Un perfume contagioso - Alfa y Omega

Un perfume contagioso

Santa Teresita, Patrona de las Misiones, entendió a fondo lo único que verdaderamente merece la pena entender: que, «al atardecer de la vida, se nos examinará de amor». Y obtuvo matrícula de honor en tan ardua asignatura. Así lo contaba Miguel Ángel Velasco, hace cinco años, en el boletín de la Conferencia Episcopal Española, con las reliquias de la santa en España. Y así lo recordamos hoy, en vísperas de la beatificación de sus padres, el próximo 19 de octubre, día del DOMUND

Miguel Ángel Velasco

«He comprendido que la Iglesia tiene un corazón y que ese corazón arde de amor»… ¿Tiene algo de particular que, por dondequiera que pase la jovencísima santa que dijo eso, vaya suscitando amor? El perfume del amor, como el de la libertad, o el de la verdad, es contagioso. Sucede que, como en cualquier otro rincón del planeta, y son ya casi treinta los países de todo el mundo que ha visitado, a la llegada de la urna de santa Teresa del Niño Jesús, huele muchísimo a amor verdadero.

Ya sé que no faltará quien piense que todo esto suena a música celestial. Nada nuevo bajo el sol. En el Evangelio podemos releer aquello de que «hay cosas que Dios esconde a los grandes y sabios de este mundo…, y revela a los humildes y sencillos de corazón». Teresa de Lisieux, Evangelio puro hecho mujer, pasa por nuestras plazas e iglesias, por nuestra vida, recordándonos, con su simple pasar, que hay razones del corazón que la razón no entiende. Es inútil que los racionalistas a ultranza se empeñen en entenderlo. Perdidos en los supercomplicados laberintos de los prejuicios y de los tópicos más rancios, andan pensando en los santos como seres extraños, como extraterrestres tocando cítaras melifluas y arpas entre nubes; y, claro, desde esas babias, no entienden, no pueden entender lo que, sin embargo, está al alcance del gozo y de la alegría, normal, naturalísima, de los más sencillos; se pierden -y ya es triste- el asombro ante el prodigioso realismo del amor.

Desde que el vuelo de Iberia 3435 trajera, desde París a Madrid, la urna-relicario de santa Teresita -¡qué elocuente y expresivo el diminutivo cariñoso, desde el primer momento, por parte del pueblo santo de Dios!-, la fuerza de su gracia inunda de serena paz interior corazones y almas. Y de esperanza. Y de seguras certezas. Nada tiene de extraño, insisto, cuando se trata de la memoria viva de quien escribió de sí misma: «El primer sermón que comprendí, de niña, fue el de la Pasión del Señor».

Cuentan sus biógrafos que la que había escrito «Quiero amar a Dios tanto como santa Teresa» había colocado en su celda una estampa de la santa de Ávila, de rodillas ante un Crucifijo, en la que se leían estas dos consignas, en latín: Misericordias Domini in aeternum cantabo (Cantaré por siempre las misericordias del Señor) -efectivamente, las sigue cantando-, y Aut pati, aut mori (O sufrir, o morir). Tenía muy pocos años de edad, pero la suficiente madurez interior para haber entendido a la perfección la sublime pedagogía, insuperable, de la Cruz.

Una amorosa audacia

Es una auténtica gozada espiritual releer su singular Historia de un alma, repasar lo que sus biógrafos nos han contado sobre ella. Bajo el título Sólo Dios, su oración escrita más breve fue: Haz que me parezca a Ti, Jesús. Quería ser misionera con los misioneros por todo el mundo, y lo fue, de manera extraordinaria, sin salir de las cuatro paredes de su celda, agradando a su Señor «en las pequeñas cosas de cada día». Le encantaba «la amorosa audacia de María Magdalena». Por su gusto, le hubiera gustado ser tantas cosas: sacerdote, guerrero, apóstol, doctor, mártir…, pero lo que de verdad de la buena le gustaba, por encima de todo, era amar hasta morir de amor. Lo hizo veinticuatro horas cada día y cada noche, poniendo su luz no bajo el celemín, sino bien en el candelero, de manera que alumbrase a todos los de la casa. Y todavía sigue alumbrando, porque se trata de una luz perenne, inapagable. Entendió a fondo, en los apenas 25 años que vivió antes de pasar de esta vida con minúscula a la Vida con mayúscula, lo único que verdaderamente merece la pena entender: que «al atardecer de la vida se nos examinará de amor», y obtuvo matrícula de honor en tan ardua asignatura. Tanto fue y es así, que el aroma contagioso de su amor, como una lluvia de rosas, sigue, y seguirá siempre, perfumando el mundo.