¡Qué dicha estar junto a Ti! - Alfa y Omega

¡Qué dicha estar junto a Ti!

El 24 de abril de 1614, Pablo V beatificaba a una carmelita española, muerta 30 años atrás, que había fundado 17 conventos y las dos ramas del Carmelo reformado, e incluso había sido perseguida por la Inquisición. En su llegada a los altares influyeron tres factores decisivos: la gracia de Dios; la fe del pueblo, que se había encomendado a ella; y la devoción del propio Papa, que, antes de ser cardenal, conoció sus obras providencialmente

José Antonio Méndez
Escultura de la santa, en el Cerro de los Ángeles. Foto: María Pazos Carretero

Camilo Borghese había nacido en 1550, en el seno de una familia noble italiana, que se decía emparentada con santa Catalina de Siena. Había entrado joven en la carrera eclesiástica, y su brillante formación, su carácter piadoso y su sentido común le habían hecho mantenerse al margen de las intrigas políticas de su tiempo: el colegio cardenalicio y la corte papal estaban divididos en facciones, alentadas por las disputas monárquicas entre Francia, España, Venecia y Roma…, y por Satanás, que anda siempre enredando entre los pecados de la Iglesia. Borghese, empero, había preferido centrarse en la lectura de textos legales, en el cultivo del arte y en el ejemplo de los Padres de la Iglesia. Su neutralidad le valió que, entre 1593 y 1596, el Papa Clemente VIII lo eligiese a él, de entre los cientos de eclesiásticos de Roma, para acudir a España como Legado ante Felipe II, de quien tenía que conseguir una merma en su influencia en el gobierno de la Iglesia, sin perder su apoyo al Papa. Cuando Borghese llegó a la corte española, quedó impactado por la sobriedad de El Escorial, que en nada desmerecía a la magnificencia de la Italia renacentista, y que había sido concebido para custodiar lo que Borghese más estimaba: una soberbia biblioteca con los mejores códices de Europa y de África, y un sinnúmero de reliquias de santos. Arte y fe, literatura y teología, cultura y Gracia.

En una de sus visitas al monasterio, el monarca le contó que, desde 1592, San Lorenzo contaba con una pieza extraordinaria, que él mismo había recibido de fray Luis de León, por medio su hermana, la Emperatriz de Austria. Se trataba del autógrafo manuscrito de las obras completas de Teresa de Jesús, una monja carmelita nacida en Ávila en 1515 y muerta en 1582, que atesoraba fama de santidad entre nobles y plebeyos, y que lo mismo había tratado a muleros y venteras que al mismísimo Rey en cuyo reino no se ponía el sol. Era la pieza que mejor resumía el Escorial: una obra literaria que era, a su vez, reliquia.

El reverendo Borghese sabía de las polémicas de Teresa de Jesús con la Inquisición —atizadas por las envidias de la Princesa de Éboli, ante cuyos caprichos la monja abulense no se había plegado—, y conocía la aprobación de Roma a su reforma del Carmelo. Sin embargo, la lectura de algunos fragmentos del Libro de la Vida —que Teresa había titulado Libro de las misericordias del Señor—, de Camino de Perfección —que llamó Avisos y consejos que da Teresa de Jesús a sus hermanas—, y de algunos poemas místicos, causaron un profundo impacto espiritual en el italiano. Aquella que con tal pasión y reverencia hablaba de Dios como de mi Amado, aquella que había muerto diciendo Es hora, Esposo mío, de que nos veamos y Al fin, muero hija de la Iglesia no podía ser hereje, ni necia, ni mentirosa.

A su vuelta, Clemente VIII agradeció a Borghese su gestión y lo creó cardenal. Tras la muerte del Papa, en 1605, el colegio cardenalicio eligió a León XI, que falleció a las pocas semanas, y el cardenal Borghese fue elegido como 233º sucesor de Pedro con el nombre de Pablo V. Nueve años después, en 1614, llegó a Roma una petición de la Iglesia española: elevar a los altares a Teresa de Jesús. Quizás otro Papa se hubiese negado por la peregrina razón de que las relaciones con la España de Felipe III se habían deteriorado mucho, pero la Providencia había dispuesto bien sus bazas y el Papa no tuvo reparo en dejar de lado las cuestiones mundanas para atender a la petición que su propio corazón deseaba. Y es que en España, el pueblo fiel, ajeno a los vaivenes de la clerigalla política, llevaba más de 30 años encomendándose a la mística abulense para pedir el favor de Dios, y por su Gracia había obtenido incontables gracias y milagros; las clases altas habían leído sus obras —un best-seller del barroco, incluso con copias pirata—; el vulgo había escuchado y seguido sus consejos sobre la oración a través de los sermones dominicales; y niños, viejos, mujeres y hombres habían memorizado sus poemas sobre la Cruz, el dolor y el amor de Dios, como aquel en el que expresaba su deseo de vivir en Dios, ya en el cielo, para siempre: ¡Qué dicha, mi Amado, / estar junto a Ti! / Ansiosa de verte/ deseo morir. Así, el 24 de abril de hace 400 años, Pablo V declaró Beata a la abulense, que sólo 8 años después, el mismo día, sería proclamada santa por Gregorio XV.

Hoy, Ávila y Alba de Tormes conmemoran la efeméride con Misas de Acción de Gracias, conciertos de campanas y otros actos religiosos, en vísperas del V Centenario de su nacimiento. Sin embargo, quizá la mejor conmemoración en tiempo de Pascua, sea repetir su particular versión del fiat: ¿Qué mandáis hacer de mí?