III. La vía obligada para la superación de la incertidumbre histórica, mirando al futuro del derecho fundamental a la educación y sus titulares - Alfa y Omega

III. La vía obligada para la superación de la incertidumbre histórica, mirando al futuro del derecho fundamental a la educación y sus titulares

Antonio María Rouco Varela

III. La vía obligada para la superación de la incertidumbre histórica, mirando al futuro del derecho fundamental a la educación y sus titulares

Los factores de las crisis por las que atraviesan los sistemas educativos especialmente en Europa y en España, como puede constatar cualquier observador atento, son variados y actúan sobre la educación, en planos distintos, respecto al acontecer diario de la acción educativa en los centros docentes y a su funcionamiento pedagógico y didáctico, sea cual sea su titular. Estos factores, unos son más inmediatos y superficiales, otros, más lejanos y hondos. No obstante, si se quiere responder con eficacia a lo que constituye las causas últimas de los graves problemas que aquejan a la teoría y a la práctica del derecho humano a la educación y de sus titulares, a medio y a largo plazo, hay que plantearse con nuevo vigor y lucidez intelectuales la cuestión de sus fundamentos pre-políticos y pre-jurídicos, en estrecha conexión lógica y existencial con la problemática general de una renovada fundamentación los derechos del hombre, de la que están tan necesitados: los individuales y los sociales, los civiles, económicos y culturales. El derecho fundamental a la educación participa de la misma crisis antropológica que los demás derechos fundamentales, sometidos con creciente y preocupante frecuencia a un proceso de hermenéutica jurídica que relativiza —hasta la desfiguración— sus contenidos, su objeto y, lo que es más grave, su sujeto. ¿De quién se puede predicar hoy de forma unívoca y sin excepción, por ejemplo, el derecho a la vida, a la libertad religiosa, a un digno sustento, a la igualdad y, cómo no, a la libertad garantizada de enseñanza…?

Benedicto XVI en enero del 2004, poco más de un año antes de su elección al pontificado, en su conocido y famoso diálogo con Jürgen Habermas en la sede de la Academia Católica de Baviera, en Munich, acerca de los fundamentos pre-políticos, morales de un Estado libre, llamaba la atención, en sintonía con su interlocutor, sobre la necesidad de recuperar en la conciencia de la sociedad occidental las certezas básicas en torno a lo que es el hombre, su origen y su destino, superando lo que él llamaba las patologías de la razón y las patologías de la religión, típicas del actual momento social, calificado por Habermas como postsecular. Superación tanto más urgente cuanto, en el contexto normal y ordinario, en el que se desenvuelve el quehacer de sus ciudadanos, ha hecho aparición una forma de concebir la vida pública, e incluso privada, de las personas que no distingue y menos separa la dimensión política y la dimensión religiosa; es decir, el Islam, aun el comprendido fuera de sus versiones fundamentalistas. En su rico y luminoso magisterio, volverá el Papa una y otra vez al mismo tema, haciéndose eco sensible y cordial del «gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo»17. En su también famosa lección académica en la Universidad de Ratisbona, el pasado mes de septiembre, ofrecía recuerdos y reflexiones sobre la Fe, la Razón y Universidad que despejan el camino intelectual y ético para el encuentro de la razón, desembarazada de sus autolimitaciones metódicas, con la fe, abierta al Logos en la amplitud y plenitud de la Verdad. Y, en su Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz del pasado 1 de enero, ponía de manifiesto cómo «la persona humana» es «el corazón de la paz». Glosándolo, podríamos añadir nosotros: la persona humana es el corazón de la educación. Conocer al hombre en toda su verdad supone comprenderlo y reconocerlo como hecho a imagen de Dios y, por lo tanto, dotado de una dignidad trascendente: ¡como un don de Dios! Conocerlo y respetarlo implica «el respeto a la gramática escrita en el corazón del hombre por su divino Creador». Cuidarlo y estimarlo conlleva, pues, el respeto escrupuloso de los derechos fundamentales de la persona humana, que le son propios e inalienables, y el cumplimiento fiel de los correspondientes deberes. O, lo que es lo mismo, significa aceptar y considerar «las normas del derecho natural» no como directrices impuestas desde afuera, coartando la libertad del hombre, sino como la forma verdadera de realizar «el proyecto divino» universal «inscrito en la naturaleza del ser humano» y que puede y debe de servir de base para el diálogo entre los creyentes de las diversas religiones, entre los creyentes y no creyentes y sus respectivas culturas.

¡Todo un reto histórico! Reto solamente asumible con éxito si «se abre paso a una ecología humana», alimentada por una concepción antropológica no restrictiva del ser humano y que responda, por consiguiente, a «lo que constituye la verdadera naturaleza del hombre». Una concepción de la persona humana débil, relativista, naufraga a la hora de justificar y defender los derechos fundamentales de la persona; también, el de la educación. «La aporía es patente…: los derechos se proponen como absolutos, pero el fundamento que se aduce para ello es sólo relativo —dice el Papa—. ¿Por qué sorprenderse cuando, ante las exigencias incómodas que impone uno u otro derecho, alguien se atreviera a negarlo o decidiese relegarlo? Sólo si están arraigados en bases objetivas de la naturaleza que el Creador ha dado al hombre, los derechos que se le han atribuido pueden ser afirmados sin temor de ser desmentidos»18.

En los momentos más graves de las crisis históricas que ha padecido la Iglesia siempre se ha apelado al imperativo de la vuelta a los orígenes y a las fuentes del propio ser e identidad: a Jesucristo y a su Evangelio, a la Revelación última y definitiva transmitida por los Doce. De forma análoga, podría establecerse un postulado semejante para las grandes crisis históricas de la Humanidad y de un pueblo o nación concreta. ¿Por qué no retornar de nuevo, hoy, en estos momentos de innegable encrucijada histórica, a la Carta de las Naciones Unidas y a su Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, comprendida y actualizada como «un compromiso moral asumido por la Humanidad entera»19? Y ¿por qué no volver hoy en nuestra patria, en un momento histórico igualmente delicado, a la Constitución española de 1978, asumida igualmente como un compromiso moral de todos los españoles, y a sus fórmulas culturales, políticas y jurídicas, generosas y fecundas, que abrieron para España las puertas históricas de un nuevo futuro de libertad, solidaridad, justicia y paz? ¿Y por qué no a los Acuerdos entre da Santa Sede y el Reino de España, en lo que atañe especialmente a la problemática de la educación?

¡Un buen camino sería ése! Camino a emprender si queremos despejar las incertidumbres que se ciernen sobre nuestro futuro.

Notas

1 Concilio Vaticano II, Declaración Gravissimum educationis, 1.

2 Ibíd.

3 Declaración Universal de los Derechos Humanos, art. 26, 1; Pacto internacional, art. 13,2, a) b) y c); Protocolo adicional al Convenio europeo, art. 2º, Constitución para Europa, Art. II-74, 1 y 2.

4 Gravissimum educationis, 1.

5 Ibíd., 4.

6 Protocolo adicional al Convenio europeo, art. 2º.

7 Convenio europeo, Preámbulo.

8 Constitución para Europa, art. II-74, 3.

9 Gravissimum educationis, 3, 6, 7, con 4 y 6.

10 Declaración Universal de los Derechos Humanos, Considerando primero.

11 Constitución para Europa, art. III-282 y 283.

12 Constitución española, art. 27, 1-2.

13 Ibíd., art. 27, 3, 6, 9.

14 Ibíd., art. 27, 4-5.

15 LOCE, art. 76, 3 b.

16 Real Decreto 29, diciembre 2006, Anexo 1: Educación para la ciudadanía: Introducción; Capítulos primero y tercero, Contenidos, Bloque 2 (BOE 5-1-2007, págs. 5, pp. 715 y 718).

17 Gravissimum educationis, 1.

18 Mensaje de Su Santidad Benedicto XVI para la Jornada Mundial de la Paz, 1 de enero de 2007, 5-7, 12-14.

19 Ibíd., 15.