La feria de San Fermín - Alfa y Omega

La feria de San Fermín

España se ha vuelto correcta y previsible. Las comunidades de propietarios ya no son lo que eran. Antes, los vecinos se conocían; ahora, desean pillarse en el renuncio de alguna indisciplina…

Javier Alonso Sandoica

España se ha vuelto correcta y previsible. Las comunidades de propietarios ya no son lo que eran. Antes, los vecinos se conocían; ahora, desean pillarse en el renuncio de alguna indisciplina. Queda lejos el tiempo en que los propietarios se bajaban el marisco a la piscina y las farras veraniegas se llevaban la madrugada por delante. En esta postdemocracia del siglo XXI todo lo rige el Reglamento de la comunidad, y espérate tú a infringir un ápice los horarios consensuados, que te ponen un agente en la puerta. A Villa, los catalanes no le perdonan la celebración de sus goles en el Mundial con un pase de pecho, porque matar toros está muy feo, y decir que disfrutas con una corrida es cosa de la España profunda. A Villa le han quitado la espontaneidad y, con tanto tiralíneas, nos van a sustraer al país entero el peso de las costumbres.

Ha vuelto la feria de San Fermín, semana de toros en la que siempre se aprende. Las faenas son escuelas de barrio que echan su pizarra a la intemperie. Ignacio Sánchez Mejías, torero a quien Lorca lloró con tanto gusto y dolor, escribió que el toro es el demonio y que, para librarse de él, hace falta «hacer la cruz con la muleta y el estoque, obligándolo a humillar la cabeza, y hundirle la espada en el morillo». Ya nadie entiende estas palabras cristianas de Sánchez Mejías, porque España se ha vuelto materialista, terca en su realismo de funcionario sin alegría.

Por encima de todo, la Fiesta es una revelación simbólica del misterio del hombre, como le ocurre a todo arte que se precie. El juego del toro y el torero sugiere lo que el mundo tiene de misteriosa tragedia, en el que uno no se juega los garbanzos, sino su propio destino de eternidad. Carlos Marzal habla de los toros como pedagogía del no-atropello, porque el torero, además de arte, ciencia y arrojo, necesita el temple propio de quien no se atolondra.

La palabra que sienta mejor al hombre quizá sea esta misma: temple. Con el temple, uno se fía de Dios y no se acobarda de la empresa cotidiana, al tiempo que se fija en lo que tiene entre manos y no divaga por un futuro imperfecto. Con el toro y el torero aprendemos la vocación de detenernos, primer paso para entender aquello de san Basilio de que «todas las cosas son una escuela para las almas», asunto que nuestro protagonista de la postdemocracia quizá tampoco entienda.