«A los sacerdotes solo se nos pide que seamos expertos en misericordia» - Alfa y Omega

«A los sacerdotes solo se nos pide que seamos expertos en misericordia»

Pastores que transmitan al mundo esperanza, alegría y, sobre todo, misericordia. Esto es lo que necesita hoy la Iglesia, dijo el arzobispo de Madrid a los sacerdotes en la Misa Crismal celebrada este Miércoles Santo. Con monseñor Osoro, concelebraron el cardenal Rouco, arzobispo emérito; el obispo auxiliar, monseñor Martínez Camino; el nuncio, monseñor Renzo Fratini, y decenas de sacerdotes. Este es el texto de la homilía:

Redacción

Queridos hermanos sacerdotes. Diáconos. Queridos miembros de la vida consagrada. Seminaristas. Hermanos y hermanas que nos acompañáis en este día tan significativo para el ministerio sacerdotal como es la Misa Crismal, en la que los sacerdotes renuevan sus promesas sacerdotales y en la que vamos a bendecir y consagrar los santos óleos y el santo crisma:

El ministerio sacerdotal nació en el Cenáculo, junto con la Eucaristía. Al Papa san Juan Pablo II, cuando contemplaba la Eucaristía, le gustaba decir, que «la existencia sacerdotal ha de tener, por un título especial, forma eucarística». Esta forma eucarística nos hace experimentar siempre la necesidad de cultivar en nuestra vida dos dimensiones constitutivas y complementarias de la Iglesia: la comunión y la misión, la unidad y la tensión evangelizadora, la que todos los hombres esperan de nosotros y que adquiere forma convirtiéndonos en especialistas en promover el encuentro del hombre con Dios. A los sacerdotes no se nos pide más que lo que con gran acierto formula el Papa Francisco: que seamos expertos en ser rostros vivos de la misericordia. Jesús nos muestra ese rostro en una de las parábolas de la misericordia, donde nos hace ver el ministerio sacerdotal como el de unos hombres con un corazón en salida, que busca a los hombres y que lo hace bombeando tres esencias: alegría, esperanza y misericordia. Lo nuestro es vivir en explicitud y con la gracia del Señor lo que acabamos de escuchar: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista; para dar libertad a los oprimidos, para anunciar el año de gracia del Señor» (cfr. Lc 4, 16-21). Y con obras y palabras hablar de «Aquel que nos ama» y mostrar quién es: «Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que viene, el todopoderoso»; acercar y «regalar la gracia y la paz de parte de Jesucristo» es nuestro menester. (cfr. Ap 1, 5-8).

Por la ordenación sacerdotal hemos sido revestidos de Cristo, para actuar in persona Christi. La imagen que mejor nos describe esto es la parábola de la oveja perdida, una de las parábolas de la misericordia (cfr. Lc 15, 1-7). En ella se nos muestra con una belleza extraordinaria la tarea y misión de Jesucristo como Buen Pastor y se nos regala la identidad que como pastores hemos de vivir. Tres expresiones resumen esta misión:

Mirar con los ojos de Jesús, con una mirada de profundidad: ver por dónde caminan y qué sensibilidades mueven la vida a los hombres en cada momento para acercarles su amor. La mirada de Jesús es doble, como ha de ser la nuestra: mirada a los que están conmigo y cerca de mí, pero también muy atentos a los que están lejos para ir a buscarlos con prontitud y traerlos junto a los otros, para formar una única familia. Buscarlos para que conozcan a Jesucristo y estén al lado de quien es el Camino, la Verdad y la Vida. Esto no es cuestión secundaria.

Aprender a actuar y vivir como Jesús: Lo mismo que Jesús pone a los hombres en manos del Padre, los que están con Él oran por todos los que no están con ellos, ya sea porque nunca conocieron a Jesús o porque se marcharon y se perdieron creyendo que, al margen del Señor, iban a encontrar algo mejor. El pastor que describe Jesús pone todo su empeño en encontrar a quienes marcharon. Busca a quienes fueron y se perdieron con pasión, sabiendo que, los que quedan, oran y desean que los otros vuelvan. Es la pasión de Dios por todo ser humano, para que nadie se pierda. El pastor busca encontrarlos. Perdidos no saben quiénes son; perdieron la identidad, no tienen patria ni geografía. En esa búsqueda, el pastor cultiva la cultura de la Encarnación, que es la del encuentro. Crea puentes para facilitar el encuentro, busca caminos viejos y nuevos para ver dónde se encuentra y qué cauces pone para que vuelvan.

El pastor expone la vida para atraerlos: Es más, da la vida y da lo suyo, carga a hombros a quien encuentra, que es una muestra de amor intensa e inmensa. Y sigue exponiendo su vida cuando llega a donde están a los que había dejado en el desierto, es decir, orando, y los reúne para hacer una gran fiesta, llamando a todos amigos y vecinos. Les dice con fuerza y convicción: «¡Alegraos conmigo!». Es la fiesta de la Eucaristía. El tesoro más valioso que nos dejó Jesús es la Eucaristía. Cuerpo entregado y con su sangre derramada. Y nosotros los sacerdotes, reuniendo a los hombres en la Eucaristía, los introducimos en la vida eterna. ¡Qué maravilla! En ella se concentra toda la obra de la Redención. En Jesús Eucaristía podemos contemplar la transformación de la muerte en vida, de la violencia en amor. Alimentarnos de Cristo, transformarnos en Cristo, ser pan que alimenta a todos los hombres.

En este Año de la Misericordia, la parábola en la que he descrito la misión de Jesús, que es la que nos ha regalado a nosotros, nos invita a que nuestro corazón bombee tres esencias que dan un perfume nuevo a la existencia de los hombres. Recordando siempre cómo se inició nuestro ministerio, cómo se tiene que mantener y cómo se ha de promover. Se inició conmovidos por la realidad, vivida y experimentada en nuestras vidas, de que no hemos sido nosotros los que hemos elegido a Jesús; ha sido Él quien nos ha llamado. Se tiene que mantener regresando a la fuente de la llamada que es el mismo Jesucristo, es su Persona. Nos dice: «Id y haced discípulos en todos los pueblos»; nos quiere misioneros, saliendo a buscar a la gente donde esté y regalando en cercanía el fervor de los primeros cristianos, que experimentaban junto a los apóstoles, como nos decía el beato Pablo VI, «la dulce y confortadora alegría de evangelizar». El anuncio hay que realizarlo en clave misionera, dejando la autorreferencialidad, sabiendo que estamos llamados a promover la cultura del encuentro; eliminando todo intento de hacer cultura de la exclusión o del descarte; siendo servidores de la cultura de la comunión con la certeza de haber sido alcanzados y transformados por Cristo. Las tres esencias que bombea nuestro corazón de pastores y que dan sabor y olor a Cristo son:

1. La esperanza: Partiendo de la realidad de que hoy, todos un poco, nos hemos sentido sugestionados por muchos ídolos que quieren ponerse en lugar de Dios. Sin embargo, como nos dice el Papa Francisco, Dios camina a nuestro lado, nunca nos abandona, en ningún instante nos deja. Nunca perdamos la esperanza, ni la apaguemos ni retiremos jamás de nuestro corazón. El que tiene más fuerza es Dios y Él es nuestra esperanza. Cuando el vacío y la soledad llegan a nuestra vida, nos damos cuenta de que la esperanza no la dan ni tal o cual parroquia, ni tal o cual destino o responsabilidad, ni el dinero, ni el éxito, ni el poder, ni el placer. Descubrimos que, en el santuario de nuestra vida, lo que nos hace emerger y vivir es una espiritualidad fundada, una generosidad aprendida de quien es generoso de verdad pues ha sido capaz de darnos su vida, la solidaridad, la fraternidad, y de regalarnos, a nosotros, su misterio y su ministerio. La esperanza engendra disponibilidad. Para alcanzar y mantener la esperanza, dejémonos sorprender siempre por Dios. Qué bueno es recordar lo que la Virgen María nos dice en las bodas de Caná: «Haced lo que Él os diga».

2. La alegría: Vivamos con alegría, seamos testigos de la alegría que es el mismo Jesucristo. Es imposible ser testigos sin ella. Sin alegría daremos rumores, chismes, murmuraciones, nos entretendremos en nosotros mismos, pero no daremos la noticia fuerte y grande que lo cambia todo: Jesucristo. No os reunáis para murmurar. Seamos valientes para descubrirnos en la verdad. El cristiano, y mucho más el sacerdote, es alegre y si es triste no es cristiano y no es buen sacerdote; algo esencial le falta. Podrá tener momentos de lloro, pero aun así es alegre, porque tiene la seguridad de que Dios lo acompaña. No vivamos en luto perpetuo, pues Cristo nos mostró el rostro de Dios que nos ama incondicionalmente. Urge que recuperemos el carácter luminoso que es propio de la fe. Cuando la llama de la fe se apaga, las demás luces languidecen. Lo característico de la fe es la capacidad que tiene para iluminar toda la existencia del hombre. Mostremos al Dios vivo y verdadero que se manifestó en Jesucristo con obras que vencen y convencen. Para esto es necesario un encuentro con el Dios vivo que se nos ha revelado en Jesucristo y que nos llama y nos revela su amor que nos precede, y en el que podemos apoyarnos con seguridad y construir la vida.

3. La misericordia: Acoger, cultivar y promover el abrazo misericordioso de Dios ha de ser una tarea esencial hoy. El amor de Dios es tan fuerte, tan grande, tan sorprendente, tan profundo, que nunca decae; al contrario, se aferra siempre a nuestro corazón y nos sostiene; si estamos hundidos, nos levanta y si no tenemos clara la dirección, nos guía. Qué bien suenan en nuestro corazón aquellas palabras de Romano Guardini cuando decía que «Dios responde a nuestra debilidad con su paciencia y este es el motivo de nuestra confianza y de nuestra esperanza». ¡Qué fuerza tiene experimentar la verdad de un amor que no se impone con la violencia y que nunca aplasta a la persona, al contrario, la levanta y la promueve, hace sentir el gozo de saber que hay alguien a quien importamos de una manera sublime, que nos hace reaccionar cuando entra su amor en nuestro corazón, haciéndonos crecer en el respeto al otro y en la entrega de la vida siempre por los demás.

Gracias queridos hermanos sacerdotes. Sigamos anunciando a Jesucristo con nuestra vida entregada hasta el límite, mostrando con obras cuánto quiere Dios a los hombres. Gracias por vuestra entrega y disponibilidad. Gracias por vivir la misión en la Iglesia anunciando el Evangelio y atrayendo a los hombres a la alegría del Evangelio y a la persona del Señor. Nuestro método es el del Señor: «No he venido al mundo a condenar a los hombres, he venido a salvarlos». A esto viene una vez más el Señor al altar en el misterio de la Eucaristía.