¡Discrepamos apasionadamente! - Alfa y Omega

El pasado 3 de febrero el arzobispo de Toronto, cardenal Thomas Collins, compareció ante el Comité Especial Adjunto sobre muerte asistida por médicos, en Ottawa, la capital canadiense. Lo hizo en representación de una amplia coalición denominada HealthCARE and Conscience. Ha sido una oportunidad bien aprovechada de participar en el debate público abierto en Canadá con motivo de la ley que permitirá el llamado suicidio asistido. Una intervención que merece ser atendida por su fondo y su forma.

El cardenal Collins no ha partido de teoremas abstractos sino de la experiencia de numerosas organizaciones y comunidades que desde siglos han cuidado de los más vulnerables en Canadá, y así lo siguen haciendo en la actualidad. Es desde el conocimiento del sufrimiento de los enfermos y sus familias, desde donde esta coalición levanta la voz para rechazar la legalización del suicidio asistido o eutanasia. «La muerte es la conclusión natural del camino de la vida en este mundo, y por eso los pacientes tienen toda la razón cuando rechazan tratamientos desproporcionados que solo prolongan el inevitable proceso de morir», reconoció Collins ante el Comité, «pero hay una diferencia absoluta entre morir y ser asesinado». De ahí la convicción expresada en nombre de tantos canadienses, creyentes y no creyentes, generalmente marginados por los grandes medios de comunicación, de que «nunca está justificado que un médico ayude a quitar la vida de un paciente, bajo ninguna circunstancia». Un paso decisivo de la intervención se centró en reclamar que el Gobierno asegure la protección de la objeción de conciencia para las personas e instituciones del ámbito sanitario.

El cardenal ha urgido a las autoridades de su país a considerar con extremo cuidado los efectos letales que tendrá esta legislación. Entre otros el cambio de mentalidad según el cual «matar a una persona ya no se verá como un crimen, sino que se tratará como una forma de cuidado de la salud». Además, como ya sucede en países como Bélgica y Holanda, el supuesto «derecho a morir», en la práctica se convertirá en algunos casos en el «deber de morir», fruto de una presión sutil ejercida sobre los que son más vulnerables. A menudo una petición de suicidio realizada en situación extrema esconde una petición de ayuda, y la sociedad (familia, centros sanitarios y administración) debería responder con cuidados y ayuda compasiva, no administrando la muerte.

Collins aseguró que el mensaje enviado por el Tribunal Supremo al validar esta ley no admite confusión: sentencia que algunas vidas no merecen la pena. «Nuestro valor como sociedad se medirá por el apoyo que demos a los más vulnerables», advirtió el arzobispo de Toronto en un mensaje destinado a todos los ámbitos de la nación.

Esta intervención refleja, por una parte, un ejercicio de laicidad positiva muy de agradecer. Pero revela también la profunda crisis de civilización de nuestras sociedades occidentales. Una crisis frente a la que es preciso ofrecer el testimonio de una acogida sin límites y de una razón que busca llegar al fondo de los problemas. Una caridad en obra que porta consigo un juicio cultural expresado en todos los foros, que no descarta incidir en la opinión pública y en las leyes, y que busca movilizar a cuantos reconocen, aunque sea de modo elemental, el valor y la dignidad de toda vida humana.

José Luis Restán / Unomasdoce.com