El Evangelio hecho mujer - Alfa y Omega

El Evangelio hecho mujer

Entre los pobres, a los que tanto amó y junto a los cuales tantas veces vivió el definitivo paso de la muerte a la vida, el viernes día cinco de septiembre la Madre Teresa de Calcuta entregó su alma privilegiada a su Creador

Miguel Ángel Velasco

Parecía hasta imposible que alguna vez fuera a suceder, pero el impresionante corazón de la madre Teresa de Calcuta ha dejado de latir. Ahora que ya ha alcanzado la plenitud de su vocación de eternidad, es cuando precisamente más y mejor sigue latiendo su humanísimo corazón: al lado, para siempre, del germinal corazón de Dios, y también en el corazón de todos los pobres de la tierra: los pobres de cuerpo y los pobres de espíritu, que se sienten huérfanos. Todo este mundo nuestro, tan rico como menesteroso, la llamaba madre.

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Su paso por este mundo -su Pascua- ha sido el breve, aunque octogenario, fielato, propio de la condición humana; ha sido esa ineludible aduana que hay que pasar, se sea miembro de la Comunidad Europea o hijo del tercer mundo, negro, blanco o amarillo, joven o mayor, monje de clausura, sargento, VIP o señora de la limpieza, antes de entrar en la Esperanza cumplida, en la definitiva y permanente alegría, que es nuestro Padre Dios.

Ella, Inés Bohaxhiu, Evangelio hecho mujer, fantástica pero realísima mujer -albanesa-yugoslava, a la vez croata y serbia, india y romana, brasileña con los brasileños y turca en el Bósforo, ciudadana del mundo a fuer de católica de veras-, ya no tenía, desde hace muchos años, necesidad de pasaporte para moverse por este valle de lágrimas. No había control de policía que su sonrisa no pasara, sin más, en todos los iguales aeropuertos del orbe, sin mostrar más carnet que el de las arrugas de su cara como esculpida a cuchillazos. ¡Figúrense para entrar en el gozo eterno de su Señor, al que tanto amó…!

Chismorrea la calenturienta imaginación de los audaces enviados especiales a este -y éste sí que sí- encuentro en la Cumbre que lo primero que preguntó madre Teresa -las manos juntas a la altura del corazón sobre su sari blanquiazul, la sonrisa en sus ojos, y en sus sandalias el polvo enamorado de tantos caminos-, nada más llegar a la portería de san Pedro, fue: Oiga, perdone: ¿para ir donde los pobres…? Y, sin esperar más, como con prisa -la fuerza de la costumbre-, se coló de rondón. Sin más historias. Las malas lenguas, que nunca faltan, cuentan ya que andan preocupados en el séptimo cielo porque esta bendita monja, puro manojo de nervios, está volviendo loco al lucero del alba y no para de preguntar que a quién hay que echar una mano, que si no, ella se aburre… ¡Qué ceguera! ¡Como si fuera el activismo, en lugar del amor a su Esposo divino, lo que movía a Teresa de Calcuta durante su vida en la tierra!

El Hola de allá arriba…

Teresa de Calcuta, y de Madrid, y del mundo entero, Madre Teresa de los pobres -que es como decir de Jesús-, ¡qué recibimiento por allá arriba, eh! No se pierdan el próximo número de Los Angeles Times que es, por lo visto, como el Hola celestial. Para que se hagan una idea, sale, entre muchos otros, con artículos de la otras Teresas de Jesús, la de Ávila y la de Lisieux, de Rabindranath Tagore y de Francisco de Asís, y un poema de Salomón y otro de Berceo. Toda su vida vivió con la imperecedera certeza de que iba a resucitar con y como su Señor. Y la vive, ya, por fin, de modo desbordante y para siempre.

La inmensa, inacabable legión de seres humanos que no concebía la vida sin ella ha empezado a sentir ya profundamente el bálsamo sereno de su todavía más prodigiosa protección, y el calorcillo de su sonrisa es como una especie de oxígeno vital que invade el cada vez más ancho mundo de los desahuciados y desheredados. Se nota, ahora que ya se ha ido físicamente, como una oleada de especial ternura, o cariño, o como ustedes lo gusten llamar; se siente como más calor humano por todos los recovecos del planeta; como si, de repente, la gente hubiera aprendido un sublime secreto y descubierto la sorpresa del misterio sencillísimo, elemental, de amarse sin más, como se quieren los niños.

Dicen que, en el momento de entregar su alma privilegiada al Creador, un suavísimo perfume, como de miles de guirnaldas inmarcesibles de rarísimas y atónitas orquídeas, invadió la atmósfera por donde circulan, tengo entendido que a velocidades de vértigo y sin semáforos que valgan, los cometas y las estrellas fugaces del Cuaternario en una prodigiosa danza de celebración, inusitada e inédita, medible sólo en años luz.

Hay gente -poca, pero la hay- que escucha, apenas muere, como la salmodia de una gozosa marea irreprimible. Ella oye el rumor insistente de millones de plegarias que rezan así: Santa Teresa de Calcuta, ruega por nosotros. Así que… ya digo. Por lo visto, a la entrada del viejo Palacio de los Pináculos, de Benarés, donde ella había sustituido el lema de los antiguos maharajás por aquel cartelón de madera en el que se leía: Misioneras de la Caridad, Asistencia a los leprosos, ahora se lee sin más: ¡Aleluya!

¿Será cierto, como se susurra por el Moridero de Calcuta, que a los que agonizan les ha entrado como un poco de prisa por irse cuanto antes con su Madre? Todos los muertos vivientes de este mundo pueden estar seguros de que ahora les cuidará mejor. Le traía sin cuidado la raza de cada cual, o el color de la piel, el país o el régimen político que fuera. Ella hacía, y lo hizo siempre, con toda sencillez, lo que tenía que hacer: amar a Jesucristo en cada una de sus imágenes vivientes.

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Ni comunismo, ni capitalismo

En Estados Unidos se encontró hace poco a un borracho lleno de miseria y tirado en un rincón inmundo, uno de esos rincones que pensamos que sólo existen en las películas. Ella lo recogió, lo limpió sin decir palabra, y en la primera rueda de prensa preguntó a los periodistas norteamericanos: ¿Dónde está vuestra riqueza? ¿Nadie atiende a estos seres humanos?

Fundó una de sus casas de acogida en uno de los pocos países comunistas que quedan. Un mandamás le dijo muy orondo: -Aquí, el cuidado de los enfermos corre a cargo del Estado. -Puede ser, respondió ella; pero no lo hace… Deme a mí ese terreno para atenderlos. Y se lo dieron, claro…

No era una heroína; era una madre. Sabía, con Juan Pablo II -ninguno de los dos se andan con remilgos-, que el remedio a los males de este mundo no está en las visiones torpes y miopes que reducen de modo suicida la inmensa dignidad de cada ser humano.

Dice el parte médico que esta anciana maravillosa, tan encorvada y mínima por fuera como gigantesca por dentro, ha muerto, claro, del corazón. ¿De qué iba a ser? Ha muerto de amor. De que ya no podía amar más. Le ha estallado el corazón. No ha hecho falta autopsia alguna para comprobarlo. Su amigo, el Papa, es quien mejor la ha definido: Era la ternura de Dios hecha mujer.