Mi segunda primera Navidad - Alfa y Omega

Mi segunda primera Navidad

¿Se puede vivir la Navidad con fe cuando se duerme en la calle? ¿Y tras entrar en prisión? ¿Y pasar de ser el «rey de la noche» a adorar a Jesús Eucaristía en el pesebre? Alfa y Omega ofrece a sus lectores un relato navideño tejido con historias reales, para celebrar el 1 de enero: el Enmanuel, Dios-con-nosotros

José Antonio Méndez
Foto: Archivo personal de Brad Waters

Incorporado sobre su mesa de vidrio, con los codos arrugando un montón de folios desordenados y un nudo en la garganta, Abraham Santamaría hablaba consigo mismo en voz alta.

– ¿Cuándo ha empezado esta angustia? ¿Cuándo?

Las manos con las que a diario bosquejaba sus diseños publicitarios estaban ahora sudorosas, con las palmas abiertas oprimiendo sus ojos cerrados.

– ¿Es el estrés? ¿O son estas facturas y estas deudas? No, Abby, no. Vas mal, pero no es eso…

Desde que le echaron de la agencia con un ERE, él había sido uno de los pocos publicistas que había logrado establecerse por su cuenta. Las facturas se acumulaban, pero siempre aparecía un cliente cuando el agua estaba a punto de llegar al cuello.

– En casa va todo bien, más o menos. Con nuestras cosas, pero ya quisieran muchos tenerla a ella al lado. Y las niñas no pueden ser más ricas…

«Ella» era Ana, su mujer desde hacía cinco años, y las niñas, sus hijas Sarai y Vera, de 4 y 2 años. Las tres estaban ahora en un centro comercial, ultimando las compras para la cena con que esa noche iban a despedir el año viejo.

Abraham alzó la cabeza con pesar y se quedó mirando un cirio blanquísimo que tenía sobre la mesa. Una sombra de culpabilidad le cubrió el rostro.

– ¿Cómo puedo haber olvidado… aquello?

Hacía siete años, en la tarde de Nochebuena de 2008, Abraham Santamaría, Abby para sus amigos, había tenido una experiencia que le había cambiado la vida. Algo que podría describirse como una revelación, aunque también como una alucinación por exceso de alcohol: dos tipos de negro, que se presentaron como Gabriel y Rafael, iluminaron de forma misteriosa los errores de su vida, lo trasladaron hasta los hogares de varias familias cristianas, y lo situaron en una miserable cueva de Belén ante la Sagrada Familia. Y él había vuelto a la fe.

La historia parecía tan estrambótica que se había permitido relatarla a modo de cuento en un semanario del Obispado de Madrid, aunque los detalles íntimos solo se los había contado a Ana poco antes de la boda, y a Rubén, un sacerdote a quien conoció al día siguiente de tan particular visita. El cirio blanco que ahora miraba sobre su mesa era el recordatorio de que aquello había ocurrido de verdad.

– Dime, Jesús: ¿por qué ya no siento alegría al pensar en Ti? Como esa primera vez… –masculló.

Tres mamporros en el marco de la puerta lo sacaron de su abstracción.

Foto: José Antonio Méndez
Foto: José Antonio Méndez

Holabuenassss.–dijo una voz grave y fluida.

Frente a él, un gigantón de enormes brazos y ajustada camisa blanca lo miraba sonriendo.

– Soy Miguel –dijo avanzando–. Y como sé que conoces a Rafa y a Gabriel, me ahorro circunloquios. Tengo mucho trabajo y vengo a espabilarte.

El chasquido de la colleja que el recién llegado propinó a Abraham resonó en toda la habitación.

– Mira majo, te quiero mucho, pero deja de mirarte a ti mismo todo el tiempo. Y mira a tu alrededor.

Aturdido y perplejo, el publicista giró la cabeza hacia el lugar al que apuntaba el brazo del gigantón, que le pareció el remo de una trainera. Donde antes estaba la pared de su despacho, vio las puertas del convento del Corpus Christi, en Madrid, donde una rumana cubierta de mantas sostenía un Niño Jesús.

– Se llama Lenuta –explicó Miguel.

Con un castellano ininteligible, Lenuta contaba a una feligresa de la parroquia cómo había pasado la Nochebuena: «Bien. En el parque. Como siempre. Me duele mucho la espalda. Llevo mucho sin dormir en una cama. ¿Conoce a alguien que tenga una cama para mí? En los albergues me roban. A Rumanía no puedo ir, porque mi marido está enfermo y necesita que mande dinero. Le han cortado las dos piernas. Mando poco, pero entre todos me ayudan. Soy mayor y pobre, y solo puedo estar aquí. Pero si el Señor quiere que yo esté aquí, aquí estoy contenta».

– Y de tu familia, ¿no te acuerdas? –dijo la mujer.

Los ojos de Lenuta se llenaron de lágrimas y su voz se quebró: «¡Cada día! Llevo doce años aquí y me acuerdo cada día. La primera Navidad que pasé sin ellos lloré mucho. 40 años con mi marido y estamos separados porque somos pobres… Solo Jesús me ayudó mi primera Navidad aquí. Él también es pobre. Él ayuda a los pobres. Da alegría. Pero tienes que rezar», dijo acariciando las puertas de la iglesia.

La mujer dio a Lenuta un espray de Reflex y un billete de 20 euros, y esta le besó las manos: «¡Gracias, gracias! ¡Dios me cuida! ¡Dios la bendiga!».

Cuando Abraham quiso darse cuenta, estaba de nuevo en su despacho, mirando al gigantón.

–¿Lo oyes? ¿O te lo repito? Si no tienes alegría, Él te la da. Pero tie-nes-que-re-zar –dijo Miguel mientras remarcaba cada sílaba con golpecitos en el pecho del publicista–. Es lo que te ha pasado: has dejado de rezar, has dejado de darte a los demás, y has perdido el amor primero. Melón. Y no me vengas con que las preocupaciones te tienen aturullado.

– Pero las deudas… –acertó a decir Abraham.

– …las deudas –dijo a su espalda una voz con un curiosísimo acento norteamericano– me estaban asfixiando. Yo era «el rey de la noche» sevillana, había montado el primer centro de bronceado de la ciudad, ganaba muchísima pasta, pero me lo había gastado casi todo en fiestas, en mujeres…

Foto: María Pazos Carretero

Cuando se giró para ver quién hablaba, Abraham se descubrió en un patio de Sevilla, adornado para la Navidad. Un hombre alto, Brad Waters, se apoyaba en una columna blanca mientras contaba la historia de su conversión a otro joven.

–Yo soy hijo de una protestante y un judío, pero en realidad era ateo –decía Waters–. Cuando era joven, vine para aprender español. Quería trabajar en la bolsa y ser rico, como mi abuelo. No me gustaba estudiar el idioma, pero conocí a una española que me gustó, y ese es un buen motivo para aprender castellano. En poco tiempo monté un negocio y gané mucho dinero, pero lo perdí prácticamente todo. Estaba tan desesperado que intenté suicidarme.

Abraham escuchaba el relato de Waters, y de vez en cuando sonreía por la divertida mezcla de acentos sevillano y estadounidense.

– El día que me iban a embargar el negocio, un amigo me dijo que pidiese ayuda a Cristo. Fui al Gran Poder y, por primera vez en mi vida, hablé con Dios. Le dije que sentía haber vivido así, y que si existía, me ayudase, porque estaba desesperado. A los pocos días, un acreedor que me iba a denunciar me propuso ser su socio. Y yo empecé un proceso de conversión que acabó en mi bautismo. Ahora coordino la Adoración Perpetua de Sevilla, porque ahí está Jesús. ¡El mismo de Belén! –añadió Waters.

–Hace poco hizo un Cursillo de Cristiandad… –susurró Miguel al oído de Abraham.

–Ahora he encontrado una comunidad. Creía que con todo lo que había pecado, nadie podía entenderme. Pero he descubierto que los católicos estamos llamados a convertirnos cada día, porque todos pecamos. Estos hermanos rezan por mí y están dispuestos a ayudarme. Así que, en el Año de la Misericordia, esta está siendo mi primera Navidad, en la que sé lo que supone ser Iglesia.

Abraham miró a Miguel, ya sin extrañarse de verse de nuevo en su despacho, y de nuevo trasladado a las puertas de la cárcel de Valdemoro.

Un hombre de 60 años entraba en la prisión.

–Ese es… Bueno, llamémosle A. Su nombre no es relevante. Hace unos meses él estaba ahí dentro, preso. Lo condenaron por estafa y falsificación documental. Dirigía una empresa, está casado, tiene hijos. Un hombre respetable. Que erró. Ya imaginarás los problemas que eso ha generado en su casa.

– ¿Y qué hace ahí? ¿Vuelve de permiso?

– No. Él ya ha cumplido su condena para saldar su deuda con la sociedad. Vuelve porque es voluntario de pastoral penitenciaria. Cuando ingresó en prisión estaba lejos de Dios, y se apuntó a varios grupos, entre ellos al de pastoral. Los presos se emocionan ahora cuando le escuchan relatar cómo gracias al libro Creer ¿para qué?, y a las cartas que le enviaba una monja de Burgos a la que no conocía de nada, descubrió que Dios es real, y que su nombre es Misericordia «porque juzga para corregir desde el amor, y siempre da segundas oportunidades». Y más se emocionan cuando cuenta que «la peor prisión es la del corazón, que te aísla y no te deja amar para no ser vulnerable», o que «cuando pasamos por dolor y desconcierto podemos sentirnos en brazos del Padre, consolados, perdonados», y que «si el ánimo no está para fiestas, la mejor forma de vivir la Navidad es recogerse, hacer silencio y contemplar el Nacimiento, que es como viví yo la primera Navidad en la cárcel».

Abraham bajó la mirada, sonriendo por dentro. Miguel se inclinó sobre él, y antes de volver a irse por donde había llegado, le dijo:

– Esta también puede ser tu segunda primera Navidad: Reza. Date a los demás. Pide perdón a Dios, y a los otros. Haz fiesta, o contempla en el silencio. Y, sobre todo, no dejes de mirar al Emmanuel. Dios está con nosotros. Contigo. La fe no es solo un sentimiento. Pero mirando al que es Amor, sentirás amor.