El derecho a la educación y sus titulares - Alfa y Omega

El derecho a la educación y sus titulares

Antonio María Rouco Varela

La cuestión del derecho a la educación y de sus titulares es una cuestión típica de la modernidad ilustrada, cuyo debate se extendió a lo largo de todo el siglo XIX hasta la Segunda Guerra Mundial, manteniendo la regulación jurídica de ese factor tan importante en la vida de la persona y de la sociedad que es la educación en una permanente situación de incertidumbre histórica. La salida cultural, política y jurídica de la gran crisis -¡verdaderamente epocal!- de la Segunda Guerra Mundial que significaron la Carta de las Naciones Unidas y su Declaración Universal de los Derechos Humanos, parecía despejar estas y otras incertidumbres del período histórico anterior por largo tiempo. ¿Se puede afirmar que hoy, a la altura del comienzo del tercer milenio, continuamos en pacífica posesión de los logros político-jurídicos, culturales y morales conseguidos en aquellos años de lo que podría considerarse como la gran transición mundial a un nuevo orden internacional? He aquí nuestra cuestión en el campo concreto del derecho a la educación.

I. El estado de la cuestión

1. Las coincidencias del derecho internacional y de su fundamentación teórica. La educación es un bien imprescindible para la persona humana y un factor esencial para que se pueda lograr una sociedad que se configure y viva en libertad responsable, justicia, solidaridad y paz. De la verdad y del valor ético de esta afirmación nadie duda hoy. La comparten las grandes culturas, las religiones, los pueblos y Estados que conforman en el presente la comunidad internacional.

Tampoco parece que haya dudas, en términos generales, sobre el fin primordial del proceso educativo: a saber, el desarrollo integral del hombre. En la Declaración Universal de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, de 10 de diciembre de 1948, se afirma en su artículo 26, 2: «La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana…». Y el Concilio Vaticano II, en su Declaración Gravissimum educationis, sobre la educación cristiana, de 28 de octubre de 1965, en continuidad con la doctrina enseñada por Pío XI en la encíclica Divinis illius magistri, de 31 de diciembre de 1929, sostendrá que «la verdadera educación persigue la formación de la persona humana en orden a su fin último»1. Incluso es obligado constatar, en el amplio contexto de la cultura política contemporánea, una amplia coincidencia -¡poco menos que universal!- en torno a la concepción de los aspectos básicos que constituyen el fenómeno antropológico, pedagógico y ético de la educación como bien social, que ha de ser acogido, custodiado y promovido jurídicamente; es decir, como objeto del Derecho.

Se admite, en primer lugar, que educar significa no sólo comunicación y aprendizaje de conocimientos científicos y transmisión del patrimonio cultural adquirido, sino también desarrollo interno de la personalidad y de las facultades físicas, psíquicas, intelectuales, morales y espirituales que la adornan, hasta alcanzar el grado de su maduración como sujeto libre y responsable de su destino, aceptado y vivido en el marco del bien común de la sociedad y de la Humanidad. Educar incluye, por lo tanto, la instrucción y la enseñanza, y llega a su plenitud con la formación integral de las personas. El Concilio Vaticano II lo expresa bellamente: «…es necesario ayudar a los niños y adolescentes, teniendo en cuenta el progreso de la psicología, la pedagogía y la didáctica, a desarrollar armónicamente sus cualidades físicas, morales e intelectuales, para que adquieran gradualmente un sentido más perfecto de la responsabilidad en el desarrollo recto de la propia vida con un esfuerzo continuo, y en la adquisición de la verdadera libertad… Además, hay que prepararlos para participar en la vida social»2.

Se coincide, igualmente, en el reconocimiento de quienes son los destinatarios del bien y del derecho a la educación: los niños, los adolescentes y los jóvenes en primer y privilegiado lugar, ante la evidencia del dato antropológico fundamental de encontrarse en la edad de su desarrollo inicial y básico en el orden biológico, psicológico, intelectual, moral-religioso y cultural; pero, también, se consideran como sujetos beneficiarios de la educación los adultos. La formación permanente se abre jurídicamente paso en el plano internacional sin objeción alguna. Lo más importante, sin embargo, es la convicción compartida de que el derecho de los niños y adolescentes a la educación es universal: todos, sin excepción alguna, tienen derecho a una educación integral que los forme como personas y les capacite cultural y profesionalmente para el trabajo y la vida en sociedad. La insistencia del nuevo derecho internacional en este punto, tanto a nivel de Naciones Unidas como en el ámbito regional europeo, es extraordinariamente significativa: se prescribe en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 -«Toda persona tiene derecho a la educación»-; el Pacto internacional de derechos económicos, sociales y culturales, que establece que «la enseñanza Primaria debe ser obligatoria y asequible a todos gratuitamente», que la Secundaria en sus diferentes formas, incluida la técnica y profesional, debe ser generalizada y accesible a todos por cuantos medios sean apropiados, tendiendo a su implantación gratuita, y que la misma accesibilidad general ha de ir haciéndose realizable respecto a la enseñanza Superior, por los procedimientos de la gratuidad progresiva; y, finalmente, en el Protocolo adicional al Convenio europeo para la protección de los derechos humanos y de las libertades fundamentales, de 30 de mayo de 1952, y más recientemente en el Tratado de la Constitución para Europa, se confirma que «toda persona tiene derecho a la educación y el acceso a la formación profesional permanente» y que «este derecho incluye la facultad de recibir gratuitamente la enseñanza obligatoria»3. El Concilio Vaticano II se muestra, todavía, más explícito: «Todos los hombres de cualquier raza, condición y edad, puesto que todos están dotados de la dignidad de la persona, tienen el derecho inalienable a una educación que responda a su propio fin, al carácter propio, a la diferencia de sexo, adaptada a la cultura y las tradiciones de su patria, y abierta a la relación fraterna con otros pueblos»4.

Lo mismo sucede con el reconocimiento jurídico de la escuela y los centros de enseñanza media y superior, como los ámbitos o medios institucionales propios y específicos para el desarrollo de la acción educativa, además de la familia; naturalmente, sin pasar por alto la influencia educativa que los modernos medios de comunicación social, especialmente los audiovisuales -radio, televisión, Internet-, ejercen hoy en día sobre los jóvenes, siendo objeto de la atención del legislador nacional e internacional, explícita e implícitamente, como se desprende de las normas sobre la protección de la infancia y de la juventud, cada vez más reiteradas, que consideran expresamente la potencialidad pedagógica de estos medios tanto en sentido positivo como negativo, sin que por ello se cuestione el papel de centralidad educativa que corresponde a las instituciones escolares y universitarias. El Concilio Vaticano II ha captado muy bien el moderno problema de la relación pedagógica entre los distintos cauces e instrumentos técnicos e institucionales de la educación, en el contexto de la tarea educativa desde la perspectiva originaria propia de la Iglesia, que no es otra que la educación en la fe: «La Iglesia considera importante y busca penetrar con su espíritu y elevar también los restantes recursos que pertenecen al patrimonio común de la Humanidad, y que contribuyen sobremanera a cultivar los espíritus y a formar a los hombres, como son los medios de comunicación social, las múltiples agrupaciones culturales y deportivas, las asociaciones juveniles y, principalmente, las escuelas»5.

Pero más importante todavía, de cara al futuro de la educación, es la coincidencia creciente de la normativa internacional -con una inequívoca recepción europea- sobre los titulares del derecho a educar, en base a sus innatos y correspondientes deberes. Las normas internacionales relativas a esta materia se han ido perfilando con caracteres jurídicos, cada vez más nítidos, a partir del principio antropológico y filosófico-político de que, en el proceso educativo, intervienen por derecho propio los padres, en primer lugar, las instituciones sociales, luego, y, finalmente, el Estado. Tanto en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, como en los sendos Pactos internacionales: de derechos económicos, sociales y culturales y de derechos civiles y políticos respectivamente, ambos de la misma fecha -16 de diciembre de 1966-, queda sancionado el «derecho de los padres a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos», a «escoger para sus hijos o pupilos escuelas distintas de las creadas por las autoridades públicas» y, en cualquier caso, y sin excluir a las escuelas estatales, a «hacer que sus hijos o pupilos reciban la educación religiosa o moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones»; más aún, a que nada de lo dispuesto en este asunto «se interpretará como una restricción de la libertad de los particulares y entidades para establecer y dirigir instituciones de enseñanza». La misma doctrina sobre el titular del derecho a educar se expresa en el Protocolo de 20 de marzo de 1952 al Convenio europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales de forma sucinta, pero suficientemente explícita e incisiva: «El Estado, en el ejercicio de las funciones que asuma en el campo de la educación y de la enseñanza, respetará el derecho de los padres a asegurar esta educación y esta enseñanza conforme a sus convicciones religiosas y filosóficas»6. Adviértase que la concisión expresiva empleada en este artículo, al definir el derecho de los padres en la educación y enseñanza de sus hijos, se explica por el objetivo político-jurídico que ha motivado el Convenio europeo de 1952, y los sucesivos protocolos adicionales, que no es otro que el de «tomar las primeras medidas adecuadas para asegurar la garantía colectiva de algunos de los derechos enunciados en la Declaración Universal»7. Por lo demás, y de cara al futuro de los países de la Unión Europea, está previsto en la Constitución para Europa -en fase de ratificación- el que haya de asegurarse «la libertad de creación de centros docentes dentro del respeto de los principios democráticos, así como el derecho de los padres a garantizar la educación y la enseñanza de sus hijos conforme a sus convicciones religiosas, filosóficas y pedagógicas»8.

El trasfondo humanista de la forma de ser tratado y regulado el derecho de los titulares y responsables de la educación por la normativa internacional cobra todo su relieve y profundidad antropológica, incluso una sólida fundamentación filosófico-teológica, en la Declaración del Concilio Vaticano II sobre la educación cristiana: «Los padres, al haber dado la vida a los hijos, tienen la gravísima obligación de educar a la prole y, por consiguiente, deben ser reconocidos como los primeros y principales educadores de sus hijos», y, por ello, «es necesario que los padres, a quienes corresponde el primer deber y derecho inalienable de educar a los hijos, gocen de verdadera libertad en la elección de escuela», para lo que será imprescindible que «el poder público, a quien corresponde proteger y defender las libertades civiles, atendiendo a la justicia distributiva, deba procurar que las ayudas públicas se distribuyan de tal manera que los padres puedan elegir, según su propia conciencia y con verdadera libertad, la escuela para sus hijos». Finalmente, el Concilio alaba a aquellas autoridades y sociedades civiles «que, teniendo en cuenta el pluralismo de la sociedad actual y considerando la debida libertad religiosa, ayudan a las familias para que en todas las escuelas se pueda impartir a sus hijos una educación acorde con los principios morales y religiosos de las familias»; precisando que el papel del Estado en la educación es subsidiario «cuando las iniciativas de los padres y de otras sociedades no son suficientes para completar la obra educadora»; y, consiguientemente, subsidiario además en relación con la creación de centros docentes, puesto que es su deber «promover en general toda la obra de las escuelas, teniendo en cuenta el principio de obligación subsidiaria y excluyendo, por lo tanto, cualquier monopolio escolar, contrario a los derechos naturales de la persona humana, también al progreso y divulgación de la misma cultura, a la pacífica relación entre los ciudadanos y al pluralismo vigente hoy en nuestras sociedades»9.

A la coincidencia del derecho internacional vigente en la definición material del objeto y sujeto del derecho a la educación, hay que sumar su coincidente valoración formal al situarlo en la tabla de los derechos humanos, definidos por las Naciones Unidas como de valor universal, considerando que «la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana» y que, por lo tanto, se trata de derechos anteriores al Estado y a su legislación interna10.

Ante esta impresionante panorámica jurídica de las coincidencias del ordenamiento jurídico internacional en la configuración material y formal del derecho a la educación, convertida en cultura social y política universalmente extendida, con un eco doctrinal iluminador en la doctrina de la Iglesia, puesta al día en el Concilio Vaticano II, ¿es intelectualmente sostenible y, por tanto, éticamente legítimo el interrogante sobre su actual consistencia histórica? En una palabra, ¿cómo se puede plantear responsablemente la pregunta sobre una emergente incertidumbre acerca de su viabilidad jurídica presente y futura? La ampliación de la visión histórica, sin embargo, a la realidad social, es decir, al estado en que se encuentra la educación en el mundo, a la evolución de las legislaciones estatales en la materia y, no en último lugar de eficiencia socio-política y cultural, a la aparición de nuevas ideologías acerca del hombre, la familia, la sociedad y el Estado, obligan a plantear el problema del futuro de la actual normativa internacional respecto al derecho fundamental a la educación y, más aún, respecto a su fundamentación teórica. Es obligado, pues, operar con el sed contra de la dialéctica tomista.

2. Las divergencias derivadas de la realidad social, de las legislaciones estatales y de las nuevas ideologías. La situación real de la educación en la comunidad internacional se presenta hoy como enormemente problemática, en aquellos aspectos más neurálgicos relacionados con el derecho a la educación. El índice de escolarización no llega al 50 % de amplias zonas de Asia y, sobre todo, de África. Es sintomático que el segundo de los ocho objetivos propuestos por las Naciones Unidas para el nuevo milenio se centra en lograr «la enseñanza Primaria universal» en las próximas décadas, y que Manos Unidas, la primera organización no gubernamental de España, y la más antigua en la ayuda al tercer mundo, haya propuesto como lema para su Campaña – 2007, la XLVIII de su historia: Sabes leer, ellos no. Podemos cambiarlo. El acceso a las enseñanzas medias y superiores, por su parte, contando las orientadas a la formación profesional, tan decisivas para el futuro de los países subdesarrollados, es todavía mucho más escaso. ¿La elección de escuela?: un lujo que sólo una reducidísima élite social se puede permitir. Si, además, nos encontramos con que una gravísima crisis de las tradicionales estructuras familiares ha inutilizado en gran medida a la familia como lugar primario e insustituible de la educación de niños y jóvenes, como consecuencia del influjo moralmente destructivo de los estilos y concepciones materialistas de la vida, que les invaden desde el mundo euroamericano a través de los modernos medios de comunicación social, no compensada suficientemente por la acción evangelizadora y civilizadora de la Iglesia católica, entonces podremos comprender la gravedad de la situación educativa de estos países, principalmente de los africanos. Y, por si fuera poco, la pandemia del sida ha venido a rematar la tradicional institución familiar y, con ella, unas mínimas posibilidades de educación moral y religiosa de la juventud en muchas de las regiones subsaharianas del centro y del sur del continente africano. Pues, tanto o más que las carencias técnico-pedagógicas, están pesando en la actualidad del tercer mundo las carencias humano-éticas y espirituales de los niños y jóvenes, a la hora de alumbrar para sus pueblos y gentes un futuro digno del hombre.

Graves fallos se observan también en el sistema educativo de los países desarrollados de Europa y América. Ha progresado en la formación técnico-instrumental que proporciona la escuela en todos sus grados; pero ha sufrido simultáneamente, en gran medida, la dimensión humanista y, lo que alarma más, la educación moral y la formación integral de la personalidad de los alumnos. A los fenómenos de la adicción a la droga y de conductas sexuales disolutas, que van en aumento o no cesan, hay que añadir el creciente número de abortos provocados en adolescentes y jóvenes menores de edad, y el escándalo de la violencia escolar en versiones desconocidas hasta hace pocos años, como es el caso nada infrecuente de las agresiones a profesores y personal auxiliar de los centros. La crisis de la educación moral del alumnado y de su formación humana incide ciertamente, con innegable intensidad, en las escuelas estatales, pero tampoco escapa a ella del todo la red escolar de iniciativa social. No pocos son los que piensan que lo que está en quiebra es el ser y valor pedagógico mismo de la institución escolar en su forma actual. Por otra parte, tampoco resulta fácil para las familias europeas poder ejercer el derecho de elección de centro, sobre todo en los países latinos -Francia, Italia, España, Portugal- e, incluso, ven que tienen que enfrentarse no pocas veces con obstáculos administrativos y académicos al hacer valer su derecho de decidir la formación moral y religiosa que quieren para sus hijos. La asignatura de Religión está prevista prácticamente en los currículos escolares de todos los países de la Unión Europea, pero no siempre con la suficiente garantía para que los padres puedan ejercer su derecho a elegirlo sin discriminación alguna, como sucede, por ejemplo, en el Reino Unido, donde es aconfesional y obligatoria, o en Francia, donde su valor académico es nulo, o en Italia y España, con un deficiente reconocimiento académico. Añádase para completar el cuadro la pérdida de sustancia humanística y de cultura clásica del sistema europeo de Enseñanza, denunciada reiteradamente por personalidades, asociaciones e instituciones relevantes del mundo cultural e intelectual de toda Europa. ¿Y cómo ignorar el entrelazarse de la crisis de la escuela con el deterioro creciente del matrimonio y de la familia, que se declara muchas veces incapaz de asumir con un mínimum de seriedad personal y de responsabilidad moral la tarea de la educación de sus hijos en casa y en la escuela? Las rupturas matrimoniales, y la consiguiente desestructuración familiar, inutilizan las posibilidades reales de educar a los hijos, cuando no la misma capacidad educativa de los padres. La absorción exhaustiva de la vida del padre y de la madre por el ejercicio de la profesión, con la secuela inevitable de su alejamiento no sólo físico, sino también psíquico, afectivo y espiritual de los hijos, les impide ejercer todo compromiso educativo serio.

En este problemático balance de la realidad educativa actual hay que contar también las legislaciones estatales, muy lejos todavía de plasmar en sus ordenamientos jurídicos internos la normativa y jurisprudencia internacional sobre el derecho fundamental a la educación y sus titulares, sin exceptuar a las leyes europeas. La legislación escolar de la postguerra mundial en los países de la llamada Europa Occidental se abrió con relativa facilidad tanto al principio social de la universalización del derecho a la educación como al de la libertad de enseñanza, buscando fórmulas de síntesis y realización progresiva en las que ha contado mucho el recurso de las subvenciones a las escuelas no estatales. Tampoco le fue difícil abrirse al ideal del humanismo de raíz cristiana -incluso en la Francia laica de la Cuarta República-, que inspiró de hecho el modelo pedagógico de la nueva escuela europea, pública y privada, de la Europa libre. La revolución cultural del 68 forzará la revisión del modelo pedagógico de la postguerra. Se vacila ante el desafío abierto de las propuestas liberacionistas para la educación, propugnadas militantemente por las ideologías neomarxistas de moda. La nueva legislación escolar de la década de los setenta no abandonará del todo el principio de la libertad de enseñanza, aunque tampoco lo promoverá y favorecerá. Vuelve a ser muy costoso para la familia el ejercicio de su derecho a la elección del tipo de escuela que quiere para sus hijos, cuando no imposible en la práctica. La primacía política otorgada al objetivo del progreso tecnológico termina por constituir el criterio determinante de la planificación del sistema escolar. Llama la atención que, en el proyecto de Constitución para Europa, los criterios generales de la política educativa se concentren de forma exclusiva en los aspectos de comunicación lingüística y de armonización legal, por una parte, y en los deportivos y -con preferencia evidente- en los referentes a la formación profesional, por otra, pasando por alto los contenidos culturales, humanísticos, morales y religiosos del proceso educativo11.

En este panorama de la actualidad educativa sobresalen, finalmente, las nuevas ideologías, en las que perviven los viejos ateísmos y materialismos del siglo pasado y que han irrumpido con fuerza en la opinión pública y en el medio-ambiente cultural de la sociedad actual, con incidencia evidente en la concepción básica de la educación, de su sentido y fin, de sus sujetos beneficiarios -el educando- y de sus agentes -los educadores-.

Destaquemos, en primer lugar, el nuevo agnosticismo, que se presenta paradójicamente cada vez como menos escéptico, al menos en la práctica social, al imponer sus fórmulas culturales y políticas de solución a las grandes cuestiones de la vida. Rehúsa aceptar la visión trascendente del hombre; pero le declara soberano de sí mismo, principio y fin inmanente de su existencia y fuente única de las normas éticas que han de regir su conducta privada y pública. Con el agnosticismo ideológico, el relativismo moral deviene el criterio general de convivencia y de funcionamiento social. Las consecuencias negativas que se derivan de estas nuevas ideologías agnósticas y relativistas para poder mantener la concepción del sentido y finalidad de la educación en la formación de la persona humana, que inspira y modela por dentro las normas jurídicas internacionales todavía vigentes, son evidentes. Se comienza por dejar caer el destino trascendente del hombre como fin último de la acción educativa, y se termina por perder el valor de la libertad responsable como su objetivo pedagógico primero. Se concluye, en último término, con la opción tecnócrata de una educación al servicio del puro progreso económico.

A la par del nuevo agnosticismo, y bajo su sombra filosófica, se difunde la llamada Teoría del género que pretende justificar teóricamente, e imponer en la conducta social, el principio de la nula significación antropológica de la diferenciación sexual, otorgando al individuo la facultad de disponer de ella para sí mismo sin límite alguno: ni ético, ni jurídico. Toda persona posee el derecho de elegir su sexo, independientemente de los datos biológicos, psicológicos y antropológicos que la configuren y constituyan como hombre o mujer. Resulta igualmente evidente que, con la implantación social y cultural de la teoría del género, se mina el fundamento antropológico de la familia, que es el matrimonio, y, con él, la familia misma como ámbito primero y fundamental para la procreación, el nacimiento y la educación de los hijos. Los padres dejan de ser sus educadores natos.

Y, junto con el agnosticismo relativista y la Teoría de género, ha hecho aparición el viejo laicismo de los siglos XIX y XX, retornando como una ideología política supuestamente muy adecuada para la configuración actual del Estado democrático. ¡Ideología muy influyente en la mentalidad del ciudadano medio! Sus tesis -¡muy conocidas!- reclaman aperentemente sólo separación de lo civil y de lo religioso; presuponen, sin embargo, en el fondo, una teoría del Estado puramente inmanentista y monolítica. El Estado se autojustifica por sí mismo y se autoerige en la fuente última del derecho y de la moral pública, absorbiendo institucionalmente a la sociedad, sin consentir que, en su configuración real, intervengan la moral de las personas y de los grupos sociales, y mucho menos la religión y las instituciones religiosas. La ideología laicista va incluso más allá de la pretensión de identificar Estado y sociedad pública; se propone, además, relegar a la insignificancia jurídica y social todo lo que no sea Estado o venga estructurado y administrado estatalmente. En un Estado así, concebido a la medida jurídica del laicismo radical, poco sitio queda y quedará para los derechos de los padres a elegir libremente el tipo de educación y la escuela que quieren para sus hijos e, incluso, para poder reclamar, en el marco escolar estatal, una enseñanza de la Religión y de la moral que profesan con un mínimum de rigor pedagógico y de dignidad académica. Y no mejor sitio les quedará a los grupos e instituciones nacidos de y en la sociedad -en concreto, a las distintas religiones y a la Iglesia- para desarrollar iniciativas propias en la creación y dirección de centros de enseñanza. Compaginar laicismo radical con el principio de la libertad de enseñanza, resulta poco menos que imposible. El argumento de que sólo por la vía de la concepción laicista del sistema educativo se asegura realmente la satisfacción de la necesidad social de una educación de calidad para todos, no viene a ser más que un postulado político voluntarista que la Historia no avala.

Ante el sitio en la vida del derecho fundamental a la educación y de sus titulares, descrito en sus rasgos más sobresalientes, ¿no hay que extraer la conclusión lógica y la convicción práctica de que sobre el sistema de enseñanza, que trae su origen y fundamento de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, hace escasamente sesenta años, pesa hoy una grave incertidumbre histórica, mirando a su presente y a su futuro? La respuesta afirmativa no parece dudosa ni en lo que atañe a la comunidad internacional, ni al mundo euro-americano y, por supuesto, tampoco por lo que se refiere a España.