterna, al perpetuo regocijo”».

Al final, los padres y abuelos expresaban, con un emocionado abrazo, su inmensa gratitud por este mensaje esperanzador.