El nombre de Dios es Misericordia - Alfa y Omega

El nombre de Dios es Misericordia

Isidro Catela

Los nombres que en la Escritura se dan a Cristo son muchos, pero los principales son diez. Quien quiera conocerlos debe adentrarse en esa joya de la literatura española del Renacimiento que Fray Luis de León tituló tal cual: De los nombres de Cristo. Baste para probar bocado el nombre de Pastor. El nombre de Cristo es Pastor porque en el bello decir del fraile agustino «antes que le amemos nos ama; y, ofendiéndole y despreciándole locamente, nos busca; y no puede tanto la ceguedad de mi vista ni mi obstinada dureza, que no pueda más la blandura ardiente de su misericordia dulcísima».

Con menos esfuerzo, podemos ir a las fuentes de san Juan o san Pablo y entender quién es el Hijo, comprendiendo al Padre: Dios es Amor. Entonces, ¿por qué lo llaman Misericordia cuando quieren decir Amor? Porque no es otra cosa sino genuino Amor el que pone el corazón en sintonía con los que más lo necesitan.

El Papa Francisco lo tiene claro y nos acaba de regalar El nombre de Dios es Misericordia, publicado en España por Planeta Testimonio. Se trata de un libro-entrevista con el periodista italiano Andrea Tornielli, una conversación que puede leerse, como dijo Roberto Benigni en la presentación en El Vaticano, mientras esperas el tren, pero que conviene gustar con reposo, porque solo así, sin la prisa del vértigo que nos atrapa a diario, se puede llamar a las cosas (y a Dios) por su nombre.

Tornielli nos lo presenta sin rodeos en la introducción: aquí está, contenida y contada de forma accesible a todos «la centralidad del mensaje de misericordia que caracteriza estos primeros años de pontificado de Francisco». La conversación va dibujando el rostro de una Iglesia «que no reprocha a los hombres su fragilidad y sus heridas, sino que se las cura con la medicina de la misericordia». Que nadie, desde ninguna trinchera, busque el disparo del titular que ponga en un brete al Papa. Ya habrán notado en estos días que, aunque alguno lo ha intentado, no lo ha conseguido. Dice Francisco, cuando el vaticanista le pregunta, que prefiere que las personas homosexuales vayan a confesarse, que estén cerca del Señor, que podamos rezar juntos, y recuerda, completo y entrecomillado, lo que dijo en el recordado viaje a Río: «Si una persona es gay, busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarla?».

Pero el libro no es una rueda de prensa, de esas al uso en el avión a las que estamos acostumbrados cuando hay un viaje apostólico. Tornielli pretendía que en el libro «emergiera el corazón de Francisco» y lo consigue. Lo hace de forma sencilla, con el pórtico del pasaje del fariseo y el publicano (Lucas 18, 9-14) y la confesión (nunca mejor dicho) de que el Papa puede leer su vida a través del capítulo 16 del libro de Ezequiel. «Este texto nos enseña a avergonzarnos, nos permite avergonzarnos: con toda tu historia de miseria y de pecado, Dios te sigue siendo fiel y te levanta».

Cuando uno cree que ya no puede más, puede todavía mucho. ¿Temes que perezca el corazón porque está hecho añicos? De arrodillarse en el confesionario se habla y mucho en el libro, de no tener miedo, de perseverar porque Dios sabrá encontrar la grieta y perdonarnos, no con un decreto sino con una caricia. Este el misericordioso hilo conductor; un hilo visible también a nivel social, porque el Papa nos lo repite una vez más: pecadores sí, corruptos no. La misericordia no es cosa que haya de quedarse en la sacristía, sino que tiene también una notable incidencia social en la vida pública. «La corrupción es el pecado que, en lugar de ser reconocido como tal y de hacernos humildes, es elevado a sistema, se convierte en una costumbre mental, una manera de vivir. Ya no nos sentimos necesitados de perdón y de misericordia, sino que justificamos nuestros comportamientos y a nosotros mismos».

El texto termina con la bula Misericordiae Vultus, de convocatoria del Jubileo Extraordinario de la Misericordia y, antes, nos ofrece unas pautas para vivir el propio Jubileo, que por cierto fue una «ocurrencia» del Papa, en el mejor sentido de la palabra. Se le ocurrió rezando, pensando en la enseñanza de los padres que le precedieron. Rezando, como escribe Luis Rosales cuando grita en sus versos: Y yo te busco, Señor, Dios de misericordia / con los ojos anegados en llanto / sin saber nada, sin desear nada / pero también sin olvidar nada para entregarme a ti.

Isidro Catela / Unomasdoce.com