Nos quería, nos quiere, y le queremos - Alfa y Omega

Nos quería, nos quiere, y le queremos

Domingo 1 de mayo, fiesta de la Divina Misericordia. 10:37 horas: «Nos, acogiendo el deseo de nuestro hermano cardenal Agostino Vallini, nuestro Vicario General para la diócesis de Roma, de muchos otros hermanos en el episcopado y de muchos fieles, después de haber escuchado el parecer de la Congregación de las Causas de los Santos, concedemos con nuestra Autoridad Apostólica que el Venerable Siervo de Dios Juan Pablo II, Papa, de ahora en adelante sea llamado Beato y que se pueda celebrar su fiesta en los lugares y según las reglas establecidas por el Derecho, cada año el 22 de octubre. En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo»

Miguel Ángel Velasco

Un inmenso, prolongado aplauso, estalla en la Plaza de San Pedro y se va extendiendo como una ola por la Via della Conciliazione hasta el Castel Sant’Angelo, hasta los puentes del Tíber, urbi et orbi. Ya Karol Wojtyla, Juan Pablo II, ha sido proclamado Bienaventurado por la Iglesia. Vuelve a estallar el aplauso irreprimible, una y otra vez; el pueblo santo de Dios no quiere dejar de aplaudir a su querido Juan Pablo II, que ya estaba, pero ahora todavía está más y para siempre, en el corazón del mundo, porque está en el corazón de cada uno de los que se apiñan en torno a la basílica de San Pedro y de los que, por radio y televisión, se unen al gozo de la Iglesia. En Roma hay, quizá, un millón de personas emocionadas, apretujadas en las calles y plazas. Han venido de todas las esquinas del mundo. Después de muchos siglos, un Papa proclama Beato a su antecesor. A Benedicto XVI se le ve feliz cuando se descorre el velo, que cubre el tapiz, que preside la logia de la basílica vaticana y toda la plaza de San Pedro. Han acertado al elegir la foto para el tapiz.

Hay una señora africana, vestida con su fascinante tocado de gala, rendida, sentada en el suelo, a la sombra de un árbol, junto al Puente de Sant’Angelo, debajo mismo de una bandera de Europa y de una pancarta en polaco que dice: Estás más que nunca con nosotros. La señora, mientras aplaude conmovida, llora serenamente; las lágrimas le corren por las mejillas y no se las limpia:

—«¿Está emocionada, señora?», le pregunto.

Entre sollozos, no acierta a decirme más que una palabra, y la repite una y otra vez: «Happy». Ha venido desde Costa de Marfil y no ha podido encontrar sitio en la Plaza. Le recuerdo el Evangelio del día, el del apóstol Tomás, al que el Señor le dice: Dichosos los que creen sin haber visto. Quizás me equivoque; quizás la señora africana, desde el santo suelo, lejos de la plaza mayor de la cristiandad, ha visto perfectamente, con los ojos con los que hay que ver realidades tan grandiosas como ésta. Se levanta y me da un abrazo. Si no se ha sido santo a lo largo de la vida, nunca se será santo.

Lo comento con un grupo de chicas españolas que gritan entusiasmadas. La Iglesia no hace santo a nadie, la Iglesia reconoce, gozosa, la santidad de una vida; la confirma…, pero conviene no olvidarlo: si no se ha sido santo a lo largo de la vida, como lo fue Juan Pablo II, nunca se será santo. Ésta es, quiere ser al menos, la crónica de dos días inolvidables en la Roma eterna; pero para hacer las cosas bien y, contado ya lo esencial, conviene comenzar por el principio, dar marcha atrás a la moviola de estas dos jornadas prodigiosas, aunque sólo sea a base de flashes, de pinceladas.

Viernes 29 de abril, 16:30 horas. Aeropuerto romano de Fiumicino

Dos carteles gigantescos, con la cara sonriente de Juan Pablo II: Me habéis llamado y he venido hasta vosotros y os doy las gracias; el otro, en dialecto romano: Damose da fa. Semo romani (Manos a la obra. Somos romanos). Por toda la ciudad, gigantografías para un gigante de la fe y de la esperanza: carteles, escaparates, periódicos. En la columnata de Bernini, sus palabras inolvidable: Spalancate le porte a Cristo (Abrid de par en par las puertas a Cristo). Son de su prodigioso discurso del ¡No tengáis miedo!, el primer día de su pontificado, y se han convertido, para siempre, en el lema y en la síntesis mejor de sus 27 años de servicio en la Cátedra de Pedro. El polaco sucesor del pescador de Galilea tenía necesidad de gritarle a este mundo ¡No tengas miedo!, y añadía algo que se cita menos, pero que fue el compendio de su vida, y por eso la Iglesia le ha reconocido como Bienaventurado: Cristo sabe lo que hay en el corazón de cada hombre. Sólo Él lo sabe.

Mientras tanto, en el Vaticano, la tumba de Karol Wojtyla, en la cripta de la basílica, ya ha sido abierta, y sus restos mortales pasarán la noche y los dos días siguientes, frente a la tumba de Pedro; su fiel secretario, el cardenal de Cracovia, y el cardenal Bertone, Secretario de Estado, han besado el triple ataúd. Conmueve ver la cara de los obreros que sacaban el féretro del lugar al que han acudido, desde que murió, millones de seres humanos de todo el mundo, cientos de miles de jóvenes con sus mochilas que se arrodillaban a rezar, sin prisa, ante su tumba. Ahora lo podrán hacer arriba, en la basílica, bajo el altar de la Capilla de San Sebastián, entrando a la derecha, entre la Capilla de La Pietá de Miguel Ángel y la Capilla del Santísimo, ¿dónde iba a ser?, justamente entre esas dos capillas, las de sus dos grandes amores, el Señor y la Señora, es su sitio exacto, para siempre, hasta el día de la Resurrección.

Riadas de peregrinos en la Via della Conciliazione.

Fascinaba Juan Pablo II por todo lo que hacía y por cómo lo hacía; pero desde ahora fascina por algo más, y más importante todavía: por qué lo hacía. Alguna vez alguien que le conocía bien comentó que, para saber de veras quién era, quién es Juan Pablo II, había que mirarle desde dentro. Si alguien quiere conocer las claves profundas de la santidad que la Iglesia ha reconocido a Juan Pablo II, tiene que leer entera la homilía que su sucesor Benedicto XVI pronunció el domingo, en la Misa de beatificación —en este mismo número de Alfa y Omega el lector puede encontrar el texto íntegro—.

Sábado 30 de abril, Circo Máximo. Roma, desde las 20 horas hasta el alba

El Circo Máximo de Roma está en el corazón de la Ciudad Eterna, mucho más para los cientos de miles de fieles que se reunieron en la Vigilia de la beatificación. Se escucharon frases lapidarias: El sufrimiento pertenece a la vida del hombre, no hay que esconderlo. No era necesario creer en Dios para amar a este Papa. Nos quería y le queremos. Un momento fuerte de la Vigilia fue cuando don Stanislao, cardenal arzobispo de Cracovia, hizo vibrar a todos con estas palabras: «Lo siento aquí presente, entre nosotros». El cardenal Vallini definió perfectamente el encuentro: «La alegría de vivir una gran experiencia de gracia y de luz». Joaquín Navarro-Valls habló de Juan Pablo II como comunicador creíble de la verdad. Todos los dolores del mundo, dijo, llegaban a él, y nutrió su oración con las necesidades de los demás. Él supo llegar al alma de cada ser humano porque supo decir a cada uno Te quiero como Dios te quiere; veía en toda persona la imagen de Dios, y ésa fue la obra maestra de su vida y de su santidad, por la que debemos darle las gracias. El testimonio de sor Maria Simon Pierre, curada del parkinson milagrosamente, por la intercesión de Juan Pablo II, emocionó profundamente a los reunidos en el Circo Máximo, en el que tantos cristianos dieron su vida por Cristo.

Don Stanislao recordó cómo el Presidente italiano Pertini, socialista, amigo de Juan Pablo II, le decía: «Gracias a él, yo soy cristiano», y contó también la impresión que le causó que, al principio de su pontificado, todos hablaban en Roma del Papa polaco, pero, al poco tiempo, todos hablaban de nuestro Papa.

Benedicto XVI reza ante los restos mortales de su predecesor, recién beatificado.

Darse una vuelta, el sábado y el domingo, por las basílicas y las iglesias romanas era vivir la comunión en la fe como pocas veces. Entrabas en la Chiesa Nuova y escuchabas a don Jesús Higueras hablarles, conmovido, a los jóvenes de la parroquia madrileña de Caná que habían pasado la noche en el autobús; entrabas en la iglesia del Gesú y veías a los peregrinos de la diócesis de Astorga, con la bandera de España en el altar; entrabas, la tarde del sábado, en la basílica de San Lorenzo in Damaso, iglesia titular del cardenal Rouco en la Ciudad Eterna, y allí estaban los madrileños escuchando la homilía del cardenal —que el lector puede encontrar también en estas páginas—, con acentos de emoción contenida a duras penas: «Todos necesitamos ser amados, curados, comprendidos; todos necesitamos que tengan misericordia de nosotros», decía el cardenal Rouco, para añadir lapidariamente: «Cuando no se ama misericordiosamente, no se ama. Puede parecer que se ama, pero no se ama de verdad». Y concluía: «Juan Pablo II fue un testigo del amor misericordioso de Jesucristo».

Toda la ciudad era como una inmensa catedral, que celebraba gozosamente la exaltación definitiva de este testigo maravilloso de la resurrección de Cristo que fue Karol Wojtyla. Es lo mismo que hacían las pancartas en todos los idiomas: Karol, we are with you; you walk with us.

Al alba del domingo, fiesta de la Divina Misericordia, muy de madrugada, la policía abrió la entrada a la Plaza de San Pedro. La primera en entrar fue una joven religiosa que había llegado desde la India, y que, naturalmente, había dormido —es un decir—, en el santo suelo, a la espera de poder coger un sitio y estar cerca de quien supo estar tan cerca de todos.

Tal vez sea éste el momento de consignar, en este diario de dos jornadas inolvidables, un pensamiento de fondo que leí en Roma y conviene no olvidar: un santo no es un divo, no es un ídolo cinematográfico. La vida no es un espectáculo, ni un show. Un santo no es un hombre de éxito. Los cristianos lo sabemos: sabemos que hay una diferencia entre las cosas del mundo y las cosas del cielo, que, por cierto, no son más que las cosas de la tierra, pero vividas de verdad. Los santos -no hacía falta demostrarlo, pero, por si acaso, ahí está Karol Wojtyla para certificarlo- no son gente meliflua tocando el arpa celestial y con una aureola en la cabeza. No. Son gente como usted y yo, con los pies muy en el suelo, y eso sí, la cabeza y el corazón muy en el cielo; de modo que conviene que quede claro que la beatificación de Juan Pablo II no fue la apoteosis de un divo muerto, sino la constatación de la fe, de la esperanza y de la caridad de un ser humano vivo que nos puede servir de ejemplo para curar nuestras heridas de la vida, para saber vivir la alegría de ser cristiano, convencido de que amor se escribe con h de humor. Por favor, échenle un vistazo a la sonrisa de Juan Pablo II en el tapiz de su beatificación. Sobran las palabras, esa sonrisa lo dice todo.

El Papa besa la reliquia de Juan Pablo II.

Domingo 1 de mayo. Basílica de San Pedro. 4:30 horas de la tarde

Un río inacabable de seres humanos pasan a venerar los restos mortales del nuevo Beato. El ataúd ha sido colocado en el mismo sitio en que lo fue el día que pasó a la vida verdadera y definitiva. Un piquete de guardias suizos rinde honores. Obispos se mezclan con niños, abuelos con hijos y nietos, familias enteras con los críos a hombros de los padres, monjas africanas, sacerdotes, jóvenes con sus mochilas…, todo el río querido de la vida que Karol Wojtyla tanto amó, pasa en esta fiesta de la Misericordia a rendirle su personal tributo de gratitud y de admiración. Se hace inevitable apartarse hacia un rincón, en este caso de prensa, y caer de rodillas. Vienen a la memoria, inevitablemente, cientos de recuerdos imborrables. Aquel primer día de su pontificado en que fui a felicitarle, en nombre de los corresponsales de habla española, y cuando le dije que era de España, empezó a hablarme de su san Juan de la Cruz y de su santa Teresa de Jesús, y me dijo, su fuerte mano en mis hombros y su mirada azul penetrante y fija en la mía: «España y Polonia son el anverso y el reverso de la misma moneda». O aquel otro día, la última vez que tuve el privilegio de saludarle todavía vivo, cuando Alfa y Omega cumplía sus primeros 10 años. Había pensado decirle tantas cosas; pero tantas… Me arrodillé ante él, besé su mano temblorosa, y sólo pude decirle: «Gracias por su vida, Santo Padre…».

Se lo he vuelto a decir en esta tarde de domingo, gozosa, poco antes de volver a Madrid. He pensado qué frase podría ir en la portada de este número de Alfa y Omega, y sólo se me ha ocurrido una, la que va: Juan Pablo II, en el corazón del mundo.