Inscribir la misericordia en la propia vida: Los votos - Alfa y Omega

Inscribir la misericordia en la propia vida: Los votos

Jean-Claude Lavigne, de la Université Dominicaine Internationale, cerró la segunda jornada de la 45º Semana de Vida Religiosa con una conferencia sobre Inscribir la misericordia en la propia vida: Los votos. A continuación les ofrecemos el texto completo de la conferencia:

Colaborador

Si damos por buena la definición de misericordia que el papa Francisco nos ofrece cuando dice que es la manera de acoger «un amor que va más allá de la justicia, un amor que no conoce confines. Y somos responsables de este infinito amor, a pesar de nuestras contradicciones», entonces podríamos continuar nuestro acercamiento tratando de revisitar las raíces latinas del término «misericordia». Tales raíces nos hablan de un corazón que acoge la miseria. Podríamos decir que ser misericordioso es dejar latir a nuestro corazón ante la miseria; es tomar en él la miseria, tanto la nuestra como la del mundo. Tomarla, pero no para contentarnos o lloriquear, sino para liberarnos y disolverla con la ayuda de la ternura de Dios.

La miseria de nuestras vidas es la que nos invita a la vida religiosa. Hasta cierto punto no somos conscientes de que, si hay un verdadero horizonte de plenitud con el que nos medimos, ése es la vida religiosa. Ella ha querido ser siempre un camino de perfección cristiana –un camino entre otros–, lo cual quiere decir que no éramos perfectos, sino que estábamos en camino hacia una mayor vida cristiana. De este modo, la vida religiosa es, ante todo, un camino abierto para hombres y mujeres imperfectos, conscientes de su miseria, que se congregan para sostenerse, para sobrellevar unidos aquello que los limita. La vida religiosa la forman aquellos y aquellas que han hecho esta labor de análisis que lleva a reconocer su miseria a la hora de seguir el Evangelio, pero que, al mismo tiempo, han experimentado con Cristo una posibilidad de superación que conduce hacia Dios y que colma de alegría.

Un acercamiento así invita a la modestia, lo cual no significa que hayamos de hundirnos en la humillación o en un «miserabilismo» de desprecio de nosotros mismos. Al contrario, se trata de una invitación a adquirir una gran lucidez tanto sobre nosotros mismos y nuestras limitaciones, como sobre los desapegos que hemos de llevar a cabo para permitir que Dios nos moldee y nos configure según su corazón. Ya que es Él quien actúa. A nosotros nos toca aceptar creer que Él crece en nosotros más allá de lo que pensamos de nosotros mismos. Tarea nada fácil entre el escrúpulo y la vergüenza de ser lo que somos, entre nuestros fracasos amorosos o relacionales, etc.

Tal aceptación implica dar un gran vuelco a la existencia, permitiendo rendirse a la ternura de Dios, a su misericordia, para llegar a aceptarse misericordiosamente. Es ahí donde podemos apreciar el punto de partida de una verdadera vocación religiosa. A partir de ese lugar de infinita misericordia que nos hace existir ante Dios y con Dios, es desde donde un joven va a poder dar un paso adelante y abrirse a un grupo de otros hombres que parecen haber hecho el mismo camino y estar orgullosos de ello. Aun cuando todo parezca envuelto de romanticismo e idealismo, todo se irá transformando cotidianamente y, gracias al encuentro, podrá sellarse el pacto de alianza de la vida religiosa.

Porque la vida religiosa es un pacto de alianza entre un «yo» y un «nosotros» (el instituto, la congregación, el monasterio…), lo cual implica una gran confianza en la reciprocidad, un constante ir y venir, y así sustentar la búsqueda de una misericordia gozosa, tanto por parte de quien llega, como de la congregación de acoge. La misericordia es alegre cuando es aceptación y profundización en sí mismo, no quedándose en una superficialidad ilusoria. Pero, al mismo tiempo, es apertura a una posible superación de sí mismo gracias a Dios, a su Palabra y a los demás, que se convierten cada vez más en hermanos o hermanas.

En el pacto, el deseo de felicidad con Cristo viene confiado a una congregación específica que se compromete a respaldar a aquel o aquella que pide, a la medida de su deseo. El «yo» y el «nosotros» se enriquecen mutuamente para que el impulso hacia el corazón de Dios no desfallezca, incluso cuando sabemos que eso sería casi imposible: también aquí está en juego la misericordia. La ratificación de este pacto se hace manifiesta a través de la vinculación definitiva o solemne en un instituto con la profesión religiosa.

Sin embargo, este pacto necesita de un tercero: la Iglesia. Ella es a un tiempo quien atestigua la fecundidad del pacto, la fuente misma de fecundidad (por el Espíritu) y quien lo abre a la universalidad. Ella es quien distingue al instituto religioso de la secta, convirtiéndose en testigo y garante de la pertinencia de una misión y un camino espiritual particular (el de cada congregación) para la salvación de sus miembros.

Es dentro de este pacto de alianza donde se inscriben los votos, dentro de la regla propia del instituto. Ellos no son un objetivo en sí mismos, sino una herramienta al servicio del pacto y, en ese sentido, hacen referencia a una gozosa misericordia. Ya santo Tomás de Aquino en la Suma teológica5 afirmaba que los votos eran herramientas para no echarse atrás, sino para permanecer afianzados en Cristo y en el camino de felicidad abierto por él. Unas herramientas, unos medios, para hacer fecundo el pacto, no sólo ya para la persona que se une a la vida religiosa, sino también para el instituto que la recibe. Por eso, los votos tienen siempre una dimensión comunitaria y no son meros actos de vinculación personal. Conducen a la misión y, en ese sentido, están también al servicio del mundo contemporáneo.

Desde esta punto de vista operativo, es necesario comprender los votos como procesos y no como mero reconocimiento de los hechos, incluso cuando aspira a ser radical y vinculante de por vida. Los votos son un movimiento, un impulso.

Los votos son circuitos de alimentación ininterrumpida (durante toda la vida) que poco a poco van transformando a lo largo del camino a quien los ha asumido como compromiso, orientándolo hacia una autenticidad cada vez mayor en su estatuto de hijo o hija de Dios.

Una vez firmado el pacto –y éste habrá sido verificado previamente por los signatarios durante el período de formación inicial– el instituto invita a la persona acogida a dirigirse hacia un lugar de «sin» (el lugar de los «anawim» de nuestro tiempo), lugar donde la misericordia tiene vocación de humanidad. Tales lugares fueron frecuentados por Cristo y su propia Palabra los nombra: en ellos él está y estará presente. Esos lugares son el objetivo del carisma, de él toman colorido y se convierten en su especificidad. Los «sin» son legión en nuestro mundo y se renuevan sin cesar a medida que evolucionan nuestras sociedades. Son los sin papeles, los sin techo, los sin dignidad, los sin empleo, los sin porvenir… En tales lugares, en que la muerte pretende vencer y hacerse con el mundo, es precisamente donde hay que acoger en el corazón los sufrimientos de la humanidad condensados en los tres votos. Éstos se convierten, entonces, en memoria inmiscible de esos cauces por los que pasa la muerte. Pero también los votos se hacen llamada continua a encaminarse hacia allí donde esos cauces dan alcance a lo humano, degradando hasta destruir la Creación y al Creador.

Los «sin» que gritan su miseria –y que llaman a todas las congregaciones con acentos particulares según los institutos– son: los sin-amor (innumerables en nuestro mundo, descartados y no queridos, e incluso nosotros mismos algunas veces), los sin-futuro (demasiado miserables como para escapar a la sola supervivencia) y los sin-voz (esos invisibles a quienes jamás se les pide opinión). Así vistas las cosas, observamos que los votos, en su definición más clásica, resultan en buena medida implicados. Cuando el cuerpo y la vida se convierten en mercancía desechable tras su uso; cuando la miseria no permite crear micro-proyectos para mañana, porque el hoy resulta ya demasiado precario; cuando el otro apenas es considerado más que mano de obra… hay una especie de clamores de misericordia que conviene que oigamos y los queramos rehuir. Son los votos quienes abren nuestros oídos y nuestros ojos impidiendo que se cierren.

Cual si fuéramos nuevos Simones de Cirene, ayudando a llevar la cruz de Cristo, es ahí donde hemos de estar y permanecer para intentar acorralar a la muerte, por modesto que pueda parecer, prolongando los gestos que Jesús emprendió. Y es precisamente ahí donde los votos nos invitan a acercarnos con «la fuerza de la fe». Nuestros institutos suelen enviarnos a algunos de esos lugares, particularmente a aquellos para los cuales la congregación ha nacido en la Iglesia. Y lo hace no para mirar o bendecir (o incluso solamente llorar), sino con el fin de acercarse como Jesús se acercaba a los pequeños, a los locos, a los leprosos, a las adúlteras, a los bandidos crucificados, a las víctimas inocentes… Acercarse lo más cerca posible –eso sí: sin jamás creernos semejantes a aquellos que no han elegido su situación de «sin»–, porque allí se requiere urgentemente una misericordia que dé vida, que colabore con el resurgir de la vida, pues en todas partes –incluso en el más oprimido– la vida espera renacer. Vivir los votos es crear un espacio de disponibilidad para una misericordia que ha de compartirse, multiplicarse, cual memorial erigido contra la muerte.

Este paso es exigente y seguramente supere nuestras capacidades. Es necesria la fuerza de la oración, el apoyo de los hermanos y el Espíritu que anima el carisma del instituto para no huir de esos lugares o resignarse a quedarse de brazos cruzados ante ellos. Los votos que se inscriben en nuestra corporalidad (de manera evidente en el caso de la castidad, pero también la obediencia que nos desplaza o la pobreza que invita a la frugalidad y al compartir) nos permiten no olvidar esos cauces mortíferos y nos recuerdan que hay que ofrecer misericordia, que debemos acoger en nosotros los gritos del mundo.

Acercarse y comprometerse con los «sin» es un paso con sabor a Pascua, que lleva en sí la fuerza de Aquél que dejó vacío el sepulcro y rompió las cadenas de la muerte. Acercarse con el apoyo del «nosotros» y de sus miembros, de los hermanos, dar un paso adelante para dar vida, para insuflar un aliento vital en estas intolerables situaciones de los «sin», que tanto dañan a la humanidad. Los votos tienen así este colorido pascual y, por ello, son realizaciones de la misericordia: traducen en gestos y actos concretos la misericordia que Dios tiene para con todo ser humano. Muestran que se puede amar y ser amado de otro modo distinto a la mera actividad biológica y sexual, que se puede ser rico en otros bienes más allá de los meramente materiales (aun cuando éstos son necesarios para que todos podamos sobrevivir), que podemos existir sin rivalidad ni envidias, sin necesidad de querer aplastar al otro o de pasar indiferente ante su vida.

Los votos nos invitan, por tanto, a transmitir vida: el sin-amor ya no podrá volver a decir que nadie lo ama, el sin-futuro podrá percibir que es posible imaginar un porvenir solidario y el sin-voz podrá recobrar su propia palabra sin temor a los demás. Pero toca a cada religioso y religiosa –en alianza con todos los demás miembros de la congregación– poner en práctica lo que los votos sugieren. Y, en este sentido, es necesario constatar que eso sucede demasiado poco y que raramente ponemos los votos en relación directa con la misericordia.

Cuando esto se lleva a cabo, cuando surgen nuevos vivientes, éstos salen de su estatuto de «sin» o ven una posibilidad de salida, y la sobreabundancia de vitalidad obtenida revierte en todos: la congregación que ve en ello la verificación de su dinamismo misionero y se hace más fuerte en su propuesta evangélica; el hermano o la hermana que ha sido transmisor se humaniza, se hace más «viviente» y más sensible al porvenir de la humanidad de la que forma parte; el hombre y la mujer, la familia, el pueblo… que sufrían recobran un poco de confianza y de fe en el porvenir. En este movimiento, Dios está presente acompañando el resurgir de la vida: todos ellos son signos de Pascua.

Estas transformaciones fértiles no son más que consecuencias gozosas de los votos, y forman parte de los mismos, pues no son más que un tiempo dentro de un proceso sin fin. Los votos son una herramienta de la «vida en abundancia», un claro desmentido a cuantos creen que todo está fijado, perdido, que no cabe esperar nada más.

Nos hallamos ante una teología de los votos distanciada de la dimensión sacrificial. Si ésta ha jugado su papel en el transcurso de la historia de la Iglesia y de la vida religiosa, sobre todo en épocas de brutalidad o de mundanidad, ya no tiene verdaderamente cabida en la cultura contemporánea (incluso resultaría ridículo a la hora de presentar como interesante la vida religiosa) y ha de ser reexaminado. Lo que hay que sacrificar es del propio ego. De él es de quien hay que liberarse, porque nos centra en nosotros mismos y nos bloquea, haciendo que el otro desaparezca. Los votos son herramientas de liberación… o, al menos, deberían serlo cuando nos volvemos deliberadamente hacia los «sin». Ese volvernos hacia ellos, que ni es fácil ni espontáneo, nos conduce a la misericordia, a acoger en nuestro corazón, en el corazón de nuestra existencia, el dolor, el sufrimiento y la exclusión.

El hecho de que, en su existencia personal e institucional, los religiosos y religiosas se inserten en estas diferentes situaciones en que la humanidad corre peligro propicia la oración de intercesión. Ella es como la prolongación de la misericordia a la que los votos conducen: es uno de los lugares de ejercicio de la misericordia, una verdadera obra de misericordia. La intercesión es una manera de tomar en sí los dolores del mundo para ofrecerlos al Señor –y en ello contribuye a la liberación del mal– y recibir de Él su dulzura para retornarla al mundo. La función intercesora, que es una de las más esenciales a toda la vida religiosa –y no sólo de los contemplativos–, es ese intercambio de dolor y dulzura que contribuye a la evolución de nuestras sociedades.

E igualmente la alabanza, que lleva ante Dios los momentos de alegría y felicidad para que sean bendecidos y multiplicados, y poder luego ser devueltos a los hombres y mujeres de nuestro tiempo a fin de que saboreen con mayor seguridad lo que entreteje su existencia cotidiana.

Si la vida religiosa no es la única forma cristiana para vivir la misericordia (y de la misericordia), ella es, sin embargo, uno de los caminos en que la misericordia se manifiesta incesantemente como urgencia e imperativo. Lejos de desanimarse ante nuestras fragilidades y cobardías, ante nuestras promesas mal llevadas y nuestros caracteres difíciles, Dios se revela como aquel que no cesa de relanzarnos, porque cree en nosotros.

Con la Amada del Cantar de los cantares, atrevámonos a decirle: «Grábame como sello en tu corazón, grábame como sello en tu brazo, porque es fuerte el amor como la muerte».

Jean-Claude Lavigne