¿Ha muerto la Constitución? - Alfa y Omega

¿Ha muerto la Constitución?

Tres prestigiosos juristas analizan la Sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña: el magistrado y antiguo miembro del Consejo General del Poder Judicial don José Luis Requero; el ex ministro de Presidencia y de Educación, en tiempos de UCD, don José Manuel Otero Novas, y el Vicepresidente emérito del Tribunal Constitucional don José Gabaldón. Los dos primeros insisten en que el Estatuto subvierte, sin legitimidad, el bloque de constitucionalidad en España, mientras que, a juicio del último, el Tribunal ha actuado con independencia, y le pide la misma firmeza, para que aplique su propia doctrina y suspenda cautelarmente la Ley del Aborto, asunto sobre el que aún no se había pronunciado el Tribunal, al cierre de esta edición

Colaborador
A. Mingote, en ABC

Algo más que un Estatuto

En Cataluña no sólo el Barça es algo más, en su caso más que un club de fútbol; también su Estatuto es algo más que un estatuto de autonomía: es una norma por la que una región se proclama nación, le da aires de texto constitucional y le dice a España cómo debe estar presente en Cataluña y cómo Cataluña quiere vincularse a España. Con el tiempo se estudiará como ejemplo de cómo una norma destinada a una región, pactada entre dos señores y en secreto, cambia el orden constitucional. Porque es eso: una reforma encubierta de la Constitución.

Con el Estatuto se ha inaugurado un nuevo Estado, porque del Estado de las Autonomías hemos pasado al confederal. No digo que con la España confederal vayamos a mejor o a peor, sólo digo que no está en la Constitución. Por eso en su día aplaudí el arrepentimiento del expresidente Maragall, impulsor del Estatuto. Recuérdese que afirmó al diario italiano Europa que fue un error haberlo impulsado sin haber modificado antes la Constitución: una verdadera confesión de parte sobre su inconstitucionalidad. Tanta sinceridad llevó al exdelegado de la Generalidad en Madrid a poner en duda la salud mental de Maragall, algo en ese momento insolente y ahora cruel.

¿Un Estado de Derecho?

No hay espacio para analizar ese Estatuto; tampoco se conoce el contenido de la Sentencia del Tribunal Constitucional ni quiero explayarme sobre el Tribunal Constitucional. Pero sí que es oportuno detenerse en tres cuestiones que incluso un lector catalanista y firmemente convencido de las bondades y de la necesidad de ese Estatuto puede compartir. No son baladíes: en ellas nos jugamos que España sea un Estado de Derecho o que nos hayamos deslizado hacia una dictadura encubierta, porque nos jugamos ser ciudadanos en un país libre o ser tratados como súbditos.

La primera se deduce de lo ya dicho. Difícilmente puede sostenerse que seamos un Estado de Derecho cuando una parte de la clase política ve con entera normalidad, es más, exija, que las normas se ajusten al gusto de sus intereses políticos. Si el poder político se acostumbra a que las cosas sean así, es que somos carne de dictadura. Recuérdese que la clave del Estado de Derecho consiste en que «los poderes públicos están sometidos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico». No lo digo yo, sino el artículo 9.1 de la Constitución. Pues bien, en la mentalidad de algunos políticos, el esquema es el inverso: para ellos hay que releer ese artículo hasta que diga: «La Constitución y el resto del ordenamiento jurídico están sometidos a los poderes públicos».

Sometimiento de la Justicia

La segunda consecuencia es que esa misma clase política coaccione, amenace o amedrente o exija a los órganos e instituciones que velan por el respeto a las reglas del juego, que se amolden a sus intereses, y si no lo hacen, que se desobedezcan sus mandatos. En estos años hemos visto cómo las fuerzas nacionalistas -incluso desde cargos públicos- han hecho una deslegitimación preventiva del Tribunal Constitucional, cómo han intentado cambiar su composición; vemos cómo Montilla -máximo representante del Estado en Cataluña- anima a manifestarse contra las instituciones del Estado y cómo se planea una estrategia de incumplimiento de la Sentencia del Tribunal Constitucional. ¿Qué legitimidad puede tener la autoridad que expresa públicamente y constantemente hace gala de rebeldía hacia el Estado de Derecho? Insisto: si tenemos una clase política que ve con total normalidad zafarse de todo límite o control y pregona la primacía no de la ley, sino del interés político, es que estamos en la antesala de una dictadura.

Ingeniería social

Y tercera consecuencia: un breve apunte sobre un aspecto del Estatuto. Como ese texto, más que Estatuto, es aprendiz de Constitución, dedica un Título a regular derechos y libertades fundamentales, una extravagancia, porque para eso ya está la Constitución. Lo grave es el contenido que se les da, porque siguen los postulados que defiende el socialismo, el comunismo y el independentismo radical, es decir, el Tripartito que gobierna Cataluña: PSC, IU y ERC; y no se olvide que cuando se regulan en un texto constitucional derechos y libertades, se está pensando un concreto modelo de sociedad.

Ignoro si el pueblo catalán -y de rebote, todos nosotros- es consciente de tal encerrona, porque lo grave es el sesgo que se da a esos derechos y libertades desde posiciones ideológicas radicales, y porque, ambigüedad mediante, será el medidor de la constitucionalidad de nuestro ordenamiento jurídico. En efecto, para los profanos, diré que la constitucionalidad de una norma se mide con la Constitución y con los Estatutos: eso es el bloque de constitucionalidad. Luego al integrase el nuevo Estatuto en el llamado bloque de constitucionalidad, aspectos como la eutanasia o el aborto (los contempla) ya forman parte de lo constitucional, con lo cual no nos extrañemos si se nos dice que lo inconstitucional es defender la vida. Curiosamente, políticos democristianos han defendido el Estatuto, y es que, por encima de principios y valores, está el discurso nacionalista.

Jueces mercenarios

Concluyo. Estamos viviendo el fracaso del Derecho, del respeto a las normas y de la autoridad basada en ese respeto. Pero esa clase política no podría actuar sin el apoyo y auxilio de unos juristas de cámara, de mercenarios del Derecho, que lo conciben como plastilina, arcilla, en sus manos; su pericia consiste en hacer Derecho de encargo, diseñarlo conforme a lo que interesa a su señor. Llevo un tiempo invocando, más de lo deseable, a Tocqueville que, refiriéndose al Antiguo Régimen, contraponía los legistas a los juristas al decir que, «al lado de un príncipe que violaba las leyes, es muy raro que no haya aparecido un legista que venía a asegurar que nada era más legítimo, y que probaba sabiamente que la violencia era justa y el oprimido culpable». Estos legistas «suministraron (al príncipe) en caso necesario el apoyo del Derecho contra el Derecho mismo».

José Luis Requero

A. Mingote, en ABC

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Mirando al futuro, tras la Sentencia

Hay algunos grupos de personas que, o quieren desintegrar España o, en el más optimista de los casos, dejar el Estado reducido a funciones simbólicas, ejerciendo ellos el Poder que antes les parecía más lejano. Y como son manifiestamente minoritarios, huyen de proponer el cambio constitucional al pueblo español, titular único de la soberanía, realizándolo por la vía de los hechos o de modificaciones de normas subalternas, aprovechando su estratégica situación en las estructuras políticas. Su labor constante está siendo exitosa.

Desde instancias oficiales de la periferia, ya se presume públicamente haber dejado al Estado como un ente residual. Y a pesar de las apariencias que nos permiten vivir en el error, de los edificios ministeriales, de los coches y aviones oficiales, de los notables gastos de representación y protocolo…, esa presunción de los líderes autonómicos no es vana. Las facultades del Poder Central probablemente no lleguen al 10 % de lo que eran en 1980. Pero incluso la aplicación de ese residuo se negocia públicamente con algunas Comunidades Autónomas. Nos hemos acostumbrado a que los líderes autonomistas vengan al Parlamento de la nación y proclamen desde la Tribuna que España no es su patria, que España es un Estado plurinacional, sin que nadie les requiera que retiren esas proclamaciones manifiestamente contrarias al artículo 2 de la Constitución.

El proceso es grave

–El proceso es grave, porque ello afecta a la nación, que es nuestro ser colectivo, una realidad declaradamente metaconstitucional, que ni siquiera puede ser cuestionada en referéndum de reforma constitucional. Eliminar o ignorar la nación española, de modo expreso o implícito, violento o pacífico, con o sin el apoyo del pueblo y de las instituciones, siempre será, pienso que está siendo, una acción revolucionaria o subversiva.

–Porque ello perjudica a los intereses de todos los españoles, de todas las regiones, que pueden ser marginados y manipulados con mucha mayor facilidad por nuestros competidores, de dentro y de fuera de la Unión Europea, cuando ellos ya saben que en España no hay un gran poder, sino 17 o 18 minipoderes. ¿Será necesario hablar de cuotas lácteas, de tipos de interés y de cambio…, para que comprendamos que nuestra debilidad actual permite que otros abusen de nosotros?

–Porque España existe como Comunidad Política desde hace 2.200 años, cuando Roma nos unifica y nos da Lengua, Derecho y Religión comunes; todos nos hemos sacrificado por todos y todo es de todos; en los últimos siglos, los españoles hemos soportado peores calidades y precios de ciertos productos para que prosperaran las industrias ubicadas en Cataluña, en el País Vasco, en otros lugares; y es inmoral que territorios que se han aprovechado de los sacrificios arancelarios de todos para situarse en cabeza de España, digan, ahora que ya no hay aranceles, que quieren disfrutar aisladamente la prosperidad alcanzada.

–Porque la experiencia histórica, en todo el mundo, nos enseña que estos procesos comienzan con euforia y con retórica amable, y casi siempre acaban produciendo grandes derramamientos de sangre. También en España y en las Edades Moderna y Contemporánea, cada vez que hemos iniciado procesos de autodeterminación como los actuales, tras un tiempo de dar hilo a la cometa desde el Centro, se cerraron bélicamente (Segunda República, Primera República, 1640…).

La estrategia de las cesiones y del apaciguamiento no es solución. Es la que hemos seguido desde la implantación del actual Régimen; decíamos que ello anularía las ansias separatistas y la realidad es que las ha ido incrementando. Fue lo que también hizo el Presidente Pi y Margal durante la Primera República y, finalmente, no tuvo más remedio que lanzar el Ejército para reconducir la situación, lo cual acabó con la propia República. Porque la dinámica de estos movimientos no se acaba en los ámbitos que quieren o anuncian sus promotores. Es pintoresco releer la declaración del Cantón de Jumilla, saludando a todas las naciones hermanas de la Península, y singularmente a su vecina Murcia, con quien quiere llevarse bien; pero advirtiendo que si Murcia no lo acepta, no dejarán piedra sobre piedra, y lucharán con el heroísmo con que se combatió a Napoleón el 2 de Mayo. Es un esperpento trágico.

Las limitaciones de un Tribunal

Tampoco es solución el Tribunal Constitucional. Yo digo siempre que nuestro TC es una institución de muy alto nivel técnico e, incluso, los magistrados del mismo que yo conozco, tienen una gran calidad humana. Pero el órgano, a los efectos del asunto que nos ocupa, cuenta con unas limitaciones que lo incapacitan para garantizar la subsistencia de la nación hispana. Sus miembros son designados por esas muy pocas personas que deciden en los partidos; su composición también se ha confederalizado, existiendo cuotas propias de algunas Comunidades periféricas. Y, aunque no exista ninguno que se considere como representante de quien le designó, cuando menos quien le promovió lo hizo porque sabe que actuará en conformidad con un pensamiento común de ambos. De modo que esas minorías periféricas que, con apoyos de algunas personalidades del centro, consiguen ir cambiando la nación por vía de hecho o de normas inferiores, al final también consiguen que las Sentencias del TC avalen el camino andado.

Eso es lo que ha ocurrido con la Sentencia sobre el Estatuto catalán. Se admite que en el territorio de Cataluña no se pueda estudiar en español, se refrenda la política internacional de la Comunidad, se mantienen principios de relaciones bilaterales que ya exceden de lo confederal para entrar en concepciones soberanistas, se consagra la participación de la Comunidad en competencias exclusivas del Estado, se prohíbe al Estado hacer política redistributiva de rentas que perjudique la posición relativa de Cataluña… Oímos a un portavoz catalanista, y dice verdad, señalar que en todo ello no hay nada nuevo, sino el mero refrendo formal de lo que viene siendo así desde hace bastantes años; pero así se consolida e integra esas políticas, mediante el Estatuto, en el bloque de constitucionalidad, sin tocar la Constitución.

Debe acometerse una reforma constitucional positiva

Las minorías que quieren transformar el Estado y sus apoyos madrileños han tenido un éxito notable con la Sentencia. Lo cual era políticamente previsible. Si sumamos el peso que tienen en la designación de magistrados del TC Montilla y Zapatero, y le restamos el de Rajoy, nos da un resultado próximo al de la Sentencia. Sentencia que naturalmente va a ser extendida más pronto que tarde a todas las Comunidades.

Durante unos años, el Aula Política del Instituto de Estudios de la Democracia, de la Universidad CEU San Pablo, en la que yo participo, demandábamos el cumplimiento de la Constitución para detener la deriva confederal del Estado que venimos siguiendo con mayor o menor velocidad desde 1993. Pero ya últimamente advertimos que, si queremos -y nosotros así lo queremos- una solución democrática y pacífica, que nos evite la vía revolucionaria, será imprescindible acometer una reforma constitucional positiva que, no sólo cierre el proceso, sino que además haga recuperar al poder central un nivel de competencias intransferibles que, al menos, supongan el peso relativo que tienen en los Estados Unidos. Reforma que deberían acometer los dos grandes partidos mayoritarios en coalición o pacto temporal; pero que en otro caso debe ser la bandera de grupos emergentes, que vayan progresando hasta alcanzar la mayoría en momento de crisis, que sin duda llegará.

José Manuel Otero Novas

A. Mingote, en ABC

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La Sentencia del Estatuto

El Tribunal Constitucional , tras una dilación evidentemente excesiva, ha pronunciado finalmente Sentencia en uno de los asuntos de mayor gravedad de su historia, incluso por el especial enfoque con el que algunos contemplaron el caso.

El final permite un moderado optimismo constitucional, siempre que nos limitemos al acontecimiento, prescindiendo por ahora de una valoración específica de su texto, su fundamentación y sus concretas decisiones. El Tribunal, con mayor o menor profundidad y extensión, con más o menos acierto en cuanto a las calificaciones de ciertos preceptos del Estatuto catalán, ha sentenciado finalmente, según el poder que la Constitución le otorga, pronunciando la inconstitucionalidad, total o según la interpretación del propio Tribunal, de un número significativo de preceptos de la Ley Orgánica impugnada con todas las consecuencias que la Constitución atribuye a ese pronunciamiento: nulidad de los preceptos con valor de cosa juzgada sin recurso ulterior y con plenos efectos frente a todos.

Sin perjuicio de los diversos criterios que se aplicarán a la extensión y acierto de las decisiones, puede afirmarse que con esta Sentencia el Tribunal ha confirmado su posición constitucional, a pesar de las inconcebibles presiones públicas y externas desarrolladas por algunas autoridades, personas, grupos políticos e incluso instituciones interesadas. Por encima incluso de que se haya pretendido su descalificación o su desaparición, ha confirmado la propia razón de su existencia afirmándose como un verdadero tribunal con la doble independencia derivada de su condición de órgano constitucional y de juez supremo en la materia de garantías constitucionales, cuya función consiste precisamente en el control en Derecho de las leyes aprobadas por el Parlamento. Así está configurado también en los países democráticos que, partiendo del principio de que su legitimación democrática es indirecta y procede de la Constitución y de la legitimidad que ella atribuye a un órgano configurado con neutralidad política (al menos activa), lo establecen como juez independiente para resolver conflictos políticos con principios jurídicos. Es decir, para de algún modo contribuir a que la formulación de las leyes quede exclusivamente sometida a la lucha entre intereses políticos y aprobada exclusivamente por la decisión de una mayoría numérica incluso distinta a veces de la mayoría social y dependiente sólo de la fuerza relativa de grupos de composición circunstancial.

La final resolución, cualesquiera que sean pues los criterios sobre su contenido, permite una apreciación positiva en cuanto a la solidez del carácter e independencia de tan importante órgano constitucional. Y acaso da pie para esperar igual firmeza respecto de las cuestiones que el futuro le atribuya y, por supuesto, de la que ahora mismo le está siendo sometida.

En la presentación del recurso de inconstitucionalidad de la mal llamada Ley del aborto (no es sólo ése el contenido), se solicita que su aplicación quede suspendida en tanto no se dicte la Sentencia. Cuestión que recaba del Tribunal una decisión no ajustada al precedente procesal, pero quizá por ello a la altura de su transcendente responsabilidad.

La inmediata aplicación de esa ley permitiría que seres humanos no nacidos dejasen irreversiblemente de existir. La solicitada demora supone sin duda un cierto cambio de criterio en el trámite de admisión, pero el no permitir la practica de abortos hasta que se decida sobre la legitimidad constitucional de la ley demanda del Tribunal la aplicación de su propia doctrina sobre protección de la vida humana, es decir, la que afirmó el deber que tienen todas las instituciones del Estado (asimismo el legislativo y, por supuesto, el propio Tribunal) de «abstenerse de interrumpir u obstaculizar el proceso natural de gestación» y establecer un sistema legal para la defensa de la vida, también la del nasciturus. Es decir, que la pretensión previa exclusivamente procesal y meramente dilatoria coloca al Tribunal en la alternativa de, o bien atenerse al criterio de presunción de legitimidad de la ley recurrida para su entrada en vigor, o de aplicar con esta dilación procesal su propia obligación de impedir que, en tanto se pronuncia sobre su constitucionalidad, se interrumpan innumerables procesos de gestación, con olvido del deber de defensa de este «valor superior del ordenamiento constitucional» que su propia doctrina definió.

José Gabaldón López

A. Mingote, en ABC