Comunión y misión - Alfa y Omega

Comunión y misión

Alfa y Omega
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo

«La familia -dice el Papa Francisco en su Exhortación Evangelii gaudium– atraviesa una crisis cultural profunda, como todas las comunidades y vínculos sociales. En el caso de la familia, la fragilidad de los vínculos se vuelve especialmente grave porque se trata de la célula básica de la sociedad, el lugar donde se aprende a convivir en la diferencia y a pertenecer a otros, y donde los padres transmiten la fe a sus hijos». Esta gravedad de la crisis en el caso de la familia no puede ser más evidente, siendo como es, realmente, la base, «la célula primordial y vital de la sociedad», como dice igualmente su predecesor, en su encíclica social Caritas in veritate, donde subraya la imperiosa «necesidad social, e incluso económica» de «seguir proponiendo a las nuevas generaciones la hermosura de la familia y del matrimonio». En ello, sin duda, está en juego la supervivencia de una sociedad que pueda llamarse en verdad humana, pues sólo la familia «fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer», añade con toda claridad Benedicto XVI, corresponde, está en «sintonía con las exigencias más profundas del corazón y de la dignidad de la persona». No es un interés particular de la Iglesia la defensa del matrimonio uno e indisoluble, y de la familia en él fundada, ¡interesa a la sociedad entera!, a su cohesión y sana convivencia, ¡e incluso a su mayor bien económico!

En 1981, cuando la gravedad de la crisis familiar no había llegado aún a los extremos que hoy vemos cómo socavan a una sociedad que pretende seguir llamándose avanzada, en la Exhortación Familiaris consortio, san Juan Pablo II, ante la crisis del matrimonio y de la familia, decía que «es deber fundamental de la Iglesia reafirmar con fuerza la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio». Y añadía: «A cuantos, en nuestros días, consideran difícil o incluso imposible vincularse a una persona por toda la vida y a cuantos son arrastrados por una cultura que rechaza la indisolubilidad matrimonial y que se mofa abiertamente del compromiso de los esposos a la fidelidad, es necesario repetir el buen anuncio de la perennidad del amor conyugal que tiene en Cristo su fundamento y su fuerza» y, por tanto, la necesidad de este buen anuncio del matrimonio y de la familia cristianos, si ya entonces era acuciante, hoy se convierte en una prioridad absoluta, para la supervivencia misma de la sociedad. De ahí el interés de la Iglesia en convocar, no uno, sino dos Sínodos para servir al auténtico bien del hombre, que se quiebra necesariamente con un matrimonio y una familia deformados. Éste es el enorme reto que hoy afronta la Iglesia.

Un mundo sin Dios, ¡como terriblemente testifica el siglo XX, y lo que llevamos del XXI!, es un mundo contra el hombre, y esta destrucción de lo humano comienza precisamente en la deformación del matrimonio y de la familia cuando se apartan de su Creador. En la encíclica Humanae vitae, de 1968, el Beato Pablo VI dejaba bien claro que «el matrimonio no es efecto de la casualidad o producto de la evolución de fuerzas naturales inconscientes; es una sabia institución del Creador para realizar en la Humanidad su designio de amor», y su sucesor Francisco, en Evangelii gaudium, constata hasta qué punto se ha deformado: «El matrimonio tiende a ser visto como una mera forma de gratificación afectiva que puede constituirse de cualquier manera y modificarse de acuerdo con la sensibilidad de cada uno. Pero el aporte indispensable del matrimonio a la sociedad -añade con sabiduría- supera el nivel de la emotividad y el de las necesidades circunstanciales de la pareja». En lugar de tal aporte, continúa el Papa, «el individualismo posmoderno y globalizado favorece un estilo de vida que debilita el desarrollo y la estabilidad de los vínculos entre las personas, y que desnaturaliza los vínculos familiares». Sí, deforma el matrimonio y la familia, que necesitan, ciertamente, ser reconstruidos.

Y los propios fieles, decía Juan Pablo II en Familiaris consortio, «no siempre han sabido ni saben mantenerse inmunes del oscurecerse de los valores fundamentales», señalando cómo en el Sínodo de 1980 se habló de «la facilidad del divorcio y del recurso a una nueva unión por parte de los mismos fieles; la celebración del Matrimonio sacramento no movidos por una fe viva, sino por otros motivos; el rechazo de las normas morales que guían y promueven el ejercicio humano y cristiano de la sexualidad dentro del matrimonio…» Y ya el Papa santo exhortaba a ayudar a todos ellos «con solícita caridad». Hoy el reto es aún mayor, para toda familia verdaderamente cristiana, pero en ella está la todopoderosa fuerza de Dios: ha merecido -decía Pablo VI en Evangelii nuntiandi– «el hermoso nombre de Iglesia doméstica. Y esto significa que, en cada familia cristiana, deberían reflejarse los diversos aspectos de la Iglesia entera», y ella, como la Iglesia, es el lugar «donde el Evangelio es transmitido y desde donde se irradia. Una familia así se hace evangelizadora de otras muchas familias y del ambiente en que ella vive». He aquí el secreto para la fecunda preparación del Sínodo 2015: comunión en la fe y misión.