Misericordia - Alfa y Omega

Misericordia

IV Domingo de Cuaresma

Aurelio García Macías
Foto: AIN

Probablemente la denominada «parábola del hijo pródigo» es una de la más conocidas y comentadas en la tradición cristiana. Se trata de un texto verdaderamente emotivo y conmovedor, que siempre aporta algo nuevo a quien lo medita. Hoy lo interpretamos en el contexto de la Cuaresma y en el Año Jubilar de la Misericordia convocado por el Santo Padre Francisco.

Dice el texto que se acercaban a Jesús los publicanos y pecadores para escucharlo. También se acercaban los fariseos y escribas, pero para criticarlo. Los primeros se sentían atraídos por sus palabras; los segundos, se sentían molestos por esta atención prestada a los impuros pecadores. Bien se ve, de nuevo, que el Señor buscaba a los considerados perdidos en aquella injusta sociedad judía, en tantas cosas parecida a la nuestra.

Jesús aprovecha la ocasión para mostrar a los presentes, pecadores y autoridades judías, a través de una sencilla parábola, la imagen misericordiosa de Dios Padre. La historia tiene tres protagonistas principales: un padre y dos hijos. Veamos detenidamente a cada uno de ellos.

El primero es el hijo menor. Es de suponer que, probablemente en medio de la azarosa juventud, pide al padre la parte de su fortuna que le corresponde como herencia. Más que pedir, se presiente la exigencia. El padre podría haberse negado; sin embargo, accedió al insistente requerimiento de su hijo y repartió sus bienes en vida.

El hijo, viéndose dueño del dinero, se fue lejos de su familia y realidad, buscó novedades, emigró a un país lejano, tal vez, en busca de la libertad añorada. Fue tiempo de fiestas y comilonas, de amigos y diversiones… hasta que hubo dinero. Cuando este se acabó, cuando derrochó su fortuna y gastó «todo», desaparecieron los amigos, las comilonas, las diversiones… Más aún, inesperadamente vinieron tiempos de carestía en el alimento y el trabajo, y se vio pasando necesidad. ¡Él, que se sentía admirado y dominador del mundo, porque poseía dinero… ni siquiera podía alimentarse de las algarrobas que comían los cerdos! No olvidemos que el cerdo, considerado el animal más bajo e impuro en la mentalidad judía, vivía mejor que él. ¿Cómo podía haber caído tan bajo? Es evidente que no sólo se sintió hambriento y abandonado; sobre todo, humillado. Sin embargo, esta situación de «des-gracia» se va a convertir para él en una situación de «gracia». Dice el texto que, «recapacitando», es decir, dándose cuenta de la realidad, reconoce su propia verdad: «he pecado», contra Dios y contra su padre. Y es en ese momento cuando toma la decisión de volver a la casa paterna y reconocer ante el padre su equivocación; y está dispuesto incluso a pagar su falta: ya no será tratado como un hijo, sino como un jornalero. ¡Hay que ser muy valientes y humildes para reaccionar y «levantarse» como el hijo menor!

El segundo personaje es el padre. Todos los días salía al camino para ver si volvía su hijo. No había perdido la esperanza. Sabía quien era su hijo. Cabe presuponer la alegría que sintió cuando lo reconoció llegar de lejos. Aunque era viejo, corrió a su encuentro. Y aunque el hijo menor quería disculparse, no le dejaba, le cubría de besos, le abrazaba y dio órdenes de vestirlo con «la mejor túnica» y de matar «el mejor ternero» para celebrar un banquete.

Faltaba el hijo mayor. Estaba en el campo, como todos los días, trabajando. Al regresar y ver el alboroto, preguntó el motivo a los criados. Y estos no sólo le comunican que ha regresado el hijo menor, sino también que su padre ha sacrificado el ternero cebado, como advirtiendo del exceso concedido al hijo encontrado. El hijo mayor «se indignó» y no quería entrar. Estaba dolido por el exceso de amor del padre a su hermano y, tal vez, porque él no lo había percibido tan evidente hacia él. Enterado el padre, salió, de nuevo, a persuadir al otro hijo. Nuevo dolor. Nuevos improperios; ahora del hijo mayor, que no comprende la actitud paterna. Y el padre, con el mismo amor de siempre para los dos, quiere explicar a su hijo mayor que siempre ha sido querido («Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo») y que debe alegrarse por el rescate de su hermano («este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado»).

Hay muchas enseñanzas en esta parábola. El hijo menor quería liberarse del padre, mientras que el hijo mayor permaneció junto a él. El primero quería libertad, y el peligro de la libertad es el libertinaje. El segundo optó por la fidelidad, pero el peligro de la fidelidad es la hipocresía. El padre optó por el amor, el perdón y la misericordia con sus dos hijos.

Evangelio / Lucas 15, 1-3. 11-32

En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: «Ese acoge a los pecadores y come con ellos».

Jesús les dijo esta parábola: «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”. El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Deseaba saciarse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada. Recapacitando entonces, se dijo: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”. Se levantó y vino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos. Su hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”.

Pero el padre dijo a sus criados: “Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado”. Y empezaron a celebrar el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Este le contestó: “Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”. Él se indignó y no quería entrar, pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Entonces él respondió a su padre: “Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”. Él le dijo: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado”».