Hijos maltratadores, el infierno en casa - Alfa y Omega

Hijos maltratadores, el infierno en casa

Salivazos, insultos, empujones, amenazas… Los expertos constatan el aumento de la violencia filio-parental en los últimos años. La Conferencia Episcopal, CONFER y Cáritas han reflexionado conjuntamente sobre este problema en unas jornadas celebradas en la Universidad Pontificia de Comillas

José Antonio Méndez
Lázaro (nombre falso). Foto: José Antonio Méndez

Como en las películas, avisamos de que los nombres que aparecen a continuación han sido modificados para proteger la identidad de sus protagonistas. Con la salvedad de que estas historias no tienen nada de ficción, sino que muestran una realidad cruel y cada vez más frecuente: la de la violencia filio-parental, hijos que maltratan a sus padres.

Son historias como la de Ana, de 14 años. Hace poco arrojó al suelo el plato de comida que su madre acababa de servirle, mientras gritaba: «¡Limpia esto, hijaputa, que es para lo único que vales!». Cuando un trabajador social le preguntó qué creía que habría sentido su madre, dijo: «Ni lo sé, ni me importa».

O como Paula, otra adolescente que reconocía hace pocas semanas que «mis padres me tienen miedo»… y tiene razón: Paco y Alba, sus padres, explicaban a un mediador familiar que «tenemos miedo a nuestra hija» y que se sienten «incapaces de hacer que nos obedezca».

Bárbara entiende la impotencia que sienten esos padres. Ella recibió un salivazo de su hijo durante una discusión que se desencadenó cuando le quitó el móvil. El mismo motivo que generó una bronca en casa de los Sánchez, en la que Luis escuchó toda clase de insultos y vejaciones de boca de su hijo, menor de edad.

De Lázaro, que tiene 18 años, hablaremos más tarde, pero basta con saber que reconoce haber «llorado mucho de impotencia, de soledad y de vacío interior» cada vez que discutía con su madre entre insultos y mamporros a puertas y paredes.

Una «lacra social» en aumento

Las de Ana, Bárbara o Lázaro son las vidas que hay tras los datos oficiales, esos que según la Memoria de la Fiscalía General del Estado apuntan que en 2014 hubo en España 4.753 procedimientos a menores por delitos de violencia contra sus padres. Un incremento del 175 % respecto a 2007. Solo en la Comunidad de Madrid, la violencia filio-parental ya supone el 12 % de los delitos cometidos por menores, y es la tercera tipología que más denuncias causa contra chicos y chicas de menos de 18 años. En 2013, ese porcentaje no llegaba al 9 %. La radiografía es similar en toda España: en la Diputación de Segovia las denuncias se han incrementado un 400 % en cinco años; en Aragón, un 51 %; en País Vasco se multiplicaron por cuatro…

La propia Memoria de la Fiscalía –que suele ceñirse al lenguaje burocrático– tilda de «lacra social» estas agresiones, y reconoce que las «medidas que se aplican a diario en la jurisdicción de menores se revelan insuficientes ante un problema que hunde sus raíces en una profunda crisis de valores y principios educativos dentro de las relaciones paterno-filiales». Y los profesionales que se enfrentan a estos casos lo confirman.

José Antonio Morala, Irene Gallego y Yanina Arcidiácono, del proyecto Conviviendo. Foto: José Antonio Méndez

Un nuevo tipo de violencia

Profesionales como José Antonio Morala, terciario capuchino, trabajador social con años de experiencia en el acompañamiento de jóvenes violentos, y coordinador del proyecto Conviviendo que ha puesto en marcha la fundación Amigó. Un proyecto que ayuda a las familias que atraviesan este tipo de situaciones y, sobre todo, que intenta prevenirlas para que el hogar no se convierta en un infierno.

Morala explica que, en rigor, «la violencia filio-parental no es nueva; lo novedoso es el tipo de violencia al que nos enfrentamos, y su incremento». Hasta hace pocas décadas, «este tipo de violencia iba asociada a enfermedades mentales de los hijos; en los 80 empezó a estar vinculada a las drogas y al alcoholismo; y luego estaban los hijos maltratados que, al crecer, pegaban a sus padres por venganza», explica. La novedad es que, ahora, «vemos hijos sin problemas mentales ni de adicción que ejercen una violencia gratuita contra sus padres, sin responder a provocaciones previas, incapaces de empatizar con el sufrimiento que causan, y que explotan como reacción exagerada a límites o frustraciones de deseos inmediatos». Y da ejemplos: «Hace poco me llamó una madre a primera hora porque su hijo le había pedido dos euros para desayunar, no se los había dado y el chico estaba dando golpes por toda la casa».

Problemas con los límites

Aunque las circunstancias de la familia varían en cada caso, hay elementos que se repiten en los menores violentos. Irene Gallego, psicóloga del proyecto Conviviendo, explica que «estos jóvenes casi siempre tienen problemas de autoridad en casa, y en un momento concreto buscan hacerse con el poder. Sus padres, o han sido demasiado protectores o han ido cediendo autoridad desde que el hijo era pequeño. Los padres demasiado autoritarios y los demasiado permisivos intentan a toda costa que el niño no monte rabietas, y eso genera problemas con los límites. Al crecer y verse forzados a cumplir normas, ya no toleran los límites que van contra sus apetencias inmediatas y estallan para recuperar o mantener el poder».

El fruto de nuestra cultura

Morala subraya que «son jóvenes que han aprendido a pensar solo en ellos, porque es lo que ven en sus mayores y en la sociedad». Sobre esa base giró precisamente la intervención de Morala en la jornada La violencia en la adolescencia que organizaron la semana pasada la Comisión de Migraciones de la Conferencia Episcopal, Cáritas y CONFER en la Universidad Pontificia de Comillas, en Madrid. Además de haber recibido una educación de límites deformados, «los menores violentos son hedonistas, insensibles, profundamente materialistas, irreflexivos, impulsivos y ególatras… porque así es nuestra cultura. Es la sociedad la que está enferma: ansía el control del poder, se mueve por la imagen y por lo sensitivo en lugar de por la reflexión y la interioridad; y es tan materialista que induce a obtener la satisfacción de necesidades primarias de forma inmediata», añade.

«Dejé de verla como a mi madre»

Foto: Fotolia

Si pusiéramos aquí el punto final, solo habríamos visto la sombra de un monstruo. Pero entonces entra en escena Lázaro, el chico de 18 años del que hablábamos antes. Sus facciones son impropias de su juventud y denotan años curtidos en la hosquedad, la falta de afecto –la gran carencia de los hijos agresores–, y demasiado tiempo perdido en el instituto y en la calle. Al hablar, sus palabras muestran, sin embargo, la madurez que solo adquiere el que sabe que hace lo correcto.

Hace un año y medio, después de que su madre llamase por enésima vez a la Guardia Civil tras una discusión, terminó tocando a la puerta de la fundación Amigó. Hasta entonces estaba acostumbrado a que su madre (soltera) compensara con elementos materiales la falta de tiempo, a que él entrase en casa sin saludar y hablase solo para provocar y discutir; a que ella le echase de casa y tuviese que dormir en el portal, y a que desde niño «nadie me reconociera las cosas buenas y me compararan con otros». Con 14 años, las peleas eran tan frecuentes que «dejé de ver a mi madre como a una madre. Para mí era una autoridad que estaba para fastidiarme». Y así comenzaron las agresiones verbales, los golpes y los llantos a media noche.

«De esto se puede salir»

En la fundación Amigó pusieron en práctica su lema Los jóvenes tienen problemas, no son el problema. Y a través de atención psicológica, talleres de conducta, asistencia directa por teléfono y en el domicilio, trabajo individual con ambos y dinámicas conjuntas para propiciar el diálogo, el conocimiento mutuo y la empatía entre Lázaro y su madre, la historia dio un giro total. «Aquí me han demostrado que de esto se puede salir. Se puede dejar de vivir con ese vacío, esa soledad y esa tensión que te hacen infeliz. Me han ayudado a pensar en el futuro, a darme cuenta de que puedo ser mejor y a valorar lo bueno de mi madre», explica. Y concluye con una frase digna del final de una buena película: «Nadie es feliz discutiendo, por eso hay que pedir ayuda. La violencia no lleva a nada bueno. Ni la calle. Pido a los padres que apoyen a sus hijos y no les comparen con nadie. Y a los jóvenes que hacen con sus padres lo que hacía yo, les digo que se alejen de la calle y se acerquen a su familia y a los que te ayudan de verdad. Por ser más violento o estar fuera de casa no eres más libre. La libertad te la da la confianza en las personas».

El retrato robot imposible

¿Es posible trazar un retrato robot del hijo maltratador? La respuesta, según Morala, «es que no, porque cada caso es muy diferente». No obstante, reconoce que hay elementos comunes. Los datos sociológicos, aunque incompletos, ayudan a perfilar el retrato típico del hijo violento. Según un estudio del Centro Euskarri de Intervención en Violencia Filio-Parental, el perfil del menor agresor es el de un adolescente de entre 14 y 18 años, con bajo rendimiento académico. La mayoría son varones, y un tercio, mujeres. Eso sí, como explica Irene Gallego, «aunque muchos vienen de familias desestructuradas o con problemas, cada vez llegan más familias con un nivel económico medio-alto, un matrimonio unido y padres con estudios superiores, que sin embargo sufren violencia».