Gozo y realismo de la Navidad - Alfa y Omega

Gozo y realismo de la Navidad

Colaborador

¿Cómo pensar, vivir y realizar la Navidad desde la experiencia del misterio, y no sólo ni primordialmente desde la costumbre, la tradición, el folklore o la mercancía propagandística, que en torno a ella se ha concentrado?

Primero, no sería poco percatarse de que, de hecho, la Navidad cumple ya dos funciones que poco tienen que ver entre sí: una es de descanso y actitud festiva, de encuentro familiar, y gozo en la amistad. Todo ello es legítimo y hay que ayudar a que sea verdadero el encuentro, real la celebración y auténtica la fiesta en la amistad. Los cristianos queremos colaborar a esos valores. Por ello luchamos para que no los inunde la mera actitud de compra y regalo, de cena opulenta en la noche o una forma de fiesta, que más que silencio y sosiego de encuentro gozoso, se agota en el ruido y en el dispendio, en la extremosidad y en la desquietud.

Nosotros, sin embargo, no nos podemos quedar en el reconocimiento de una fiesta de humanidad, o en el diagnóstico crítico y acusador del secuestro que esa fiesta ha sufrido por el mercado, la publicidad y la política. Una iglesia o un cristiano no puede ser sólo ni sobre todo aguafiestas, sino creador, capaz de fiesta nueva, de más amplio sentido y gozo, recordando que las reales fiestas y la capacidad de gozo surgieron históricamente cuando el hombre hacía memoria de lo que Dios había hecho por él y con él, de que había sido un comensal en la noche del tiempo, que se había acercado a la familia humana, y el acercamiento había sido tanto que no sólo había estado a la mesa sino que había estado dentro del entramado del nacer, vivir y morir. Recordar esas gestas y gestos de Dios era conferir hondo sentido y última trascendencia a los actos, acontecimientos y decisiones humanas. Cada celebración humana de nacimiento, madurez, opción de vida en matrimonio, final de vida en muerte: todos esos acontecimientos eran del hombre y de Dios. Dios les daba apoyo y les confería una luz de fondo que los tornaba luminosos, aun cuando acontecieran en la oscuridad y en el dolor.

La Navidad es la celebración litúrgica del hecho supremo para la historia humana: Dios ha entrado en la compañía del hombre. Su distancia ontológica se ha hecho cercanía ontológica, asumiendo nuestra misma naturaleza y solidaridad histórica y compartiendo nuestro destino. El hombre, atenazado siempre por su finitud y mortalidad, pecado y soledad consiguientes, se ha preguntado con dolorido sentir: ¿Estoy solo en el mundo? ¿Es mi soledad la última palabra y, por ello, el desconsuelo, el último suelo de mi vida? ¿Hay alguien que me vive desde dentro de mi historia, tan cercano a mí que me pueda compadecer, pero más potente que yo para que me pueda sustraer a mi desvalimiento y pobreza? La respuesta bíblica ha sido clara: Enmanuel, que literalmente traducido dice: Con nosotros está Yavé.

Dios, por consiguiente, el Infinito, el Eterno no es mera realidad, sino relación; no es seca trascendencia, sino húmeda inmanencia, hasta las lágrimas; y sobre todo no es envidia, exigencia, urgencia al hombre. Es el que tiene capacidad y gozo en compartir su riqueza con el hombre; el que no retiene lo que tiene, sino que lo otorga a quien no lo tiene para que sea rico con su riqueza. San Pablo nunca proyectó un programa moral para sus Iglesias, pero su vivencia cristológica era tan fuerte que le brotaba ante las situaciones. Cuando invita a los creyentes de Corinto a colaborar en la colecta para ayudar a los fieles de Jerusalén escribe: Conocéis el agraciamiento que nos hizo nuestro Señor Jesucristo, que siendo rico se hizo pobre por amor vuestro, para que vosotros fueseis ricos por su pobreza. Lo que Jesús hizo fue un otorgamiento de su propia persona a los mortales para enriquecerlos desde dentro, en la solidaridad que padece y compadece, y no en mera ayuda exterior, insolidaria y aséptica. Luego san Pablo establecerá una reflexión más profunda en el llamado himno de la Kénosis: vaciamiento o empobrecimiento, renuncia a su condición y existencia en forma de Dios para llegar al nivel en que estaban los que, bajo el pecado y temor a la muerte, eran esclavos.

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La meditación cristiana ha comprendido este misterio en doble dirección. Primero, se ha admirado, temblado, jubilado y cantando desde el asombro ante el Infinito existiendo con nosotros, ante su condescendencia, ante su generosidad. Y, consiguientemente, ante el enriquecimiento que supone para la Humanidad. En verdad no estamos solos. En verdad el Eterno y Santo no olvida, menos desprecia y menos condena, a sus criaturas, sino que se acuerda de ellas. Son obra de sus manos y son sus hijos. Los místicos y poetas españoles han entrelazado cantos y cantos, poemas y poemas para expresar ese agradecimiento y gozo: desde Lope de Vega a Rosales, desde Góngora a Vivanco. Dejadme que sólo cite dos versos del poeta cordobés, que se admira de que Dios no sólo haya vivido nuestra vida, sino de que haya saltado sobre el abismo que separa al Infinito y a los mortales. Mucho fue morir con nosotros y por nosotros, pero más admirable y radical hazaña, metafísica y amorosa, fue nacer hombre con nosotros: … porque hay distancia más inmensa / de Dios a hombre, que de hombre a muerte (Luis de Góngora. Soneto al nacimiento de Cristo Nuestro Señor).

Quien ha percibido ese abismo de gracia y de condescendencia de Dios con nosotros, se siente impulsado por dos grandes necesidades: agradecer y compartir. Volver la mirada a su Dios y extender la mirada a su prójimo. Quienes han sido agraciados necesitan ser agradecidos como expresión de su mejor ser, de su auténtica autonomía. Y, a la vez que agradecimiento a Dios, necesitan crear agraciamiento al prójimo. ¿Cómo iban ellos a celebrar con verdad el don de Dios y retenerlo? ¿Cómo iban a sentirse acompañados por Dios y no preguntarse por la soledad de su hermano? ¿Cómo iban a tener algo en propio sin, a la vez, preguntar qué tiene el hermano y de qué carece?

Ahora permitirme que deje los poetas y me vaya a los místicos, a los de nuestra tierra. San Juan de la Cruz dice que las cosas santas de suyo humillan. Humillan está usado en sentido rigurosamente etimológico, antes que moral. Humillar viene de humus=tierra. Es decir, acercan a la tierra, hacen tocar tierra, nos tornan realistas y humildes, capacitándonos así para poder ver, reconocer, amar y compadecer a los demás. Quien ha estado en contacto con el Misterio se vuelve en este sentido humilde. Y a la inversa, quien no está cercano a la tierra, al prójimo, a su pobreza y necesidad, soledad o desamparo, es que no se ha acercado a las cosas santas. Digamos en nuestro caso: quien no piensa en su vecino solo, en su amigo indigente, en su paisano encarcelado, en su compañero triste, ése no ha percibido el aliento glorificador (participación en el esplendor y gloria del Nacido con nosotros) y humillador (devolución realista a la tierra) que entraña el Misterio de Navidad. O ha sucumbido a la propaganda, se ha quedado en mera tradición festiva, o ha olvidado la entraña de su fe.

San Juan de la Cruz supo de experiencias místicas y de pobrezas familiares; por eso denuesta a los que buscan granjerías y mayorías y desvela el egoísmo y carencia de fe en aquellos que sienten asco de los pobres y desprecian a los que sirven. Él había pasado por tales situaciones padeciéndolas, y ahora las desenmascara como contrarias al primordial instinto cristiano de quien se sabe encontrado, curado y agraciado por Dios en su pobreza.

El Misterio de Navidad nos concentra en el Niño; nos abre al Padre y nos remite a los hermanos. Sólo así nos dejamos encontrar por Dios; celebramos Navidad cada uno, y dejamos que pase al mundo la magnanimidad de Dios. Sólo cuando es tal la hondura religiosa y la coherencia práctica, podemos hablar con gozo y realismo de Navidad.

En tal actitud quisiera celebrarla este año, junto con todos vosotros. Un abrazo.

Olegario G. de Cardedal