Propuesta cristiana sobre la muerte - Alfa y Omega

Propuesta cristiana sobre la muerte

«La muerte no es el final definitivo. La muerte es el paso a la plenitud de la vida verdadera… Cuando estos días vayamos al cementerio, no dejemos de hacer un acto de profunda comunión con nuestros seres queridos, sabedores de que siguen vivos y nos están esperando». Escribe el arzobispo de Burgos, monseñor Francisco Gil Hellín

Francisco Gil Hellín

La anécdota es muy conocida. Paseando Unamuno por un paraje que le era familiar y sabedor de que allí había un pozo que tenía eco, se acercó al brocal, se puso de bruces sobre él y grito con todas sus fuerzas: YO. Durante unos segundos, ese YO fue resonando y repitiéndose, mientras chocaba con las paredes del pozo. No era el grito de un loco o de un soberbio redomado, sino el de una persona que se resistía a admitir que todo terminaba con la muerte. ¡Era un grito de inmortalidad, el grito de quien quiere vivir para siempre!

Todos llevamos dentro un Unamuno, aunque, a veces, no seamos conscientes de ello o no acertemos a decirlo con la misma fuerza que el profesor salmantino. En el hondón del pozo de nuestro ser hay un hontanar del que brota, con fuerza, un grito que clama por la realidad más profunda y verdadera de lo que somos: criaturas hechas por Dios a su imagen, y, por eso, inmortales. Los cristianos experimentamos, como los demás hombres, el enigma de la muerte y podemos sufrir un gran desconcierto ante la muerte prematura de una persona querida o de un inocente. Sin embargo, la fe en Jesucristo convierte este enigma en una certeza gozosa: quienes creemos en Él, moriremos, como él murió, pero será una muerte temporal. Para nosotros es un inmenso consuelo saber por la fe que «del mismo modo que Cristo ha resucitado de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo Resucitado» (Catecismo de la Iglesia Católica, 989).

Para nosotros, la muerte es el final de la etapa terrena de nuestra vida, pero «no el de nuestro ser» (san Ambrosio). Nuestras vidas están medidas por el tiempo. En él nos ocurre como a todos los seres vivos: nacemos, crecemos, llegamos al pleno desarrollo y al final aparece la muerte como terminación normal de la vida. Pero están medidas no sólo por el tiempo sino también por la gracia y la misericordia de Dios, que nos concede nuestra vida para que la realicemos según su designio divino y decidamos nuestro último destino. La muerte es, desde este ángulo de la fe, el fin de nuestra peregrinación por la tierra.

Pero la muerte no es el final definitivo. La muerte es el paso a la plenitud de la vida verdadera. Nuestra fe está tan persuadida de ello, que al día en que morimos lo llama dies natalis = día del nacimiento para el Cielo, donde ya no habrá más muerte, ni luto, ni dolor, ni preocupaciones, porque todo esto habrá pasado. La convicción de que la muerte es la prolongación del acontecimiento de la vida, es tan fuerte, que la Iglesia canta así el día de nuestro entierro: «la vida de los que en Ti creemos, Señor, no termina, se transforma, y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el Cielo».

Cuando estos días vayamos al cementerio, no dejemos de hacer un acto de profunda comunión con nuestros seres queridos, sabedores de que siguen vivos y nos están esperando. Nuestro encuentro será total el día en que Jesucristo venga de nuevo -al final de los tiempos- para que nuestros cuerpos vuelvan a la vida y se haga realidad que lo que fue “depositado en corrupción” se convierta en cuerpo sin corrupción y glorioso.

Quien dijo que la muerte del cristiano es la luz que ilumina todo su caminar terreno y da sentido a su trabajo, a su dolor y a sus compromisos a favor de todo lo bueno y lo noble de la vida, expresó una enorme verdad. Porque sólo a la luz de la meta se esclarece el sentido que tienen las etapas.