II. Sentido cristiano de la peregrinación a Santiago de Compostela - Alfa y Omega

II. Sentido cristiano de la peregrinación a Santiago de Compostela

CEE
Puente la Reina (Navarra), en pleno Camino de Santiago

El Camino de Santiago es vía, peregrinación y signo. El Camino de Santiago suscita en el hombre varias resonancias, que llegan desde la Historia. Camino es la vía que se recorre, el sendero que discurre a través de lugares identificados en un mapa. Camino indica, además, el viaje emprendido, el itinerario gozosa y fatigosamente cubierto por cada peregrino. Por fin, Camino en sentido figurado, desde la literatura griega pasando por el Nuevo Testamento, significa la vida humana. Nacer es la entrada y la muerte es el éxodo. Las tres connotaciones convergen; y en su confluencia, ayer y hoy, reside su fuerza. Al recorrer el Camino de Santiago se despierta en la conciencia del peregrino la vida como una marcha hacia una meta. Esta meta es el sepulcro del Apóstol, es Dios, es la vida eterna.

1. Toda la vida humana es peregrinación

Peregrino es, en este contexto, aquel que marcha lejos, que se dirige a un país extraño, que permanece con la añoranza de la patria. En el uso cristiano, peregrinar evoca las siguientes actitudes: despojo voluntario de la patria, para marchar hacia lo desconocido obedeciendo a Dios (Gen 12, 1; Heb 11, 8-10); percepción de la vida terrestre como un exilio lejos del Señor (2 Cor 5, 6), y considerándose personalmente cada cristiano como un extranjero y un forastero (1 Pe 2, 11; Heb 11, 14-15). Y al mismo tiempo, en virtud de la fe y de la esperanza, es conciudadano de los santos y familiar de Dios (Ef 2, 19); en la Jerusalén de lo alto tiene su patria y su descanso. El éxodo de Israel por el desierto se reproduce, en cada cristiano y en la Iglesia, como camino hacia la Tierra prometida7. Bellamente formuló esta paradoja cristiana el llamado Discurso a Diogneto: «(Los cristianos) habitan sus propias patrias, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria tierra extraña» (V, 5).

Para la concepción cristiana de la vida como peregrinación ha ejercido un influjo permanente la llamada de Dios a Abraham: «Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré» (Gen 12, 1). La actitud de Abraham es modelo de los creyentes (Heb 11, 8-10). Los descendientes de Abraham fueron forasteros en tierra extraña y esclavizados durante cuatrocientos años (Dt 15, 13). La esclavitud de Egipto, la liberación con el brazo fuerte de Dios, haciendo un camino por el mar, y el don de la tierra serán confesados por los israelitas en su credo y celebradas en la Pascua: «Mi padre era un arameo errante que bajó a Egipto y residió allí como inmigrante siendo pocos aún, pero se hizo una nación grande, fuerte y numerosa» (Dt 26, 5). La experiencia del éxodo, del desierto y de la entrada en la tierra marcó hondamente la experiencia de Israel.

Para el hombre bíblico, dada su forma de vivir nómada durante mucho tiempo, y por las experiencias históricas de la emigración y de la expatriación, la espiritualidad del Camino es medular. Incluso, se ha podido afirmar que aquí ha nacido, precisamente, la comprensión de la realidad como Historia. Dios con sus promesas suscita y alimenta la esperanza de los hombres y abre el futuro como un horizonte.

En nuestra situación actual, donde el hombre ha tomado las riendas de la Historia, es fácil advertir que la realidad entera es una tarea en manos de los hombres; pero también, por desgracia, se puede notar cómo ese futuro se considera como proyecto del hombre al margen del encargo de Dios, que le hizo libre para que sometiera al mundo bajo la soberanía divina. El hombre es creador como imagen de Dios; si pretende ser creador absoluto, es decir, desligándose del Creador, se extravía y arrastra consigo al mundo.

Caminos en Francia que confluyen en el Jacobeo en España

2. Al encuentro con Dios

Por lo dicho se percibe cómo en el mismo ser del hombre está ínsita su relación con Dios, su destinación a una meta trascendente, a la esperanza que va más allá de la muerte. En el Camino de Santiago reviven, de esta forma, las grandes cuestiones de la vida humana; y se ofrecen las grandes respuestas de la fe en Dios.

La diferencia entre el hombre y el animal bruto se expresa, con frecuencia, diciendo que el hombre es un ser abierto. Si el animal está remitido en totalidad a su ámbito vital, el hombre desborda toda experiencia, toda situación dada, toda circunscripción; interroga sin cesar y busca inevitablemente. Es en persona una cuestión abierta que apunta al Misterio, a Dios. La pregunta por Dios no le viene impuesta simplemente por el ambiente exterior, ni sólo por la tradición, ni únicamente por la educación, ni por presiones de instintos frustrados o de inserción deficiente en la sociedad; el hombre lleva en su ser y en su existencia, en su relación con el mundo y con los demás hombres, en su relación con el futuro y con la muerte, la impronta y la querencia de Dios.

La apertura del hombre no se frena ni detiene ante la muerte. Si la muerte fuera el término definitivo, sería una pasión estéril la existencia entera del hombre. La esperanza humana es sabiduría y no locura porque se alarga hasta más allá de la muerte. Se puede decir que, así como pertenece al hombre saber por anticipado de su propia muerte, de forma semejante es ingrediente de la condición humana el esperar más allá de la muerte. Las preguntas que el hombre formula impulsan a preguntar por lo que es la muerte, lo que en ella acontece y lo que tras ella nos aguarda. Es imposible evitar estas cuestiones; y es inhumano intentar sofocarlas.

La antropología está abocada de esta forma a plantearse, desde la apertura del hombre, el misterio de Dios y la meta de su esperanza. Para que el mensaje cristiano sea relevante, precisamos de nuevo fundamentar en la condición del hombre el principio de la esperanza. El anuncio de la vida eterna, la victoria sobre la muerte por la resurrección de Jesucristo, el descanso en la patria definitiva se dirigen a un hombre que constitutivamente espera. El Evangelio es así respuesta a la cuestión qué es el hombre; y, al mismo tiempo, enciende y sostiene el atrevimiento hacia un futuro de gloria. Se ha hablado de una especie de narcisismo, en que se ha envuelto el hombre contemporáneo; pues bien, seguramente tiene que ver esta enfermedad con la renuncia a abrirse a la meta última del hombre, que es la plenitud en Dios alcanzada más allá de la muerte; meta que hace significativas las metas provisionales y los esfuerzos diarios.

El Camino de Santiago es una invitación a ir más allá, a subir más alto, a adentrarse en lo infinito. El Codex Calixtinus, en los primeros decenios del siglo XII, refiere cómo la multitud, reunida de muchas naciones, siente la atracción de la esperanza y de lo alto. «Allí van innumerables gentes de todas las naciones… No hay lengua ni dialecto cuyas voces no resuenen allí… Las puertas de la basílica nunca se cierran, ni de día ni de noche… Todo el mundo va allí aclamando E-ultr-eia (adelante, ea!), E-sus-eia (arriba, ea!)»8. La Humanidad entera está unida en su andadura hacia la patria definitiva. La solidaridad es claramente universal. Muchos peregrinos llegaban hasta el Finisterre, donde la tierra termina y el mar inmenso comienza, para comprobar que el Evangelio de la esperanza, testimoniado por el Apóstol Santiago, había llegado a todas las gentes.

El peregrino, en medio de la dureza del camino, saca fuerzas de la meta que sueña y le atrae. Recorriendo el Camino de Santiago, el hombre se abre a la trascendencia, marcha hacia ella, la acoge, en ella se interna esperanzado, le sorprende cuando le envuelve, goza con su cercanía y se abraza a ella como el peregrino al Apóstol. El peregrino vive de la meta; desde ella se hace comprensible su fatiga. Y al divisar el término, desde el Monte del Gozo, puede cantar como el hijo de Israel al llegar a Jerusalén: «Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén» (Sal 122, 2). Revivir en nuestra generación el significado del Camino de Santiago es un motivo para recordar que la vida humana se inscribe en las dos coordenadas de la fe en Dios y de la esperanza en la vida eterna.

3. Jesucristo es el Camino

«No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios; creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas…; voy a prepararos un lugar… Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14, 1-2-6). Jesús es el acceso a través del cual los discípulos llegan al Padre. La marcha de Jesús y su retorno son determinantes para ellos: se les prepara un lugar y son tomados del mundo. Jesucristo es la única vía para ir al Padre, porque el Hijo tiene el poder de admitirlos en su casa y en su compañía. La comunión con Jesús es garantía de la comunión definitiva con Dios. Jesús es Camino, Verdad y Vida; o de otra forma, Jesús es el Camino que conduce a la Vida y a la Verdad, a la vida verdadera o a la verdad que sacia el corazón del hombre. En Jn 14, 6 el concepto principal es Camino; Vida y Verdad son la meta adonde conduce el Camino. Este verso indica la singularidad de Jesús en el acceso definitivo de sus discípulos a la Vida y a la Verdad, a los dones escatológicos. Al margen de Jesús no hay camino; caemos en el poder de las tinieblas, somos víctimas de la mentira, del pecado y de la muerte, alejándonos de Él.

«Teniendo, pues, hermanos, plena seguridad para entrar en el santuario en virtud de la sangre de Jesús, por este camino nuevo y vivo, inaugurado por Él para nosotros, a través del velo, es decir, de su propia carne, y con un Sumo Sacerdote al frente de la casa de Dios, acerquémonos con sincero corazón, en plenitud de fe, purificados los corazones de conciencia mala y lavados los cuerpos con agua pura. Mantengamos firmes la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la promesa» (Heb 10, 19-23; cf. 9, 8). En medio del desaliento y del rigor del camino, reciben los cristianos estímulo unos de otros y, sobre todo, de la seguridad para entrar en el santuario abierto por Jesús, Camino nuevo y vivo. Los cristianos, por medio de Jesús, están en situación privilegiada, caracterizada por la parresía, es decir, por el derecho de poder acercarse a Dios con toda seguridad. Tenemos la capacidad, el don, el permiso, el acceso abierto hasta el mismo Dios. Esto es una verdad sin precedentes; han caído las barreras entre los hombres y Dios; ya hay paso libre. Este camino, abierto para los hombres, esta ligado a la persona viviente de Jesús. Las separaciones del Antiguo Testamento han sido superadas en Jesucristo, mediador de la nueva y definitiva Alianza, sacerdote y víctima a la vez, hermano de los hombres e Hijo obediente de Dios. «Por Él, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu» (Ef 2, 18).

Jesús es el Hijo de Dios encarnado. Es camino concreto. La humanidad del Señor es el camino real frente a todo intento de generalización, de idealismo, de ascenso hasta Dios al margen de Jesús. La Palabra de Dios, siendo la verdad eterna, se hizo camino al tomar carne y al vivir como hombre. Santa Teresa tuvo que defender la humanidad de Cristo como camino, también en las etapas más sublimes de la mística, del ascenso de las almas hasta Dios. Esto significa que, en la visibilidad de Jesús, encontramos lo invisible del Padre, y en el Evangelio de Jesús hallamos la voluntad de Dios9. Siguiendo a Jesús, revelador del rostro del Padre, entramos en el reino de Dios.

Esta concreción de la salvación es bueno recordarla a la hora de valorar los tiempos, los lugares, los signos…, en los que Dios se acerca a los hombres. Adorar al Padre en espíritu y en verdad no significa evaporar la expresión sensible de esta relación.

La existencia del hombre como peregrino hacia la patria se significa y nutre, se simboliza en las peregrinaciones a los Santos Lugares: los del nacer, vivir y morir de Jesús, los sepulcros de sus Apóstoles, los santuarios de la Virgen, los trofeos de los mártires, los recuerdos de los santos. No fijan la trascendencia de Dios, sino que libremente en ellos encarna Dios su gracia y su misericordia. San Gregorio de Nisa habla de Belén, del Gólgota, de la Anástasis, del Monte de los Olivos como de las marcas de la gran filantropía de Dios hacia nosotros, y Egeria, nuestra famosa peregrina del siglo IV, escribe que, sobre el Monte Sinaí, «descendió la majestad de Dios»10.

Una religión en espíritu y verdad incluye también una relación sobria, sencilla y honda con las huellas más relevantes de Dios en nuestra Historia. La celebración de los misterios del Señor en la liturgia no la excluye, ya que así se proclaman también las maravillas de Cristo en sus servidores11. Es muy coherente con la ley de la encarnación, con la naturaleza simbólica del hombre y con el carácter social del cristianismo, el que, en determinados lugares y en determinados tiempos, la devoción, la fe, la penitencia hallen expresiones en tales peregrinaciones. La fe popularmente vivida requiere manifestaciones populares. Una religión purificada no es una religión esterilizada y sin vida; la Iglesia no es un conventículo de selectos, sino un pueblo de pobres y de fieles.

«Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la entrada y espacioso el camino que llevan a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha es la entrada y qué angosto el camino que lleva a la vida!; y pocos son los que lo encuentran» (Mt 7, 13-14). En el texto evangélico citado, las dos imágenes -puerta y camino- se refuerzan mutuamente; se entra en un camino y, al entrar, se atraviesa una puerta. Adonde conduce el camino y adonde se accede es al reino de Dios, a la vida. Jesús pide una disponibilidad incondicional y sin reservas. Mt 7, 13-14 es una llamada a ponerse en el camino de Jesús, a hacerse sus discípulos. El discipulado es, de esta forma, el camino, ciertamente abnegado, porque cada día hay que cargar con la cruz detrás de Jesús, pero es la puerta que abre a la vida. En Cristo se encuentra el acceso al reino de Dios; nos es dado como un don el poder ser discípulos, don que comporta fidelidad y gozo, cruz y resurrección, esfuerzo y gracia.

Jesús es el único Camino. Cruceiro

4. La Iglesia: camino y peregrinación

Por la puerta, que es Jesús, y a través de su seguimiento se entra en su compañía. Participar en su vida y en su destino es el don y la suerte de sus seguidores. La Iglesia, que es la comunidad de sus discípulos y el grupo que recibió el Espíritu Santo, es llamada también Camino en los Hechos de los Apóstoles (cf. Hech 9, 2; 18, 25.26; 19, 9.23; 22, 4; 24, 14.22). El Camino es aquí el movimiento cristiano dentro del judaísmo. Es la forma de vivir que tomaba cuerpo en la comunidad cristiana. El grupo cristiano sería equivalente a Iglesia de Dios (Gál 1, 2) convocada por Jesús, en su vida, muerte y resurrección.

La Iglesia es Camino y pueblo de Dios en marcha hacia la salvación. Los redimidos por Jesús somos miembros de un pueblo que tiene la experiencia de un destierro, que marchamos hacia una patria. Por este motivo somos una parroquia, es decir una comunidad que vive fuera de su casa definitiva (cf. Hch 7, 6.29; 13, 17; Lc 24, 19; 1 Pe 1, 1-2, 11; 1, 17; 2, 11; Ef 2,19; Heb 11, 9; Sant 1, 1). La Iglesia es una fraternidad de caminantes, una especie de ordo peregrinorum (cf. Sant 1, 1). La búsqueda de la ciudad celeste es parte integrante de la conciencia primitiva cristiana. La Iglesia, como sacramento de salvación, debe ser fermento en la marcha de la Historia12; esto supone ser compañera de camino, pero también mostrar y testificar que Jesús es el único Camino y, en consecuencia, denunciar los falsos caminos que a veces emprenden y recorren los hombres. Así debe preparar el camino del Señor en cada generación (cf. Mc 1, 3).

Al ser la Iglesia una comunidad de éxodo y una caravana de peregrinos que suspiran por la casa y por la patria, debe desembarazarse de todo lastre, de todo pecado. En los cristianos debe primar el ser sobre el tener, la libertad y la abnegación sobre el consumismo, la comodidad y la absorción en las cosas. Un peregrino es siempre un hombre ligero de equipaje, que avanza sin detenerse, que soporta el hambre, la sed, la fatiga, los peligros…, que hace penitencia porque la meta le atrae poderosamente.

La Iglesia es el pueblo peregrinante de Dios. En la trasferencia de la expresión pueblo de Dios a la comunidad cristiana se incluye también la nota de peregrinación. El Concilio Vaticano II ha escrito bellamente: «Caminando, pues, la Iglesia en medio de tentaciones y tribulaciones, se ve confortada con el poder de la gracia de Dios, que le ha sido prometido para que no desfallezca de la fidelidad perfecta por la debilidad de la carne, antes, al contrario, persevere como digna esposa de su Señor y, bajo la acción del Espíritu Santo, no cese de renovarse hasta que por la cruz llegue a aquella luz que no conoce ocaso»13.

En el camino de Emaús acompañó Jesús a los dos discípulos que bajaban desalentados (cf. Lc 24, 13ss.) Habían esperado que Jesús fuera el libertador de Israel, pero… La conversación con el caminante misterioso, poco a poco, enardece el corazón; y al sentarse juntos a la mesa y en el momento de partir el pan se les abrieron los ojos y lo reconocieron. La Eucaristía es la celebración central de la Iglesia. Aquí halla posada y hospitalidad; descubre la presencia del Señor en medio de ella. Es este alimento esca viatorum y panis angelorum; repara las fuerzas y anticipa la mesa del cielo. «Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron; éste es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera. Yo soy el pan vivo, bajado del cielo» (Jn 6, 49-51).

El Camino de Santiago es como una gigantesca parábola de Dios como meta, de Jesucristo como acceso, de la Iglesia como caravana y posada, de la mesa del Señor como pan del cielo, que es el verdadero pan para el hombre caminante.

En la peregrinación de la Iglesia nos ha precedido Santa María. La Santísima Virgen avanzó también en la peregrinación de la fe14. Una clave para comprender el puesto de la Virgen es la fe. Ella acogió la Palabra de Dios, la retuvo fielmente y junto a la cruz se mantuvo en pie. En la vida de María la fe en Dios ha sido la fuerza que fue integrando los diversos momentos de su existencia. Por esto es María modelo y madre de los creyentes.

Le Puy, punto de partida de uno de los cuatro principales Caminos jacobeos franceses

5. Las raíces apostólicas

En el origen, en la constitución y en la realización de la misión de la Iglesia como pueblo peregrinante de Dios, juegan un papel vertebrador indispensable los Apóstoles reunidos en torno a Pedro, y sus sucesores reunidos en torno al Sucesor de Pedro, el Romano Pontífice. No hay otro camino para transitar por las vías del Evangelio que el abierto por el testimonio apostólico.

El Camino de Santiago es un recorrido de fe, de penitencia y de oración a la tumba de un Apóstol. Aquí reside su especificidad junto a la peregrinación a San Pedro en Roma. Peregrinar a la tumba de Santiago es peregrinar a las raíces apostólicas de nuestra fe. Es revivir la tradición recibida a través de los Apóstoles de Nuestro Señor Jesucristo. Es asumir como tarea necesaria y urgente una nueva y más profunda evangelización en nuestro tiempo y en nuestra sociedad. Es refrescar las raíces de la fe, que en muchos, por la intemperie, han perdido humus y calor. La peregrinación a Santiago se une, de esta forma, con la misión, con el apostolado y con el principio de comunión eclesial, cuyo vértice es Pedro.

Santiago de Compostela y Finisterre forman unidad a la luz de la difusión del Evangelio. Hasta los confines del orbe se extendió el pregón de los enviados para que todos los hombres puedan poner en Dios su esperanza (cf. Rom 10, 18; 15, 12). Visitar la tumba de Santiago es recordar la destinación universal del Evangelio, la evangelización de América. Por esto, Santiago nos proyecta fuera de nuestras fronteras hacia la misión; nos adentra en los caminos de la paz, nos lanza al futuro del tercer milenio, nos impulsa a la solidaridad con todos los mundos, rompe la falsa seguridad del numerus clausus de hombres a participar en los bienes de la tierra como comensales.