Dios vive en familia - Alfa y Omega

Dios vive en familia

Fiesta de la Sagrada Familia

Antonio Montero Moreno

Cristo Jesús entró en la vida humana de manera muy distinta a la de Adán y Eva, que salieron, ya mozos, de las manos prodigiosas de Dios, alfareras con el primero, y por trasplante indoloro con la segunda. En cambio, el nacimiento de Jesús fue casi como el nuestro, excepción hecha del parto virginal de María –como el rayo de sol por el cristal, en la bella dicción de los catecismos clásicos-. San Pablo lo atestigua muy llanamente: «Nacido de una mujer, nacido bajo la ley» (Gal 4,4). Un bebé envuelto en pañales y nutrido por la leche materna: «¡Dichosos los pechos que te amamantaron!» (Lc 11,27), censado en el Registro civil, como cualquier hijo de vecino -que a eso fueron sus padres a Belén-. Con el Niño Jesús, en brazos o de la mano, quedaba ya establecida en Nazaret la Sagrada Familia.

Ni que decir tiene que todo esto ocurría, no por mera casualidad, sino que los acontecimientos discurrían con arreglo a los designios divinos, que el recién nacido conocía muy bien. Sólo Él, en toda la estirpe humana, pudo programar de antemano las circunstancias concretas de su venida al mundo como su salvador. Para Jesús, nacido del Padre antes de todos los siglos, era éste de Belén su segundo nacimiento, al tiempo que la otra, con José y María, era su segunda experiencia familiar. Ambas sagradas familias tenían, por supuesto, mucho que ver entre sí. San Pablo -otra vez san Pablo- lo supo expresar como nadie: «Doblo mi rodilla ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo, de quien procede toda familia en el cielo y en la tierra» (Ef 3,14-15).

Dediquemos unas líneas a la Familia trinitaria, arquetipo supremo de la pluralidad en la unidad. Tres personas, cada una Dios, y las tres son el Dios Único. La Primera engendra a la Segunda, y en su amor recíproco consiste el Espíritu Santo, con el rango divino de la Tercera, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria. Dios se define a sí mismo como el amor absoluto y total, que circula, valga la expresión, sin salir de sí mismo, en comunión recíproca y total de las tres divinas personas. Dios -digámoslo en nuestro idioma- vive en familia.

Él mismo, como sabemos, instituyó la familia en el primer origen de la Humanidad, con la unión amorosa y perpetua del varón y la mujer, para la ayuda recíproca y la misión procreadora, asegurando después en el Decálogo los deberes esponsales y paternofiliales. La Biblia -y, con ella, la Iglesia- vio siempre la familia como hontanar de amor, transmisora de la vida y de la fe, célula de la sociedad, Iglesia doméstica ella misma. Reflejo, en última instancia, del amor trinitario de Dios.

En esta luminosa fiesta de la Sagrada Familia, infraoctava de la Navidad, la Iglesia vuelve sus ojos al hogar de Nazaret, reflejo de la Familia divina, y maqueta más a nuestro alcance del modelo familiar al que aspiramos. Mirando a Nazaret, todo allí es convivencia dulcísima de los esposos, en el amor y cuidado del Niño, en la adoración del misterio que van descubriendo, entre luces y zozobras, entre soponcios y maravillas. Taller y cocina, sinagoga y convivencia vecinal, fiestas y templo cada año. Cristo ofrece al Padre todo el espesor de su vida humana, de la que sólo un escaso diez por ciento será pública y notoria. Pero todo es aquí Encarnación y Redención.

No es hoy el momento de nublar la alegría navideña con las sombras de la familia en nuestro tiempo: matrimonios nulos por inmadurez, rotos por inconstancia, infidelidad o desencanto; divorcios a granel y matrimonios subsiguientes, parejas de hecho, o de ficción degenerativa, campo infinito para la misericordia de Dios, para la atención amorosa de la Iglesia, para la prevención educativa y la legislación responsable.

Evangelio de mañana / Lucas 2, 22-40

Cuando llegó el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor (de acuerdo con lo escrito en la Ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor») y para entregar la oblación (como dice la Ley del Señor: «Un par de tórtolas o dos pichones»).

Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que aguardaba el Consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu Santo, fue al templo. Cuando entraban con el niño Jesús sus padres (para cumplir con él lo previsto por la Ley), Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:

«Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel».

José y María, la madre de Jesús, estaban admirados por lo que se decía del niño.

Cuando cumplieron todo lo que prescribía la Ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.