CAPÍTULO III. Para anunciar, celebrar y servir el Evangelio de la esperanza - Alfa y Omega

CAPÍTULO III. Para anunciar, celebrar y servir el Evangelio de la esperanza

Antonio María Rouco Varela
Nuevos medios para una evangelización nueva

No son pocas las dificultades que la cultura secularista, dominante en la Europa de nuestros días, presenta para la vida de los hombres y para el anuncio del Evangelio. Pero no son menos las razones para la esperanza. La naciente Iglesia apostólica no tenía las cosas más fáciles. Pero ella venía de Pentecostés. Ahora bien, Pentecostés no es sólo un hecho del pasado, sino que sigue presente en nuestros días, en particular, gracias al Concilio Vaticano II. Estamos convencidos de ello. Por eso continuaremos trabajando sin desmayo en la nueva evangelización.

Europa ya no está hoy tan patentemente dividida por muros e ideologías totalitarias. Pero persiste en ella una división más profunda, causa de graves quebrantos del ser humano y amenaza de nuevas calamidades. Es la división existente entre los bautizados que viven su fe en Dios y los que se han alejado de su fe bautismal o ni siquiera la han profesado nunca. Conservo bien en mi memoria las palabras escuchadas a Vuestra Santidad en Santiago de Compostela en 1982: Europa está dividida en el aspecto religioso. No tanto ni principalmente por razón de las divisiones sucedidas a través de los siglos, cuanto por la defección de bautizados y creyentes de las razones profundas de su fe y del vigor doctrinal y moral de esa visión cristiana de la vida, que garantiza equilibrio a las personas y comunidades.

Venerables Hermanos, Europa se encuentra en esta hora ante una decisión fundamental: o la conversión al Dios de nuestros padres, cuyo Hijo se ha hecho hombre por amor al hombre, o el apartamiento de las raíces espirituales de las que ha germinado el verdadero humanismo europeo. Nuestra tarea como Iglesia es anunciar con obras y palabras al Dios vivo, es decir, el Evangelio de la esperanza. En el tramo final de esta Relatio deseo hacer algunas sugerencias en orden a la mejor realización de esta tarea. Me serviré del mismo esquema empleado en la parte anterior y hablaré de cómo testimoniar, celebrar y servir hoy en Europa el Evangelio de la esperanza.

1. El ministerio de la Palabra ha de ser cuidado con esmero. Porque ¿cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? (Rom 10, 14). Las posibilidades que hoy se abren a este ministerio son muchas y están lejos de haber sido aprovechadas bien: los medios de comunicación más recientes, como internet y las nuevas técnicas de la televisión, y también los más clásicos, como la prensa, los libros y la radio, son instrumentos que hay que saber aprovechar mejor. Para su buena utilización, y también para el uso de la palabra en las homilías y las alocuciones directas, es necesaria una preparación adecuada. Pero deseo detenerme en la disposición fundamental que ha de presidir este ministerio y en el que considero uno de los contenidos de la predicación al que se ha de dar prioridad en nuestros días.

Hemos de anunciar el Evangelio con fe plena y valiente. Es cierto que no se trata tanto de confiar en nuestros propios medios y posibilidades, cuanto de recordar siempre de Quién nos hemos fiado (cf. 2 Tim 1, 12). El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se hizo carne de modo que, siendo hombre perfecto, salvara a todos y recapitulara todas las cosas. El Señor es el fin de la historia humana, el punto en el que convergen los deseos de la Historia y de la civilización, centro del género humano, gozo de todos los corazones y plenitud de sus aspiraciones (Gaudium et spes 45). El diálogo con la cultura atea de nuestros días y con otras religiones no deberá inducir a ningún cristiano a dudar de que en Jesucristo, el Hijo unigénito del Padre, Dios se ha acercado de modo único y supremo al ser humano y éste ha recibido así la salvación y la plenitud de su ser.

Frente a una civilización que origina hombres solos, urge un serio cultivo de la vida espiritual

Han pasado los tiempos del temor

Han pasado los tiempos del temor y del acomplejamiento. No estamos exentos de cometer errores en nuestra predicación y en nuestra labor pastoral. Pero confiamos en que nuestras debilidades son superadas con creces por la Palabra misma que anunciamos cuando la ofrecemos con limpieza y fidelidad. No nos está permitido en modo alguno desconfiar del Evangelio, que es fuerza de salvación procedente de Dios (cf. 1 Cor 1, 18-25). No podemos hurtarles esta fuerza a nuestros hermanos, que sufren la desesperanza alimentada -o, al menos, no impedida- por el humanismo inmanentista. Si el aparente éxito de las promesas y de las soluciones de las ideologías materialistas del progreso ejerció durante algún tiempo una cierta fascinación incluso sobre los llamados a anunciar el Evangelio, hoy, gracias a Dios, todos podemos y debemos sentirnos libres de tal servidumbre. El fracaso manifiesto de las más emblemáticas de dichas ideologías debe servirnos de lección también a los ministros de la Palabra. Son signos de los tiempos que nos confirman en la fe recibida de los Apóstoles: Jesucristo es el único Salvador del hombre.

La Iglesia ha de predicar hoy en Europa con toda confianza a Jesucristo, crucificado y resucitado, Evangelio de la esperanza. Hay diversos indicios que nos inclinan a pensar que la predicación íntegra, clara y renovada de Jesucristo resucitado, de la resurrección y de la vida eterna ha de constituir una prioridad en los próximos años. El cierto déficit que el ministerio de la Palabra ha venido padeciendo en este punto es el primero de dichos indicios. ¿No hemos hablado demasiado poco y fragmentariamente de la Gloria que la Iglesia espera para sus hijos y para la creación entera? Por otro lado, ¿no hemos silenciado a menudo la posibilidad real de la perdición eterna frente a la que nos previene Jesucristo mismo? En segundo lugar, otro indicio que nos habla en favor de dar especial relieve a la predicación del último artículo del Credo es el recurso cada vez más frecuente de no pocos de nuestros contemporáneos, incluso entre los bautizados, a ciertos sucedáneos de la verdadera esperanza, como son la creencia en la reencarnación, la astrología y otras prácticas adivinatorias. En tercer lugar, el hedonismo e incluso el cinismo ético que van tomando carta de naturaleza entre nosotros están sin duda también en relación con la carencia del verdadero aliento moral que procede de la fe en la Vida eterna, pues la espera de una Tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar la preocupación por perfeccionar esta tierra (Gaudium et spes 20, 2). Además, en cuarto lugar, frente a un cierto ecologismo que difícilmente puede ser calificado de humanista, la esperanza del Cielo evita que esta tierra o la naturaleza sean vistas como el medio absoluto en el que el ser humano estaría destinado a integrarse e incluso a disolverse; y previene también contra al abuso irresponsable de los recursos de la creación de Dios. Por fin, el paradójico escepticismo del europeo de nuestros días, que es hijo de la cultura de la libertad, respecto de la verdadera profundidad de las decisiones libres del ser humano, nos hace pensar también en la necesidad de hablarle con renovado empeño a este hombre de la dimensión de eternidad implicada en todos los estratos de su ser, convocado a la comunión perfecta con Dios.

Sabiendo, pues, que en un contexto en el que crecen la indiferencia y la secularización estamos llamados en particular a rendir testimonio de los valores de la vida y de la fe en la resurrección, que encarna el mensaje cristiano en su integridad (Juan Pablo II, Mensaje con ocasión de la Asamblea ecuménica de Graz de 1997), todo lo dicho nos invita a la reflexión sobre propuestas concretas en las que se pudiera articular la prioridad de la predicación de la resurrección y de la vida eterna.

En todo caso, el anuncio de la Palabra exige hoy más que nunca la formación de sus ministros, la cual ha de partir de un serio cultivo de su vida espiritual que los capacite para ser sus testigos. No basta alimentar la confianza y establecer unas ciertas prioridades. Es necesario también preparar y cuidar bien los instrumentos. Sin duda el primero de ellos, si se puede hablar así, es la persona del ministro. Ante todo, los sacerdotes, los diáconos, los catequistas, los profesores de Religión. En definitiva, todo bautizado, en cuanto testigo de Cristo, ha de adquirir la formación apropiada a su situación para que la fe no sólo no se agoste por falta de cuidado en un medio tan hostil como es el ambiente secularista, sino para sostener e impulsar el testimonio evangelizador.

La formación de los ministros de la Palabra necesita una teología elaborada y transmitida de acuerdo con su estatuto específico de saber fundado en la divina Revelación e integrador de una razón confiada en sus capacidades y abierta a la metafísica, como ha recordado la encíclica Fides et ratio. Un saber así no puede fructificar al margen, ni mucho menos frente a la Iglesia, a su tradición y a su magisterio. La teología prospera y sirve verdaderamente a la inculturación del Evangelio cuando es, a un tiempo, contemporánea y arraigada en la comunión eclesial.

«La Eucaristía, fuente y culmen de toda vida cristiana». ‘La Santa Cena’. Capitel de la iglesia de Issorie (Francia), siglo XII

Saber responder a los problemas del hombre

En el orden catequético contamos hoy con el Catecismo de la Iglesia católica. Los catecismos adaptados a las diversas situaciones tienen en él una guía segura para convertirse en instrumentos aptos de una formación integral en la fe. Los catequistas, los pastores y, en general, las personas de mayor formación, harán uso del Catecismo como libro de referencia básico para su anuncio del Evangelio. El horizonte más amplio del uso del Catecismo en una labor catequética orgánicamente integrada en la vida de la Iglesia se describe en el Directorio Catequético General de 1997. Todos estos instrumentos han de estar muy presentes en la formación para el ministerio de la Palabra, si se quiere responder a las dos necesidades más urgentes del momento: la de su ejercicio íntegro y fiel a la fe de la Iglesia y la de saber responder a los verdaderos problemas del hombre de nuestro tiempo, carente y ansioso de Dios. Abandonarse a la mera creatividad particular y, más aún, a la improvisación bienintencionada sólo podría ser nocivo.

2. La celebración de los misterios de la salvación constituye el corazón de la Iglesia. El ministerio de la Palabra, rectamente ejercido, conduce a la celebración de los Misterios de la fe y se expresa en ella, sobre todo en los sacramentos, en particular, en la Eucaristía. El anuncio del Reino de Dios, de la Gloria futura, no puede reducirse a una mera proclamación de ideas religiosas o morales, sino que ha de introducir al encuentro vivo de cada creyente con Cristo resucitado, que se acerca a los hombres de cada época en los sacramentos de la Iglesia. Hemos de cuidar bien la celebración de la liturgia y de los sacramentos y propiciar la creación de las condiciones adecuadas para ella. Permitidme, venerables Hermanos, que mencione algunas de estas condiciones.

En primer lugar, es necesario fomentar la comprensión del verdadero sentido de la liturgia y de los sacramentos, superando la tentación, a la que es tan proclive nuestra época, de querer reducir el culto cristiano a pura celebración de la vida humana y despojarlo de su carácter sagrado, alegando una pretendida superación de lo ritual y lo cúltico en la Nueva Alianza. El culto cristiano va unido, ciertamente, a la vida y no puede ser verdadero si no se expresa en obras de caridad y de justicia. Pero la liturgia y los sacramentos son acciones sagradas porque es el mismo Dios trino quien actúa en ellas para la edificación de la Iglesia y la santificación de los hombres. Conviene recordar que los sacramentos son legado precioso de Cristo mismo para su Iglesia. Ella los celebra con veneración; no los crea, sino que, más bien, se alimenta de ellos, pues por ellos le llega la fuerza salvadora de Cristo, en el Espíritu Santo. El sacramento del Orden, que habilita a los ministros de la Eucaristía, fuente y culmen de toda vida cristiana (Lumen gentium 11) y sacramento de la condescendencia divina (Juan Pablo II, Exhortación apostólica Dominicae Coenae 7), expresa con claridad la vinculación de toda la vida sacramental de la Iglesia con Cristo. La incorporación de los laicos -varones y mujeres- a nuevas responsabilidades y ministerios eclesiales ha de ser ocasión para profundizar más en el carácter sacramental de la Iglesia y no para oscurecerlo.

En segundo lugar, la celebración de la liturgia y de los sacramentos exige la formación adecuada de todos los que participan en ellos, ministros y fieles. La iniciación cristiana tiene un componente fundamental de mistagogia, o introducción a la celebración de los Misterios, que no debe ser descuidada, tampoco en los niños. Por su parte, los ministros han de estar familiarizados tanto con la teología como con la pastoral litúrgica y sacramental, de modo que, sin perjuicio de la rica diversidad de formas y modalidades del culto reconocidas por la Iglesia, celebren la liturgia y los sacramentos no como sus dueños caprichosos, sino como servidores agradecidos y fieles de los Misterios sagrados.

En tercer lugar, hay que recordar que la participación activa de todos en la liturgia y en los sacramentos, en particular en la Eucaristía dominical, debe ser cuidada y fomentada según el deseo del Concilio. Esta participación no ha de ser confundida con el personalismo o el activismo. Se trata ante todo de que quienes celebran la liturgia y los sacramentos lo hagan con verdadera implicación interior en lo que la Iglesia celebra. Para ello, además de la formación doctrinal, es necesaria también la formación espiritual. ¡Qué distinta es una celebración de la Eucaristía por personas con verdadero espíritu de oración, que la celebrada de modo más o menos mecánico, aunque con corrección formal e, incluso, con gran despliegue externo de medios estéticos y de animación!

Por eso, en cuarto lugar, el cultivo de la espiritualidad es condición necesaria de la celebración viva y fructífera de la fe. La fe ha de ser asumida desde lo más hondo de la persona. No convencen ni sirven las meras formulaciones doctrinales ni el culto rutinario. En cambio, nuestros contemporáneos, hastiados de ofertas superficiales y de ritmos de vida tan agobiantes, vacíos de sentido, están necesitados de alimentos sólidos para el espíritu; anhelan otras experiencias de verdadero encuentro con Dios. Es lo que buscan, por desgracia, con no poca frecuencia, en movimientos esotéricos o en las nuevas fórmulas sincretistas de la llamada espiritualidad oriental. Nuestras grandes tradiciones espirituales europeas de raigambre benedictina, carmelitana, ignaciana, etc., así como las de los nuevos movimientos y comunidades tienen mucho que aportar para que la celebración del misterio de Cristo, configurada y vivida en espíritu y en verdad, siga siendo fuente de esperanza auténtica en el alma sedienta de los europeos de hoy y de mañana.

El sacramento de la Penitencia fundamental en la recuperación de la esperanza

Reconciliarse para la esperanza

Termino estas palabras sobre la celebración con una referencia al sacramento de la reconciliación y del perdón. El sacramento de la Penitencia ha de jugar un papel fundamental en la recuperación de la esperanza. Sólo quien recibe la gracia de un nuevo comienzo puede continuar adelante en el camino de la vida sin encerrarse en la propia miseria. ¿No estará una de las raíces de la resignación y la desesperanza de hoy en la incapacidad de reconocerse pecador y de dejarse perdonar? ¿Y esta incapacidad no se deberá a la soledad en la que tantos viven como si Dios no existiera, es decir, ante sí y por sí, sin nadie a quien poder y querer pedir perdón? La revitalización del sacramento de la reconciliación, vivida en la plena integridad de la doctrina conciliar que no sólo no hace superflua la confesión sincera y concreta de los pecados, sino que la postula e incluye necesariamente, urge cada vez más, si se quiere avanzar en el camino de la evangelización de Europa. Por el sacramento de la reconciliación, bien celebrado y practicado, pasa el renovado encuentro del cristiano con la gracia redentora de Jesucristo, que nos conduce a la Casa del Padre de la misericordia, nuestro origen primero y nuestro destino último, manantial perenne de esperanza (cf. Juan Pablo II, encíclica Dives in misericordia).

3. El testimonio y la celebración del Evangelio de la esperanza llevan también consigo su servicio, que se expresa en el servicio al ser humano. No son ciertamente idénticos el servicio de Dios y el servicio del hombre, ni el amor a Dios y el amor al hombre, pero son inseparables. La comunión con Dios no es real ni verdadera si no incluye la comunión con sus hijos, nuestros hermanos. Los santos han vivido siempre, según sus carismas, la irreductibilidad y al mismo tiempo la inseparabilidad de ambos amores y servicios. Europa necesita nuevos santos, personas que, sin dejarse arrastrar por la reducción temporalista de la caridad a mera filantropía, vivan la vida cristiana en toda su belleza y esplendor; que la vivan como enviados de Cristo allí donde se encuentren: en el mundo de la política, de la economía, de la cultura, del trabajo en la industria, en el campo o en el hogar. Todo trabajo y ocupación, no sólo el ministerio de la Palabra y de los sacramentos, se convierte en apostolado cuando es vivido como servicio del Evangelio.

La dedicación profesional de los cristianos a las tareas de la política y de la configuración pública de la sociedad reviste una grave y nueva urgencia en virtud del proceso, ya bastante avanzado, de la construcción de la unidad de Europa sobre bases inequívocas de justicia, de libertad y de paz. Como en los tiempos de los llamados padres de Europa, alguno de ellos camino de los altares, los cristianos de hoy han de seguir trabajando para que la doctrina social de la Iglesia sea llevada a la práctica en las estructuras de la Europa unida. La vigencia de esta doctrina es hoy, si cabe, más clara aún que hace cincuenta años, cuando se constituía el Consejo de Europa, la más antigua de las actuales instituciones europeas. Nos congratulamos de los esfuerzos tan meritorios que se hacen dentro y fuera del marco institucional de la Unión Europea para llevar al nuevo ordenamiento jurídico europeo, que se perfila cada vez con mayor nitidez, lo que, en definitiva, comportan las implicaciones de la dignidad humana, eje fundamental, por otro lado, de la doctrina social de la Iglesia. Sin embargo, es mucho lo que queda por hacer. La tarea para el próximo futuro es ya inmensa, un verdadero reto histórico para los católicos y para todos los servidores del hombre. Quiero recordar dos asuntos fundamentales puestos de relieve por Vuestra Santidad en el discurso del pasado 29 de marzo a la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa.

Vida y familia: derechos imprescindibles

Se ha de trabajar todavía para que se reconozca en la práctica de forma completa el derecho más fundamental, el derecho a la vida de toda persona, y que sea abolida la pena de muerte. Este derecho fundamental e imprescriptible de vivir no sólo implica que todo ser humano pueda sobrevivir, sino también que pueda vivir en condiciones justas y dignas. En particular -decía Vuestra Santidad- ¿cuánto tiempo debemos esperar aún para que el derecho a la paz se reconozca como un derecho fundamental en toda Europa, y que todos los responsables de la vida pública lo pongan en práctica?

Es asimismo importante -decíais también entonces y debemos recoger aquí- no descuidar la promoción de una política familiar seria, que garantice los derechos de los matrimonios y de los hijos; esto es particularmente necesario para la cohesión y la estabilidad social. Invito a los Parlamentos nacionales a redoblar sus esfuerzos para sostener la célula fundamental de la sociedad, que es la familia, y darle el lugar que le corresponde; constituye el ámbito primordial de la socialización, así como un capital de seguridad y confianza para las nuevas generaciones europeas. En efecto, ¿qué esperanza puede albergar Europa para su futuro si la triste y muchas veces desoladora situación espiritual y material de tantas familias se traduce en unas tasas de natalidad que ni siquiera bastan para la sustitución de las actuales generaciones o -lo que es más grave- si, a través del reconocimiento de las llamadas parejas de hecho, se cuestiona el papel primordial de la familia misma?

En estos dos campos, el del derecho a la vida y los derechos de la familia, las tareas y compromisos, incluidos los de los pastores de la Iglesia, no admiten ni tibieza, ni demora. Porque es necesario establecer políticas sociales, culturales y jurídicas -basadas siempre en el principio de subsidiariedad- y también planes pastorales encaminados decididamente a que se respeten la plena dignidad de la persona humana y sus exigencias fundamentales de poder vivir, crecer, educarse y desarrollarse en el amor y en la esperanza de una vida propia del hombre, hijo de Dios, que brota del misterio pascual de Jesucristo, vivo y presente en su Iglesia.

Pero tampoco es pequeño el servicio que nos pide el Evangelio de la esperanza en otros campos. Los niños, los jóvenes, los ancianos, los enfermos, los discapacitados, los que no tienen trabajo… todos ellos necesitan una cercanía humana y cristiana que les permita alimentar la esperanza que no defrauda.

Finalmente, es necesario subrayar con nuevos y firmes acentos que la Iglesia desea contribuir a que se estrechen los lazos de solidaridad y de cooperación desinteresada tanto dentro de Europa como con los pueblos de las otras partes del mundo, sobre todo de los más necesitados. Hay que empeñarse para que los países del antiguo bloque comunista puedan incorporarse progresivamente al concierto europeo y a sus instituciones, sin que tengan que renunciar para ello a sus peculiaridades históricas y culturales. Con el ejercicio generoso de la solidaridad se contrarresta eficazmente cualquier amenaza proveniente de los fanatismos nacionalistas. Hemos de aprender la lección de los acontecimientos tan dramáticos de nuestro pasado reciente, los que nos condujeron a la segunda guerra mundial, cuando el culto a la nación, fomentado hasta convertirlo en una nueva idolatría, provocó en aquellos seis años terribles una inmensa catástrofe (Juan Pablo II, Mensaje con ocasión del 50º aniversario de la segunda guerra mundial).

Europa necesita la estrecha comunión de las Iglesias locales con Pedro y entre sí

Nacionalismo y universalismo

Tampoco le es lícito a Europa encerrarse en sí misma en una suerte de nacionalismo paneuropeo. Son notorias sus obligaciones de solidaridad con los pueblos que sufren penurias de todas clases e incluso condiciones de vida poco menos que infrahumanas. El universalismo, tan característico de la común herencia humanista europea, ha de hacerse efectivo en la ayuda generosa a tantos pueblos, con frecuencia ligados con Europa por lazos históricos y culturales, que no pueden ser abandonados a su suerte o utilizados como meros mercados al servicio de los intereses de las llamadas sociedades del bienestar y del consumo: las nuestras.

Todos estos empeños precisan del acompañamiento y sostén de un riguroso apostolado intelectual y de la cultura. El servicio al que están llamados los profesionales de las ciencias en general y de las llamadas ciencias humanas en particular es especialmente relevante. Ellos han de buscar el verdadero saber sobre el hombre, basado en un amor sincero y abierto a la Verdad y a cada persona humana. Un saber que sea capaz de aportar razones sólidas para la convivencia en la justicia, la libertad y la paz, y de contribuir a superar la amenaza del relativismo, el escepticismo y el hedonismo.

Venerables Hermanos, hemos de convocar de nuevo a nuestras Iglesias al anuncio, a la celebración y al servicio del Evangelio de la esperanza en la Europa de hoy. Porque Jesucristo, cuya fe ha inspirado a los europeos a lo largo de los siglos tantos proyectos e ideales cargados de futuro, sigue vivo en su Iglesia. He llamado vuestra atención sobre algunos puntos que podrían ser objeto de nuestra reflexión en orden a esta nueva convocatoria en el umbral del año 2000 de la era cristiana. Permitidme concluir esta tercera parte con algunas sugerencias generales, válidas para toda nuestra obra evangelizadora.

1ª. La nueva evangelización de Europa ha de hacerse desde la estrecha comunión de todas la Iglesias locales con Pedro y entre sí. No puede ser de otro modo en un momento de interrelación creciente en todos los órdenes de la vida. La unidad y el mutuo conocimiento entre las Iglesias es, por lo demás, ya de por sí una aportación importante a la unión de los pueblos de Europa. Los organismos eclesiales de ámbito europeo, como el Consilium Conferentiarum Episcoporum Europae (CCEE) y la Comisión de los Obispos de la Comunidad Europea (COMECE), están llamados a jugar un papel importante en este terreno.

2ª. El diálogo ecuménico e interreligioso es otra de las dimensiones que ha de caracterizar la presencia evangelizadora de la Iglesia en esta hora de Europa. No ha perdido actualidad lo que el Sínodo de 1991 ha dicho a este respecto. Vuestra Santidad no ha cesado de invitarnos a este diálogo permanente y paciente, pues el testimonio de la unidad (entre los cristianos) es un elemento esencial de una evangelización auténtica y profunda -según recordabais en febrero del año pasado al Comité Conjunto del Consilium Conferentiarum Episcoporum Europae y de la Conferencia de las Iglesias de Europa.

3ª. Por fin, hay que tener presente la pastoral vocacional. Sin vocaciones suficientes para el ministerio ordenado y la vida consagrada no será viable una evangelización renovada y vigorosa. Y, a la inversa, la evangelización decidida, apostólicamente comprometida e integral, es el mejor programa para la pastoral vocacional. Allí donde a los jóvenes se les presenta sin recortes la persona de Jesucristo, prende en ellos una esperanza que les impulsa a dejarlo todo para seguirle, atendiendo su llamada, y para dar testimonio de Él ante sus coetáneos, tan maltratados en su cuerpo y en su espíritu por la cultura a ras de tierra de nuestros días. No se trata de un mero postulado teológico, sino de un hecho comprobado a diario en los nuevos movimientos eclesiales y en todos los lugares en los que se dan las condiciones adecuadas para el encuentro vivo con el Salvador.