Una capilla, una conversión - Alfa y Omega

Una capilla, una conversión

El 14 de enero de 1915, nacía André Frossard, uno de los escritores católicos más destacados del siglo XX, conocido sobre todo por lo insólito de su conversión

Antonio R. Rubio Plo

André había sido educado en el ateísmo, y su padre, Ludovic Oscar Frossard, fue el primer Secretario General del partido comunista, además de diputado y ministro durante la Tercera República.

El escritor contó las circunstancias de aquel cambio en su vida, en Dios existe, yo me lo encontré, pero a la vez reconoció el limitado alcance de las palabras, para transmitir en su riqueza y profundidad un hecho extraordinario.

El cristianismo era algo ajeno a la educación de Frossard, aunque su madre, con la que estaba muy unido, procediera del luteranismo. Nada significaban para él las campanas de las iglesias cercanas, escuchadas en las Navidades de su infancia, en la que todos en su casa se vestían con traje de domingo «para no ir a ninguna parte». Por eso resulta extraño lo sucedido a las cinco y diez de la tarde del lunes 8 de julio de 1935, en la capilla de un pequeño monasterio situado en el número 39 de la calle Gay Lussac, en pleno Barrio Latino de París. Frossard, con veinte años, ha quedado con un amigo, André Willemin, que trabaja con él en el diario L’Intransigeant , un periódico inicialmente de izquierdas y que ha derivado hacia el nacionalismo. Willemin es católico practicante, aunque a los quince años perdió la fe. Retornó al cristianismo por una causa, en apariencia insignificante: el haber asistido a una conferencia del filósofo católico Stanislas Fumet. Allí oyó hablar por primera vez de Ernest Hello, un escritor y crítico literario del siglo XIX. Los elogios apasionados de Fumet a la obra de Hello, un místico y apologista cristiano, hicieron recapacitar a Willemin sobre la escasez de sus conocimientos de literatura, pues su vanidad hasta entonces los consideraba extraordinarios. Aquel detalle de humildad le llevó a la necesidad de entrar, por primera vez en muchos años, a rezar en una iglesia.

Sin embargo, Willemin se equivocaba al pensar que el joven Frossard se haría cristiano por razonamientos intelectuales. De hecho, su amigo le ha devuelto, sin apenas comentarios, el libro del filósofo ruso Nikolai Berdiaev, Una nueva Edad Media. Con Frossard no parece servir lo de otros conversos: la lectura de pasajes bíblicos, o de obras de espiritualidad. ¿Dónde está la frase oportuna que deja al otro anonadado? Queda sólo el recurso combinado de la amistad y de la oración, dejando a Dios obrar en el tiempo oportuno.

Aquella tarde de verano, Frossard se impacienta en la calle mientras Willemin ha entrado en la capilla de las Hermanas de la Adoración Reparadora. El edificio no llama la atención por su valor artístico. Es una de tantas manifestaciones del neogoticismo del siglo XIX. Frossard accede al recinto y le resulta bastante gris, pues sus vidrieras apenas reflejan la luz del exterior. La única expresión de colorido es un altar decorado con ramas de flores. Las religiosas cantan Vísperas a dos voces, y en la capilla algunos fieles rezan arrodillados, entre ellos Willemin. Sin embargo, nada de esto despierta el interés de Frossard, que fija su mirada únicamente en una cruz de metal, iluminada por algunos cirios, y termina deteniendo la vista ante el segundo cirio situado a su izquierda.

Todo es gracia, todo es don

Dos palabras vienen entonces a su mente: Vida espiritual. No es una voz ajena la que las pronuncia, y tampoco son una reflexión personal, pues nuestro protagonista ha sido educado en el materialismo. Para Frossard estas palabras se traducirán en una evidencia que se hace presencia de Dios. Son dulzura, aunque no una dulzura pasiva, pues van acompañadas de una alegría inefable y desbordante, similar a la del náufrago, rescatado cuando menos podía esperarlo, o a la de un niño que cae de repente en la cuenta de que, en la vida, todo es gracia, todo es don.

Poco después, en la terraza de un café cercano, Frossard hace ante Willemin una profesión de fe: «Soy católico, apostólico y romano». Ha descubierto que, si el cristianismo es verdad, entonces hay una Verdad. Su alegría nos recuerda a la de la fundadora de las Hermanas de la Adoración Reparadora, la Madre Teresa del Corazón de Jesús: «¡Quién podría expresar lo que siento de felicidad y alegría; me parece estar soñando, y a menudo me estremezco ante la idea de despertarme». Tanto ella como André Frossard experimentaron la presencia de Dios, no en la misma época, pero sí en el mismo lugar.