Pablo VI, maestro de la alegría - Alfa y Omega

Pablo VI, maestro de la alegría

Antonio R. Rubio Plo
La alegría es el fruto de esa determinada visión del hombre y de Dios que nos aporta la fe.

En realidad, el intelectualismo, un tanto deshumanizado, de ciertos intelectuales galos puede guardar más relación con el rigorismo jansenista, más lleno de temor a Dios que de temor de Dios, que con la auténtica fe en un Dios cercano al hombre. En cambio, Pablo VI recordó, en su Exhortación apostólica Gaudete in Domino (1975), que sólo un creyente que exulta de júbilo como Pascal puede gritar: «Alegría, alegría, alegría, lágrimas de alegría». En el mismo documento, el Papa mencionó a Bernanos, considerado por algunos como un profeta de la alegría, no una alegría cualquiera, sino la alegría evangélica de los humildes, pues aquel escritor, tan exigente consigo mismo, nunca se dejó engañar por el optimismo, al que consideraba un sucedáneo de la esperanza.

Uno de los mejores biógrafos de Pablo VI, el sacerdote y periodista Carlo Cremona, calificó a este Pontífice de maestro de la alegría, saliendo al paso de ese tópico que lo convierte en una especie de angustiado Hamlet. Su íntimo amigo Jean Guitton habría podido decir lo mismo, pues recordaba en un libro que, cierta vez, leyeron juntos un relato de Alphonse Daudet, La mula del Papa, en que la picaresca no salía triunfante en la Avignon medieval por la coz de un animal resabiado.

Cremona afirmaba que Pablo VI era alegre porque estaba abierto al diálogo con todos, y se gozaba en la amistad, aunque hay que reconocer los sufrimientos morales y espirituales por los que pasó en los últimos años de su pontificado. Eran su particular cruz, lo que seguramente hace de él uno de los Papas más sufridos de la Historia. De hecho, en su testamento, fechado en 1965, definió la cátedra de Pedro como «suprema, tremenda y santísima». Pero tendría que soportar todavía pruebas mayores, en las que el dolor, aunque no la tristeza, llegaría a través de las incomprensiones, las críticas y los silencios. Con todo, en ese mismo testamento, expresa su agradecimiento a Dios por «haber tenido el gozo y la misión de servir a las almas, a los hermanos, a los jóvenes, a los pobres y al pueblo de Dios», al tiempo que recuerda sus años en Roma al lado de Pío XII, su episcopado en Milán o la elevación al pontificado.

Con ojos nuevos

La alegría de Pablo VI, caracterizada muchas veces por una gozosa serenidad en sus ojos y en su rostro, se fundamentaba en la roca firme de su fe y brotaba de la certeza de aceptar constantemente la voluntad divina. Seguía, sin duda, a santo Tomás de Aquino, al señalar que la verdadera alegría se halla en la vivencia de una real armonía con lo creado, en una auténtica comunión con los demás, cuyo fundamento reside en la comunión con Dios. La alegría es el fruto de esa determinada visión del hombre y de Dios que nos aporta la fe. Señalaba el Papa, en la citada Gaudete in Domino, el pasaje evangélico: «Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo será luminoso» (Lc 11, 34). Podemos añadir que, cuando nuestra fe nos pide verlo todo con ojos nuevos, estamos abriendo el camino para llenarnos de la caridad, esa caridad que se alegra con la verdad, que cree siempre, espera siembre, lo excusa todo y lo soporta todo (cf. 1 Cor 13, 6-7).

Pese a las dificultades de un camino áspero, trazado por las incomprensiones de quienes se parapetaban en las trincheras infranqueables del conservadurismo o del progresismo, Pablo VI era consciente de que la alegría brota en la Iglesia desde el momento en que empieza el anuncio de la fe cristiana, en aquel domingo de Pentecostés cuando Pedro y los demás apóstoles exponen abiertamente su testimonio en Jerusalén. Recordaba esta escena en otra Exhortación apostólica, de 1975, Evangelii nuntiadi, con la que se conmemoraba el décimo aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II: aquellos primeros testigos estaban llenos de una alegría, que no puede describirse fácilmente, era algo que les hacía compartirlo todo con gran alegría y sencillez de corazón (cf. Hch 2, 46). Son unos testigos que se ven impelidos en su interior a proclamar lo que han visto y oído, y su alegría sobreabundante es fruto del Espíritu Santo (cf. Gal 5, 22), tal y como recordara Pablo VI en Gaudete in Domino.

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