II. El problema en España - Alfa y Omega

II. El problema en España

Antonio María Rouco Varela

II. El problema en España

También en España el punto histórico de partida fue de convergencia en la concepción del derecho a la educación —de su fin, de su objeto y sujetos, de sus condicionamientos estructurales, etc.—, al menos en los aspectos esenciales de su definición jurídica y de su valoración formal como un derecho fundamental. Convergencia de los partidos políticos, de los grupos y fuerzas sociales, de las instituciones culturales y religiosas y de la propia Iglesia católica. El art. 27 de la Constitución española de 1978, con la que culminaba satisfactoriamente un delicado período de transición política y que abría un nuevo capítulo de la historia moderna de España, recoge y expresa vinculantemente para todos la letra y el espíritu de ese consenso nacional en materia de enseñanza. En dicho artículo, interpretado sobre todo a la luz de los artículos 10 y 16 —que se refieren, respectivamente, al fundamento de los derechos fundamentales garantizados por la ley constitucional y al derecho a la libertad ideológica, religiosa y de culto—, se desarrolla una sugerente combinación jurídica de los dos grandes principios pre-jurídicos que habían determinado el fondo del debate social, cultural y político en torno a las teorías sobre la educación de los dos últimos siglos de historia europea: el principio de la universalidad de ese derecho —«Todos tienen derecho a la educación»— y el de la libertad de enseñanza —«Se reconoce la libertad de enseñanza»—. Al desarrollo jurídico del artículo servirá de base doctrinal la definición del objeto de la educación: «El pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y los derechos y libertades fundamentales»12.

En virtud del principio de la libertad de enseñanza, se obliga explícitamente a los poderes públicos a garantizar «el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus convicciones». Facultad que se refuerza luego con el reconocimiento, implícito pero inequívoco, de su derecho a la elección de centro, al asegurar a «las personas físicas y jurídicas la libertad de creación de centros docentes, dentro del respeto a los principios constitucionales», y con el mandato a los poderes públicos de ayudar «a los centros docentes que reúnan los requisitos que la ley establezca»13. Desde la perspectiva de la salvaguardia social del derecho a la educación, se dispone que «la enseñanza básica es obligatoria y gratuita», y que los poderes públicos garanticen «el derecho de todos a la educación mediante una programación general de la enseñanza, con una participación efectiva de todos los sectores afectados y la creación de centros docentes»14. El consenso constitucional se extenderá sin mayores problemas al acuerdo internacional entre la Santa Sede y España sobre Enseñanza y Asuntos Culturales, de 3 de enero de 1979, y, más en concreto, a la regulación de la enseñanza de la Religión católica que en él se adopta.

No obstante, pronto se pondrá de manifiesto que, en la interpretación del art. 27 de la Constitución, cuando se trata de proceder a su aplicación a través de la acción del Gobierno y de su plasmación jurídica en las imprescindibles leyes para su desarrollo práctico, van a surgir divergencias, tanto al interior de los sectores de la sociedad más implicados en el problema —sindicatos, organizaciones patronales, las asociaciones de padres de alumnos, de titulares de colegios no estatales, muy especialmente de los pertenecientes a la Iglesia católica, etc.—, como entre los dos grandes partidos políticos nacionales llamados a gobernar a España en el futuro. Las divergencias se van a centrar comprensiblemente en la distinta forma de concretar el principio de la libertad de enseñanza en el sistema educativo y, consiguientemente, de entender el derecho de los padres como primeros educadores de sus hijos. Las divergencias permanecerán vivas hasta hoy mismo.

A un primer intento fallido de ordenación orgánica del estatuto de centros escolares en 1980, orientado decididamente a una compatibilización del derecho de todos a la educación con el derecho de los padres a elegir el centro escolar público o privado de acuerdo con sus convicciones mediante la implantación del cheque escolar, siguió, sin solución de continuidad, tras el espectacular cambio político de las elecciones de otoño de 1982, un proceso legislativo de gran envergadura socio-política y de indudable trascendencia histórico-cultural para el futuro de la sociedad española. Se inicia con la Ley Orgánica Reguladora del Derecho a la Educación (LODE), de 3 de julio de 1985, y se profundiza y completa con la Ley Orgánica de Ordenación General del Sistema Educativo (LOGSE), de 3 de octubre de 1990. El giro ideológico operado con el cambio de perspectiva política y jurídica al abordar el problema de la relación de los dos imperativos ético-culturales, enseñanza para todos y libertad de enseñanza, es patente. Se prima abiertamente la superioridad jurídica del Estado en el campo de la enseñanza, sobre el derecho de los padres y, por supuesto, sobre el de la sociedad. En vez de concebir sus competencias como subsidiarias de las propias y primeras de los padres y de las que pertenecen a la sociedad y a sus asociaciones e instituciones libre y responsablemente formadas, ocurre lo contrario: se considera y trata jurídicamente a la familia como subordinada al Estado en el campo de la educación de sus hijos y, naturalmente y mucho más, a la sociedad. Ciertamente, con esta opción político-jurídica no se intenta sobrepasar los límites constitucionales marcados por el art. 27 de la Constitución, aunque sólo se logre con grandes dificultades interpretativas y no intachablemente, como lo ponen de manifiesto sus numerosos críticos. De ahí la importancia decisiva para la clarificación futura del sistema educativo español que han supuesto sendas Sentencias del Tribunal Constitucional, recaídas, respectivamente, el 13 de febrero de 1981 sobre el recurso de inconstitucionalidad interpuesto por 74 senadores del Grupo Socialista contra numerosos artículos de la LOECE, y el 27 de junio de 1985 sobre el recenso presentado por 53 diputados del Grupo Parlamentario Popular contra varios artículos de la LODE.

Ambas coinciden en aclarar y reafirmar inequívocamente, en primer lugar, el derecho de los padres de familia a elegir centro educativo para sus hijos en función de sus convicciones morales y religiosas, al reconocer «el derecho de los titulares de los centros privados a establecer un ideario educativo propio». Derecho del que se sentencia que «forma parte de la libertad de creación de centros en cuanto que equivale a la posibilidad de dotar a éstos de un carácter y orientación propios », y que ha de ser respetado por los profesores y los mismos padres que han elegido el centro —que no pueden pretender posteriormente su alteración— y por toda la comunidad escolar. La doctrina de la sentencia de 1981 sale reforzada y explicitada por el pronunciamiento de la sentencia de 1985, al precisar ésta que el cambio del término ideario por el de carácter propio no afecta para nada a la vigencia de lo dispuesto en 1981. Es más, se especifica que «el carácter propio del centro —expresión sinónima a la de el ideario— actúa necesariamente como límite de los derechos de los demás miembros de la comunidad escolar», y que el carácter propio o ideario del centro no está sometido a ninguna autorización por parte de la Administración, que, procediendo de otro modo, vulneraría «el derecho a la libertad de enseñanza y a la libertad de creación de centros docentes, en cuanto de dichos preceptos nace el derecho del titular a establecer el carácter propio, sin que pueda admitirse la injerencia de una autoridad administrativa». La sentencia de 1985 clarifica, además, otros contenidos del derecho a la creación de centros que redundan en beneficio de la libertad de elección de los padres, como, por ejemplo: la atribución de facultades decisorias al titular en el nombramiento del director, y al que no se puede obligar en la selección y nombramiento del profesorado. También resulta favorable para los padres lo que se dice sobre los criterios para la admisión de alumnos, al establecer que «los criterios prioritarios no reemplazan en ningún momento a la elección de los padres y tutores». La sentencia despeja, por último, la incógnita del futuro de la financiación de los centros privados que optan por la gratuidad de la enseñanza para sus alumnos, al ordenar que el módulo económico que se fije en los conciertos con los titulares de estos centros debe asegurar «que la enseñanza se imparta en condiciones de gratuidad» para las familias que los prefieran a los centros públicos.

Una inesperada aportación a la concreción positiva del derecho de los padres a que se les garantice a sus hijos la formación moral y religiosa que deseen para ellos, incluso en los centros públicos, se desprende de lo que seguramente los recurrentes de la LOE no pretendían: una definición constitucional por parte del alto Tribunal del carácter propio de los centros docentes públicos, que «deben ser ideológicamente neutros…, y esta neutralidad ideológica es una característica necesaria de cada uno de los puestos docentes (profesores) integrados en el centro», lo «que no impide la organización en los centros públicos de enseñanzas de seguimiento libre para hacer posible el derecho de los padres a elegir para sus hijos la formación religiosa y moral de acuerdo con sus convicciones».

Una evolución paralela a la del inicial tratamiento jurídico y político del principio de la libertad de enseñanza en la configuración del derecho de los padres a la elección de centro siguió la ordenación de la enseñanza o clase de Religión y moral católicas en los centros públicos, al menos en la intención política, aunque no siempre en la ejecución legal. Las órdenes ministeriales de 1980 van a regularla académicamente, de forma fielmente respetuosa de lo que se preveía en el Acuerdo sobre Enseñanza y Asuntos Culturales: asignatura equiparable a las fundamentales del currículum de la enseñanza Primaria y Secundaria; opcional para las familias y los alumnos, obligatoria para los centros; con una alternativa académica del mismo rigor académico —la Ética— para los que no optasen por ella. Se prefiere el modelo vigente en una buena parte de los países de la Unión Europea —¡vigente por cierto en la actualidad!— con una diferencia notable, sin embargo, generosamente aceptada por las familias y por la Iglesia: la inscripción en clase de Religión habría de formalizarse cada año en el momento de la matriculación. Se imponía y se aceptaba —y se acepta— la exigencia de una especie de referéndum anual obligatorio sobre la clase de Religión y moral católica. ¡Exigencia desconocida en la legislación escolar de los países europeos! A pesar de esta sacrificada cesión, se iba a fraguar progresivamente la opinión política de suprimir en el futuro la alternativa académica a la clase de Religión; opinión compartida por el sector social más inclinado a favorecer la supremacía educativa del Estado. La LOGSE no dirime expresamente la controversia sobre la alternativa; pero al relegar el tratamiento sistemático del área de Religión, en el texto de la ley, a una Disposición Adicional, la 2ª, apuntaba con suficiente claridad a lo que ocurriría efectivamente en su desarrollo administrativo: la eliminación de la alternativa académica por el Real Decreto de 1991. De este modo, se ponía en marcha un proceso de deterioro académico y disciplinar de la asignatura de Religión y moral católica en la escuela pública, al parecer, imparable: ¡un verdadero vía crucis pedagógico que se prolonga hasta la fecha! Afrontado con paciente creatividad por parte de todos los responsables de esta enseñanza: los padres de familia, las diócesis y, con un mérito innegable, los profesores.

El sistema educativo español, articulado en torno a las dos grandes leyes orgánicas de la década de los ochenta, dio frutos evidentes en el terreno de la escolarización gratuita, de la ampliación de la edad escolar, de la generalización del acceso a los estudios superiores, de la implantación de la metodología activa en la educación Primaria y Secundaria y en la concepción participativa de la comunidad escolar; pero no menos evidentes se han revelado sus lagunas estructurales, las deficiencias antropológicas de sus objetivos y contenidos y los fallos pedagógicos de su funcionamiento. Creció el fracaso escolar, a veces, espectacularmente; decayó de forma alarmante la disciplina de los centros en general y de los alumnos en particular. Muy sintomático resulta el hecho de que, en la terminología jurídica de la LOGSE y de su desarrollo administrativo, no aparezcan apenas ni el sustantivo estudio ni el verbo estudiar. Sí pueden y deben concederse resultados apreciables en el campo de los conocimientos técnicos y de la formación tecnológica y experimental, no, en cambio, en todo lo que tiene que ver con la cultura clásica y las ciencias humanas y con la educación moral y espiritual de los alumnos, y, por ende, con la educación integral de su personalidad, con carencias clamorosas.

La toma de conciencia crítica de la pervivencia de viejos problemas no resueltos, o de los nuevos surgidos con el sistema educativo diseñado por la LODE y por la LOGSE, no tarda en producirse. Su primer y más significativo eco se encuentra en la reforma parcial de la LOGSE, acometida por la Ley Orgánica de la Participación, la evaluación y el gobierno de los centros docentes de 1995, propiciada por el propio Partido Socialista Obrero Español. El intento de una corrección más profunda, asumida por la Ley Orgánica de Calidad de la Educación (LOCE), de 23 de diciembre del año 2002, se vería truncado por su no implantación en el tiempo disponible de la legislatura en que fue aprobada y por el cambio político ocurrido en las elecciones generales del 14 de marzo de 2004. La LOCE, que se proponía introducir mejoras metodológicas tendentes a favorecer y evaluar el esfuerzo y la exigencia personal de profesores y alumnos, a potenciar la educación en valores y el ejercicio y maduración de la responsabilidad de la persona y recuperar los conocimientos clásicos y humanísticos, había encontrado una solución satisfactoria para el problema del estatuto académico de la clase de Religión y moral católica. Fuese cual fuese, sin embargo, el éxito político y pedagógico de la nueva Ley, la reforma pretendida dejaba intactas las líneas maestras organizativas y funcionales del sistema educativo diseñado en la década de los ochenta. Es verdad que no concibe ni caracteriza jurídicamente ya la educación como servicio público, como era el caso de la LODE, pero sí como un servicio de interés público, de forma no muy alejada a una expresión usada por la LOGSE de un derecho o servicio de carácter social. Con todo, se debe de admitir que daba un paso nuevo y decisivo para la posibilidad de creación de centros por parte de personas físicas o jurídicas —es decir, por titulares privados, según la terminología legal—, al incluir, en el cálculo económico del módulo de los conciertos, el concepto de cantidades de reposición de inversiones reales. Con ello, y a pesar de mantener el riguroso procedimiento administrativo para la concesión del concierto a los titulares privados de centros docentes, las perspectivas reales que se abrían a los padres de familia para la elección libre del colegio de sus hijos hubieran sido ciertamente superiores a las previstas por la normativa anterior15. La aprobación de una nueva Ley Orgánica de Educación, de 3 de mayo de 2006, promovida inmediatamente después de la toma de posesión por el nuevo Gobierno, apoyado por una compleja mayoría parlamentaria, inauguraría el actual capítulo jurídico-político del sistema educativo español, presentado y justificado como la versión adecuada que la reforma estaba necesitando. Se trataba supuestamente de reformar la reforma pretendida anteriormente.

Sin embargo, los inveterados problemas siguen ahí, vivos y agravados en la realidad diaria de la educación en España: el problema del derecho de los padres a la elección libre de los centros docentes de acuerdo con sus convicciones y preferencias —que pueden referirse legítimamente también, según la doctrina del Tribunal Constitucional, a los aspectos pedagógicos del modelo ofrecido— y el problema de la enseñanza de la Religión y de la moral católica a la que sobreviene una dificultad añadida y desconocida hasta el momento en la normativa legal y administrativa nacida en el marco político-jurídico de la Constitución española de 1978: la del estatuto jurídico de los profesores de Religión. ¡La vuelta a la definición de la educación como servicio público se hace notar negativamente en esos dos puntos tan claves para el futuro desarrollo del sistema educativo español, contemplado y analizado a la luz del principio de la libertad de enseñanza! Así, el derecho a la concertación de los centros privados por parte de sus titulares queda sometida a las necesidades de escolarización, determinadas y valoradas por la Administración educativa, según criterios que priman a su libre discreción a sus propios centros escolares, con el resultado práctico de que el derecho de elección de centro de los padres queda sujeto y limitado forzosamente por una oferta siempre deficiente e insuficiente de centros privados elegibles gratuitamente. Si a esto se añade la fórmula organizativa prevista para el proceso de admisión de alumnos, en la que se subordina el criterio cualitativo de la libre elección de los padres, en función del ideario o carácter propio del centro, a otros criterios cuantitativos y neutros respecto a la visión del hombre y de las grandes cuestiones relacionadas con el sentido de la vida, habrá que concluir que, con la LOE, no se ha conseguido restablecer el equilibrio jurídico entre los dos principios pre-jurídicos y político-culturales que inspiran el art. 27 de la Constitución: el de la universalidad del derecho a la educación y el de la libertad de enseñanza. Equilibrio descuidado y perturbado por la legislación educativa de los años ochenta a favor del intervencionismo estatal. Ni la antigua legislación ni la nueva de la LOE sienten muchos escrúpulos en inmiscuirse con su ordenancismo minucioso en los aspectos humanamente más delicados de lo que significa instruir, enseñar, educar y formar a las personas. Es más, el tratamiento dado al régimen académico de la clase de Religión y moral católica por la nueva Ley y la introducción de una nueva materia escolar obligatoria, titulada Educación para la ciudadanía, confirma la vuelta atrás en la consideración jurídica del principio de libertad de enseñanza:

La enseñanza de la Religión y moral católica vuelve a quedar sin alternativa de valor académico equiparable en la Disposición Adicional Segunda 1, de forma exactamente igual a como figuraba en la paralela Disposición Adicional de la LOGSE, pero con una doble agravante: de interpretación jurídica y de una inédita regulación del profesorado de Religión. Así como la redacción dada a la norma por la LOGSE permitía, por falta de prohibición explícita, un desarrollo reglamentario que incluyera una alternativa académica del mismo rango y de la misma vinculación que la de la asignatura de Religión, ahora esta posibilidad es prácticamente impensable, dado el largo período de su regulación y funcionamiento sin alternativa académica verdadera. Nadie podía esperar con realismo, a la hora de la interpretación de la nueva Ley y de su desarrollo reglamentario, otra cosa que la confirmación de la práxis anterior, como así ha sucedido y se puede comprobar por lo dispuesto en los recientísimos Reales Decretos que la aplican. Por otra parte, en su Disposición Adicional II, la LOE introduce un segundo apartado sobre el profesorado de Religión, no contemplado en la LOGSE, que asimila el contrato de los profesores de Religión en la escuela pública a las formas contractuales generales previstas en el Estatuto de los Trabajadores, ignorando su carácter específico derivado de la missio canónica que conforma y singulariza lo esencial de su función. La simple presentación a la Administración educativa s emel pro semper (una vez por todas) de la lista de profesores por parte del obispo diocesano, reduce el ejercicio de su responsabilidad sobre la identidad teórica y práctica de la enseñanza de la Religión y moral católica a mínimos insostenibles.

Un motivo de nueva y desconocida preocupación por el futuro del ejercicio libre y pleno de la responsabilidad de los padres en la educación moral y religiosa de sus hijos viene suscitado también por la previsión de la enseñanza de una nueva materia obligatoria en todas las etapas de la escuela, desde la Primaria hasta el Bachillerato, titulada «Educación para la ciudadanía» y definida legalmente como «educación ético-cívica». El Real Decreto, que concreta y explicita sus fines, objetivos, contenidos y criterios de evaluación, no sólo no disipa los temores legítimos de muchos padres y de muchas instituciones sociales probadas y comprometidas con la educación de las nuevas generaciones, sino que los confirma y agrava. Aparte de la naturaleza claramente antropológica y ética de varios de los contenidos abordados en el programa de la nueva asignatura y de los objetivos pedagógicos propuestos —Autonomía y responsabilidad; Valoración de la identidad personal…; Desarrollar la autoestima, la afectividad y la autonomía personal, etc.—, se pretende contribuir «a la construcción de una conciencia moral cívica», «centrándose la educación ético-cívica en la reflexión ética que comienza en las relaciones afectivas con el entorno más próximo»; introduciendo, además, en la programación de la nueva asignatura, al fijar los contenidos y los criterios de su evaluación, la enseñanza de la llamada Teoría del género. Teoría que así, de este modo, se oficializa16.

A la vista de los rasgos jurídicos que hemos destacado como característicos del actual sistema educativo español, ¿no resulta intelectualmente obligado plantearse la cuestión de la incertidumbre histórica respecto a su presente y a su futuro? También en el caso concreto de España, visto en el conjunto del panorama internacional del derecho a la educación y de sus titulares, hay que hablar de incertidumbre. Sobre el futuro del derecho a la educación en España y sus titulares penden los mismos o parecidos interrogantes que los que se plantean en Europa y en el mundo, con algunas peculiaridades propias y típicas de nuestra historia político-jurídica y cultural más reciente.