Jesús, un amigo exigente - Alfa y Omega

Jesús, un amigo exigente

Colaborador

Después miré y había una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Este pasaje del Apocalipsis que anuncia la venida del Reino describe inmejorablemente la profunda emoción vivida con Juan Pablo II en París. Al mirar a mi alrededor, el horizonte parecía no tener fin: más de un millón de jóvenes, hermanos de toda lengua, raza y nación, venidos de 140 países escuchábamos en silencio su mensaje: Gustad la maravillosa experiencia de la vida en Dios, dad valiente testimonio del amor de Dios en vuestros ambientes y amad a vuestros hermanos como Cristo os ha enseñado. Con estas palabras el Papa nos enviaba a ser misioneros de Jesucristo en medio del mundo.

Como en una sola alabanza que sube hasta el cielo, cada uno en su lengua y unidos por el mismo Salvador, rezamos y cantamos juntos la alegría de ser cristianos. Casi sin darnos cuenta, se fue creando en torno nuestro un ambiente de oración e intimidad con Dios, más propio de un pequeño oratorio que de una inmensa explanada de hierba en la que oraban más de un millón de peregrinos. En un silencio cargado de respeto y de gozo, escuchamos emocionados el testimonio de diez jóvenes de los cinco continentes que recibirían en unos instantes, de manos del Santo Padre, los sacramentos del Bautismo y la Confirmación y, al día siguiente, su Primera Comunión. En la Vigilia de aquella noche el Papa nos recordaba a todos la grandeza de nuestro bautismo: Por el bautismo, Dios nos da una madre, la Iglesia, para avanzar en el camino de la santidad, y en ella nos da hermanos para amar.

Inolvidable

Hay instantes que jamás se olvidan. Para mí lo fue aquel en que iluminamos la noche con cientos de miles de pequeñas velas, símbolo de nuestro bautismo, e invocamos la intercesión de todos los santos. Arriba, más numerosos que las estrellas del cielo, los santos intercedían por nosotros; aquí abajo, el rostro de cada bautizado, reflejado por una vela blanca, parecía iluminar las tinieblas del mundo y gritamos en silencio que la esperanza está viva, que, al contrario de lo que a menudo nos anuncian, hay millones de jóvenes en toda la tierra que aman a la Iglesia y viven con valentía, y verdadera alegría, el Evangelio.

Mientras conversaba con hermanos de todo el mundo, mi amor a la Iglesia crecía cada vez más. Me ayudó especialmente el testimonio de fe y esperanza de Gerard, un joven de 25 años venido de Ruanda para compartir su experiencia de una Iglesia perseguida, de una tierra de mártires. Sólo el Cuerpo de Cristo fue su alimento en tiempos de guerra, y la oración, el pilar que lo mantuvo vivo. Una mañana, ante el Santísimo expuesto, los jóvenes de su grupo de oración rezaban mientras veinte personas entraban en su parroquia para matarlos. Gerard logró escapar y, como en la persecución de los primeros cristianos, hoy canta una alabanza diciendo con san Pablo: Ni la muerte, ni la guerra, nada puede separarnos del amor de Dios.

Tampoco olvidaré el profundo gozo que vivimos cuando miles de jóvenes tomamos las calles de París para construir una cadena de fraternidad de 36 kilómetros rodeando el centro de aquella ciudad, en la que en otros tiempos, en nombre de una falsa libertad y fraternidad, se destruían iglesias y se construían estatuas a «la diosa razón». Otro signo que anunciaba la llegada de la civilización del amor fue el Vía Crucis que rezamos juntos en las calles del Barrio Latino. Con sorpresa y respeto nos miraban cientos de jóvenes. Para muchos, era la primera vez que veían a jóvenes de su generación rezar en silencio o cantar su alegría de vivir por las calles y en los vagones del Metro de la gran ciudad. Dejando a un lado el ruido y el humo del bar, se acercaban curiosos, con una profunda sed de verdad.

Vivir la verdad

-Maestro, ¿dónde vives?

-Venid y lo veréis; este diálogo entre Jesús y los primeros dos jóvenes que le siguieron fue el lema de esta XII Jornada Mundial de la Juventud. El Papa nos invitó, a cada uno, a hacerle la misma pregunta a Jesús en el silencio de la oración: Maestro, ¿dónde vives? Juan Pablo II dijo emocionado que Cristo vive en el que sufre, en el pobre; que Jesús está vivo en la Eucaristía y en medio de su Iglesia santa. Y también nos recordó que en un mundo en el que tantos jóvenes pierden la ilusión, la razón de vivir, sólo Cristo nos da una vida plena de sentido, de esperanza.

Sólo Él puede reunir a más de un millón de jóvenes que no tienen miedo a vivir la verdad, la pureza, la alegría de la juventud y de amar a Jesucristo, que es el mismo ayer, hoy y siempre. Son más de un millón de jóvenes de los que no se habla en los telediarios, que se reúnen en nombre de Cristo para mostrar el rostro de la esperanza al mundo. Ni una botella rota, ni un incidente; sólo la alegría sencilla de seguir a un «amigo exigente», como le llamaba el Papa a Cristo en su carta de convocatoria de esta Jornada.

También yo quiero seguir esta voz hasta el final y soy consciente de que vivimos un tiempo excepional, que no pide cristianos a medias, sino santos que iluminen el mundo con la claridad de sus vidas, como la joven Teresita de Lisieux.

María Isabel Coira