Seducción y persecución - Alfa y Omega

Seducción y persecución

IV Domingo del tiempo ordinario

Aurelio García Macías

Continuamos en este domingo con el pasaje evangélico relatado el domingo anterior. En el contexto litúrgico de la sinagoga de Nazaret, después de proclamar y explicar la lectura profética, Jesús manifiesta ante la atenta mirada de sus paisanos que el futuro Mesías al que hacía referencia la antigua profecía de Isaías era Él, el hijo de José, el que se había criado entre ellos, su pariente y al que conocían bien desde su infancia.

Dice el texto que la primera reacción de los presentes fue la aprobación: «Todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca». Sin embargo, pronto surge la duda entre los oyentes: ¿cómo va a ser el Mesías si este es el hijo de José? Y, tal vez, exigieran pruebas, signos de su mesianidad, como lo había hecho en Cafarnaúm. El discurso de Jesús advierte a sus paisanos de su falta de fe en Él y de la imposibilidad de los signos que exigen, porque «ningún profeta es aceptado en su pueblo». El pueblo recibe estas palabras como una provocación y manifiesta su incomprensión y rechazo, lleno de ira, queriendo acabar con él: «Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y levantándose lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio […] con intención de despeñarlo». Se sentían avergonzados de que un pariente y paisano suyo se autocalificara como el Mesías de Dios.

Es decir, desde el inicio de su ministerio, en su mismo pueblo, Jesús experimenta la aprobación y el rechazo, la acogida y el desprecio, que van a marcar su misión hasta el final de su vida. Este es el sino de todo profeta, como recuerda el texto de Jeremías proclamado en la primera lectura. Jeremías es consciente de ser elegido por Dios desde el seno materno para ser profeta de las naciones. Dios le pide «decirles todo lo que te mande»; y ante las previsibles consecuencias le dice: «No les tengas miedo». Tal vez sea una de las expresiones más hermosas de toda la Escritura. Dios le asegura su compañía y fortaleza ante las inevitables dificultades, asegurándole: «Lucharán contra ti, pero no te podrán», porque «yo estoy contigo».

El profeta, como todo apóstol y discípulo de Jesucristo, se debate entre la seducción y la persecución de este mundo. La gente le seduce con halagos y alabanzas para ganarle a sus criterios, para usarle a su antojo y manipularle según el propio interés; incluso para deformar la Verdad a gusto de las modas y corrientes ideológicas del momento. Pero si se opone con razones propias, defiende la Verdad y contradice lo más mínimo sus planteamientos, pasa inmediatamente a ser perseguido. Desde entonces se convierte en el enemigo más peligroso y buscarán aniquilarle o desprestigiarle por todos los medios posibles. Es decir, ha comenzado su pasión, su personal abandono y martirio; como muchos hermanos nuestros a lo largo de toda la historia de la Iglesia.

Quiero recordar a tantos hermanos nuestros perseguidos en la actualidad injustamente por defender su fe en diversos lugares del mundo. Son mártires que nos enseñan a decir un sí sin condiciones al amor por el Señor; y un no a los halagos y componendas injustas con el fin de salvar la vida o gozar de un poco de tranquilidad. No se trata solo de heroísmo sino de fidelidad. El Papa Francisco ha manifestado recientemente que estamos en una época de mártires. Mártir, en griego, significa testigo; y hay una estrecha relación semántica entre ambos términos. No son testigos por ser mártires, sino que son mártires por ser testigos.

Al concluir, invito a todos los lectores cristianos a meditar valientemente el Evangelio de este domingo. En este momento histórico, en las circunstancias particulares de cada uno, estamos llamados a ser profetas, discípulos y apóstoles de Jesucristo, testigos, mártires.

Evangelio / Lucas 4, 21-30

Y él comenzó a decirles: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír». Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca. Y decían: «¿No es este el hijo de José?». Pero Jesús les dijo: «Sin duda me diréis aquel refrán: “Médico, cúrate a ti mismo”, haz también aquí, en tu pueblo, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaúm». Y añadió: «En verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo. Puedo aseguraros que en Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio». Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino.