Primera parte: Eucaristía, Misterio que se ha de creer - Alfa y Omega

Primera parte: Eucaristía, Misterio que se ha de creer

«Éste es el trabajo que Dios quiere: que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6, 29)

Papa Benedicto XVI
La Eucaristía es constitutiva del ser y del actuar de la Iglesia

La fe eucarística de la Iglesia

6. «Éste es el Misterio de la fe». Con esta expresión, pronunciada inmediatamente después de las palabras de la consagración, el sacerdote proclama el Misterio celebrado y manifiesta su admiración ante la conversión sustancial del pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor Jesús, una realidad que supera toda comprensión humana. En efecto, la Eucaristía es misterio de la fe por excelencia: «Es el compendio y la suma de nuestra fe» 13. La fe de la Iglesia es esencialmente fe eucarística y se alimenta de modo particular en la mesa de la Eucaristía. La fe y los Sacramentos son dos aspectos complementarios de la vida eclesial. La fe que suscita el anuncio de la Palabra de Dios se alimenta y crece en el encuentro de gracia con el Señor resucitado que se produce en los Sacramentos: «La fe se expresa en el rito y el rito refuerza y fortalece la fe» 14. Por eso, el Sacramento del altar está siempre en el centro de la vida eclesial; «gracias a la Eucaristía, la Iglesia renace siempre de nuevo» 15. Cuanto más viva es la fe eucarística en el pueblo de Dios, más profunda es su participación en la vida eclesial a través de la adhesión consciente a la misión que Cristo ha confiado a sus discípulos. La historia misma de la Iglesia es testigo de ello. Toda gran reforma está vinculada de algún modo al redescubrimiento de la fe en la presencia eucarística del Señor en medio de su pueblo.

Santísima Trinidad y Eucaristía

El pan que baja del cielo

7. La primera realidad de la fe eucarística es el misterio mismo de Dios, el amor trinitario. En el diálogo de Jesús con Nicodemo encontramos una expresión iluminadora a este respecto: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él» (Jn 3, 16-17). Estas palabras muestran la raíz última del don de Dios. En la Eucaristía, Jesús no da algo, sino a sí mismo; ofrece su Cuerpo y derrama su Sangre. Entrega así toda su vida, manifestando la fuente originaria de este amor divino. Él es el Hijo eterno que el Padre ha entregado por nosotros. En el Evangelio escuchamos también a Jesús que, después de haber dado de comer a la multitud con la multiplicación de los panes y los peces, dice a sus interlocutores que lo habían seguido hasta la sinagoga de Cafarnaúm: «Es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo» (Jn 6, 32-33); y llega a identificarse Él mismo, la propia carne y la propia sangre, con ese pan: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo» (Jn 6, 51). Jesús se manifiesta así como el Pan de vida, que el Padre eterno da a los hombres.

Don gratuito de la Santísima Trinidad

8. En la Eucaristía se revela el designio de amor que guía toda la historia de la salvación (cf. Ef 1, 10; 3, 8-11). En ella, el Deus Trinitas, que en sí mismo es amor (cf. 1 Jn 4, 7-8), se une plenamente a nuestra condición humana. En el pan y en el vino, bajo cuya apariencia Cristo se nos entrega en la Cena pascual (cf. Lc 22, 14-20; 1 Co 11, 23-26), nos llega toda la vida divina y se comparte con nosotros en la forma del Sacramento. Dios es comunión perfecta de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Ya en la creación, el hombre fue llamado a compartir en cierta medida el aliento vital de Dios (cf. Gn 2, 7). Pero es en Cristo muerto y resucitado, y en la efusión del Espíritu Santo que se nos da sin medida (cf. Jn 3, 34), donde nos convertimos en verdaderos partícipes de la intimidad divina 16. Jesucristo, pues, «que, en virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha» (Hb 9, 14), nos comunica la misma vida divina en el don eucarístico. Se trata de un don absolutamente gratuito, que se debe sólo a las promesas de Dios, cumplidas por encima de toda medida. La Iglesia, con obediencia fiel, acoge, celebra y adora este don. El Misterio de la fe es misterio del amor trinitario, en el cual, por gracia, estamos llamados a participar. Por tanto, también nosotros hemos de exclamar con san Agustín: «Ves la Trinidad si ves el amor» 17.

Eucaristía: Jesús, el verdadero Cordero inmolado

Los israelitas recogen en el desierto el pan del cielo

La nueva y eterna alianza en la sangre del Cordero

9. La misión para la que Jesús ha venido entre nosotros llega a su cumplimiento en el Misterio Pascual. Desde lo alto de la cruz, donde atrae todo hacia sí (cf. Jn 12, 32), antes de entregar el espíritu dice: «Está cumplido» (Jn 19, 30). En el misterio de su obediencia hasta la muerte, y una muerte de cruz (cf. Flp 2, 8), se ha cumplido la nueva y eterna Alianza. La libertad de Dios y la libertad del hombre se han encontrado definitivamente en su carne crucificada, en un pacto indisoluble y válido para siempre. También el pecado del hombre ha sido expiado una vez por todas por el Hijo de Dios (cf. Hb 7, 27; 1 Jn 2, 2; 4, 10). Como he tenido ya oportunidad de decir, «en su muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es el amor en su forma más radical» 18. En el Misterio Pascual se ha realizado verdaderamente nuestra liberación del mal y de la muerte. En la institución de la Eucaristía, Jesús mismo habló de la nueva y eterna Alianza, estipulada en su sangre derramada (cf. Mt 26, 28; Mc 14, 24; Lc 22, 20). Esta meta última de su misión era ya bastante evidente al comienzo de su vida pública. En efecto, cuando a orillas del Jordán Juan Bautista ve venir a Jesús, exclama: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 19). Es significativo que la misma expresión se repita cada vez que celebramos la santa misa, con la invitación del sacerdote para acercarse a comulgar: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Dichosos los invitados a la Cena del Señor». Jesús es el verdadero cordero pascual que se ha ofrecido espontáneamente a sí mismo en sacrificio por nosotros, realizando así la nueva y eterna alianza. La Eucaristía contiene en sí esta novedad radical, que se nos propone de nuevo en cada celebración 19.

Institución de la Eucaristía

10. De este modo llegamos a reflexionar sobre la institución de la Eucaristía en la Última Cena. Sucedió en el contexto de una cena ritual con la que se conmemoraba el acontecimiento fundamental del pueblo de Israel: la liberación de la esclavitud de Egipto. Esta cena ritual, relacionada con la inmolación de los corderos (Ex 12, 1-28.43-51), era conmemoración del pasado, pero, al mismo tiempo, también memoria profética, es decir, anuncio de una liberación futura. En efecto, el pueblo había experimentado que aquella liberación no había sido definitiva, puesto que su historia estaba todavía demasiado marcada por la esclavitud y el pecado. El memorial de la antigua liberación se abría así a la súplica y a la esperanza de una salvación más profunda, radical, universal y definitiva. Éste es el contexto en el cual Jesús introduce la novedad de su don. En la oración de alabanza, la Berakah, da gracias al Padre no sólo por los grandes acontecimientos de la historia pasada, sino también por la propia exaltación. Al instituir el sacramento de la Eucaristía, Jesús anticipa e implica el Sacrificio de la cruz y la victoria de la Resurrección. Al mismo tiempo, se revela como el verdadero cordero inmolado, previsto en el designio del Padre desde la fundación del mundo, como se lee en la Primera Carta de San Pedro (cf. 1, 18-20). Situando en este contexto su don, Jesús manifiesta el sentido salvador de su muerte y resurrección, Misterio que se convierte en el factor renovador de la Historia y de todo el cosmos. En efecto, la institución de la Eucaristía muestra cómo aquella muerte, de por sí violenta y absurda, se ha transformado en Jesús en un supremo acto de amor y de liberación definitiva del mal para la Humanidad.

Figura transit in veritatem

11. De este modo Jesús inserta su novum radical dentro de la antigua cena sacrificial judía. Para nosotros los cristianos, ya no es necesario repetir aquella cena. Como dicen con precisión los Padres, figura transit in veritatem: lo que anunciaba realidades futuras, ahora ha dado paso a la verdad misma. El antiguo rito ya se ha cumplido y ha sido superado definitivamente por el don de amor del Hijo de Dios encarnado. El alimento de la verdad, Cristo inmolado por nosotros, dat… figuris terminum 20. Con el mandato: «Haced esto en conmemoración mía» (cf. Lc 22, 19; 1 Co 11, 25), nos pide corresponder a su don y representarlo sacramentalmente. Por tanto, el Señor expresa con estas palabras, por decirlo así, la esperanza de que su Iglesia, nacida de su Sacrificio, acoja este don, desarrollando bajo la guía del Espíritu Santo la forma litúrgica del Sacramento. En efecto, el Memorial de su total entrega no consiste en la simple repetición de la Última Cena, sino propiamente en la Eucaristía, es decir, en la novedad radical del culto cristiano. Jesús nos ha encomendado así la tarea de participar en su hora. «La Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús. No recibimos solamente de modo pasivo el Logos, sino que nos implicamos en la dinámica de su entrega» 21. Él nos atrae hacia sí 22. La conversión sustancial del pan y del vino en su Cuerpo y en su Sangre introduce en la creación el principio de un cambio radical, como una forma de fisión nuclear, por usar una imagen bien conocida hoy por nosotros, que se produce en lo más íntimo del ser; un cambio destinado a suscitar un proceso de transformación de la realidad, cuyo término último será la transfiguración del mundo entero, el momento en que Dios será todo para todos (cf. 1 Co 15, 28).

El Espíritu Santo y la Eucaristía

Mosaico sobre la Última Cena, en la que Cristo instituyó la Eucaristía

Jesús y el Espíritu Santo

12. Con su palabra, y con el pan y el vino, el Señor mismo nos ha ofrecido los elementos esenciales del culto nuevo. La Iglesia, su Esposa, está llamada a celebrar, día tras día, el banquete eucarístico en conmemoración suya. Introduce así el sacrificio redentor de su Esposo en la historia de los hombres y lo hace presente sacramentalmente en todas las culturas. Este gran Misterio se celebra en las formas litúrgicas que la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, desarrolla en el tiempo y en los diversos lugares 23. A este propósito es necesario despertar en nosotros la conciencia del papel decisivo que desempeña el Espíritu Santo en el desarrollo de la forma litúrgica y en la profundización de los divinos misterios. El Paráclito, primer don para los creyentes 24, que actúa ya en la creación (cf. Gn 1, 2), está plenamente presente en toda la vida del Verbo encarnado; en efecto, Jesucristo fue concebido por la Virgen María por obra del Espíritu Santo (cf. Mt 1, 18; Lc 1, 35); al comienzo de su misión pública, a orillas del Jordán, lo ve bajar sobre sí en forma de paloma (cf. Mt 3, 16 y par.); en este mismo Espíritu actúa, habla y se llena de gozo (cf. Lc 10, 21), y por Él se ofrece a sí mismo (cf. Hb 9, 14). En los llamados discursos de despedida recopilados por Juan, Jesús establece una clara relación entre el don de su vida en el Misterio Pascual y el don del Espíritu a los suyos (cf. Jn 16, 7). Una vez resucitado, llevando en su carne las señales de la Pasión, Él infunde el Espíritu (cf. Jn 20, 22), haciendo a los suyos partícipes de su propia misión (cf. Jn 20, 21). Será el Espíritu quien enseñe después a los discípulos todas las cosas y les recuerde todo lo que Cristo ha dicho (cf. Jn 14, 26), porque corresponde a Él, como Espíritu de la verdad (cf. Jn 15, 26), guiarlos hasta la verdad completa (cf. Jn 16, 13). En el relato de los Hechos, el Espíritu desciende sobre los Apóstoles, reunidos en oración con María, el día de Pentecostés (cf. 2, 1-4), y los anima a la misión de anunciar a todos los pueblos la Buena Noticia. Por tanto, Cristo mismo, en virtud de la acción del Espíritu, está presente y operante en su Iglesia, desde su centro vital que es la Eucaristía.

Espíritu Santo y celebración eucarística

13. En este horizonte se comprende el papel decisivo del Espíritu Santo en la celebración eucarística y, en particular, en lo que se refiere a la transustanciación. Todo ello está bien documentado en los Padres de la Iglesia. San Cirilo de Jerusalén, en sus Catequesis, recuerda que nosotros «invocamos a Dios misericordioso para que mande su Santo Espíritu sobre las ofrendas que están ante nosotros, para que Él transforme el pan en Cuerpo de Cristo y el vino en Sangre de Cristo. Lo que toca el Espíritu Santo es santificado y transformado totalmente» 25. También san Juan Crisóstomo hace notar que el sacerdote invoca el Espíritu Santo cuando celebra el Sacrificio 26: como Elías -dice-, el ministro invoca el Espíritu Santo para que, «descendiendo la gracia sobre la víctima, se enciendan por ella las almas de todos» 27. Es muy necesario para la vida espiritual de los fieles que tomen conciencia más claramente de la riqueza de la anáfora: junto con las palabras pronunciadas por Cristo en la Última Cena, contiene la epíclesis, como invocación al Padre para que haga descender el don del Espíritu a fin de que el pan y el vino se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, y para que «toda la comunidad sea cada vez más cuerpo de Cristo» 28. El Espíritu, que invoca el celebrante sobre los dones del pan y el vino puestos sobre el altar, es el mismo que reúne a los fieles en un solo cuerpo, haciendo de ellos una oferta espiritual agradable al Padre 29.

Eucaristía e Iglesia

Eucaristía, principio causal de la Iglesia

14. Por el Sacramento eucarístico Jesús incorpora a los fieles a su propia hora; de este modo nos muestra la unión que ha querido establecer entre Él y nosotros, entre su persona y la Iglesia. En efecto, Cristo mismo, en el Sacrificio de la cruz, ha engendrado a la Iglesia como su Esposa y su Cuerpo. Los Padres de la Iglesia han meditado mucho sobre la relación entre el origen de Eva del costado de Adán mientras dormía (cf. Gn 2, 21-23) y de la nueva Eva, la Iglesia, del costado abierto de Cristo, sumido en el sueño de la muerte: del costado traspasado, dice Juan, salió sangre y agua (cf. Jn 19, 34), símbolo de los Sacramentos 30. El contemplar al que atravesaron (Jn 19, 37) nos lleva a considerar la unión causal entre el Sacrificio de Cristo, la Eucaristía y la Iglesia. En efecto, la Iglesia vive de la Eucaristía 31. Ya que en ella se hace presente el sacrificio redentor de Cristo, se tiene que reconocer, ante todo, que «hay un influjo causal de la Eucaristía en los orígenes mismos de la Iglesia» 32. La Eucaristía es Cristo que se nos entrega, edificándonos continuamente como su cuerpo. Por tanto, en la sugestiva correlación entre la Eucaristía que edifica la Iglesia y la Iglesia que hace a su vez la Eucaristía 33, la primera afirmación expresa la causa primaria: la Iglesia puede celebrar y adorar el misterio de Cristo presente en la Eucaristía, precisamente porque el mismo Cristo se ha entregado antes a ella en el Sacrificio de la cruz. La posibilidad que tiene la Iglesia de hacer la Eucaristía tiene su raíz en la donación que Cristo le ha hecho de sí mismo. Descubrimos también aquí un aspecto elocuente de la fórmula de san Juan: «Él nos ha amado primero» (1Jn 4, 19). Así, también nosotros confesamos en cada celebración la primacía del don de Cristo. En definitiva, el influjo causal de la Eucaristía en el origen de la Iglesia revela la precedencia, no sólo cronológica, sino también ontológica, del habernos amado primero. Él es eternamente quien nos ama primero.

Eucaristía y comunión eclesial

15. La Eucaristía es, pues, constitutiva del ser y del actuar de la Iglesia. Por eso la antigüedad cristiana designó con las mismas palabras Corpus Christi el cuerpo nacido de la Virgen María, el Cuerpo eucarístico y el cuerpo eclesial de Cristo 34. Este dato, muy presente en la Tradición, ayuda a aumentar en nosotros la conciencia de que no se puede separar a Cristo de la Iglesia. El Señor Jesús, ofreciéndose a sí mismo en sacrificio por nosotros, ha preanunciado eficazmente en su donación el misterio de la Iglesia. Es significativo que en la segunda Plegaria eucarística, al invocar al Paráclito, se formule de este modo la oración por la unidad de la Iglesia: «Que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y de la Sangre de Cristo». Este pasaje permite comprender bien que la res del Sacramento eucarístico incluye la unidad de los fieles en la comunión eclesial. La Eucaristía se muestra así en las raíces de la Iglesia como Misterio de comunión 35.

Ya en su encíclica Ecclesia de Eucharistia, el Siervo de Dios Juan Pablo II llamó la atención sobre la relación entre Eucaristía y communio. Se refirió al Memorial de Cristo como la «suprema manifestación sacramental de la comunión en la Iglesia» 36. La unidad de la comunión eclesial se revela concretamente en las comunidades cristianas y se renueva en el acto eucarístico que las une y las diferencia en Iglesias particulares, «in quibus et ex quibus una et unica Ecclesia catholica exsistit» 37. Precisamente la realidad de la única Eucaristía que se celebra en cada diócesis en torno al propio obispo nos permite comprender cómo las mismas Iglesias particulares subsisten in y ex Ecclesia. En efecto, «la unicidad e indivisibilidad del Cuerpo eucarístico del Señor implica la unicidad de su cuerpo místico, que es la Iglesia una e indivisible. Desde el centro eucarístico surge la necesaria apertura de cada comunidad celebrante, de cada Iglesia particular: del dejarse atraer por los brazos abiertos del Señor se sigue la inserción en su cuerpo, único e indiviso» 38. Por este motivo, en la celebración de la Eucaristía, cada fiel se encuentra en su Iglesia, es decir, en la Iglesia de Cristo. En esta perspectiva eucarística, comprendida adecuadamente, la comunión eclesial se revela una realidad por su propia naturaleza católica 39. Subrayar esta raíz eucarística de la comunión eclesial puede contribuir también eficazmente al diálogo ecuménico con las Iglesias y con las Comunidades eclesiales que no están en plena comunión con la Sede de Pedro. En efecto, la Eucaristía establece objetivamente un fuerte vínculo de unidad entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas que han conservado la auténtica e íntegra naturaleza del misterio de la Eucaristía. Al mismo tiempo, el relieve dado al carácter eclesial de la Eucaristía puede convertirse también en elemento privilegiado en el diálogo con las Comunidades nacidas de la Reforma 40.

Eucaristía y Sacramentos

Una de las sesiones del Concilio Vaticano II en la basílica de San Pedro

Sacramentalidad de la Iglesia

16. El Concilio Vaticano II ha recordado que «los demás Sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la vida a los hombres por medio del Espíritu Santo. Así, los hombres son invitados y llevados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas junto con Cristo» 41. Esta relación íntima de la Eucaristía con los otros Sacramentos y con la existencia cristiana se comprende en su raíz cuando se contempla el misterio de la Iglesia como sacramento 42. A este propósito, el Concilio Vaticano II afirma que «la Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» 43. Ella, como dice san Cipriano, en cuanto «pueblo convocado por el unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» 44, es sacramento de la Comunión trinitaria.

El hecho de que la Iglesia sea sacramento universal de salvación 45 muestra cómo la economía sacramental determina, en último término, el modo cómo Cristo, único Salvador, mediante el Espíritu llega a nuestra existencia en sus circunstancias específicas. La Iglesia se recibe y, al mismo tiempo, se expresa en los siete Sacramentos, mediante los cuales la gracia de Dios influye concretamente en los fieles para que toda su vida, redimida por Cristo, se convierta en culto agradable a Dios. En esta perspectiva, deseo subrayar aquí algunos elementos, señalados por los Padres sinodales, que pueden ayudar a comprender la relación de todos los Sacramentos con el Misterio eucarístico.

I. Eucaristía e iniciación cristiana

El amor a la Eucaristía lleva a apreciar el sacramento de la Reconciliación

Eucaristía, plenitud de la iniciación cristiana

17. Puesto que la Eucaristía es verdaderamente fuente y culmen de la vida y de la misión de la Iglesia, el camino de iniciación cristiana tiene como punto de referencia la posibilidad de acceder a este Sacramento. A este respecto, como han dicho los Padres sinodales, hemos de preguntarnos si en nuestras comunidades cristianas se percibe de manera suficiente el estrecho vínculo que hay entre el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía 46. En efecto, nunca debemos olvidar que somos bautizados y confirmados en orden a la Eucaristía. Esto requiere el esfuerzo de favorecer en la acción pastoral una comprensión más unitaria del proceso de iniciación cristiana. El sacramento del Bautismo, mediante el cual nos conformamos con Cristo 47, nos incorporamos a la Iglesia y nos convertimos en hijos de Dios, es la puerta para todos los Sacramentos. Con él se nos integra en el único cuerpo de Cristo (cf. 1 Co 12, 13), pueblo sacerdotal. Sin embargo, la participación en el Sacrificio eucarístico perfecciona en nosotros lo que nos ha sido dado en el Bautismo. Los dones del Espíritu se dan también para la edificación del cuerpo de Cristo (cf. 1 Co 12) y para un mayor testimonio evangélico en el mundo 48. Así pues, la santísima Eucaristía lleva la iniciación cristiana a su plenitud y es como el centro y el fin de toda la vida sacramental 49.

Orden de los Sacramentos de la iniciación

18. A este respeto es necesario prestar atención al tema del orden de los Sacramentos de la iniciación. En la Iglesia hay tradiciones diferentes. Esta diversidad se manifiesta claramente en las costumbres eclesiales de Oriente 50, y en la misma praxis occidental por lo que se refiere a la iniciación de los adultos 51, a diferencia de la de los niños 52. Sin embargo, no se trata propiamente de diferencias de orden dogmático, sino de carácter pastoral. Concretamente, es necesario verificar qué praxis puede efectivamente ayudar mejor a los fieles a poner de relieve el sacramento de la Eucaristía como aquello a lo que tiende toda la iniciación. En estrecha colaboración con los competentes Dicasterios de la Curia romana, las Conferencias Episcopales han de verificar la eficacia de los actuales procesos de iniciación, para ayudar cada vez más al cristiano a madurar con la acción educadora de nuestras comunidades, y llegue a asumir en su vida una impronta auténticamente eucarística, que le haga capaz de dar razón de la propia esperanza de modo adecuado en nuestra época (cf. 1 P 3, 15).

Iniciación, comunidad eclesial y familia

19. Se ha de tener siempre presente que toda la iniciación cristiana es un camino de conversión, que se debe recorrer con la ayuda de Dios y en constante referencia a la comunidad eclesial, ya sea cuando es el adulto mismo quien solicita entrar en la Iglesia, como ocurre en los lugares de primera evangelización y en muchas zonas secularizadas, o bien cuando son los padres los que piden los Sacramentos para sus hijos. A este respecto, deseo llamar la atención de modo especial sobre la relación que hay entre iniciación cristiana y familia. En la acción pastoral se tiene que asociar siempre la familia cristiana al itinerario de iniciación. Recibir el Bautismo, la Confirmación y acercarse por primera vez a la Eucaristía, son momentos decisivos no sólo para la persona que los recibe, sino también para toda la familia, la cual ha de ser ayudada en su tarea educativa por la comunidad eclesial, con la participación de sus diversos miembros 53. Quisiera subrayar aquí la importancia de la Primera Comunión. Para tantos fieles este día queda grabado en la memoria, con razón, como el primer momento en que, aunque de modo todavía inicial, se percibe la importancia del encuentro personal con Jesús. La pastoral parroquial debe valorar adecuadamente esta ocasión tan significativa.

II. Eucaristía y sacramento de la Reconciliación

Su relación intrínseca

20. Los Padres sinodales han afirmado que el amor a la Eucaristía lleva también a apreciar cada vez más el sacramento de la Reconciliación 54. Debido a la relación entre estos Sacramentos, una auténtica catequesis sobre el sentido de la Eucaristía no puede separarse de la propuesta de un camino penitencial (cf. 1 Co 11, 27-29). Efectivamente, como se constata en la actualidad, los fieles se encuentran inmersos en una cultura que tiende a borrar el sentido del pecado 55, favoreciendo una actitud superficial que lleva a olvidar la necesidad de estar en gracia de Dios para acercarse dignamente a la comunión sacramental 56. En realidad, perder la conciencia de pecado comporta siempre también una cierta superficialidad en la forma de comprender el amor mismo de Dios. Ayuda mucho a los fieles recordar aquellos elementos que, dentro del rito de la santa misa, expresan la conciencia del propio pecado y, al mismo tiempo, la misericordia de Dios 57. Además, la relación entre la Eucaristía y la Reconciliación nos recuerda que el pecado nunca es algo exclusivamente individual; siempre comporta también una herida para la comunión eclesial, en la que estamos insertados por el Bautismo. Por esto la Reconciliación, como dijeron los Padres de la Iglesia, es laboriosus quidam baptismus 58, subrayando de esta manera que el resultado del camino de conversión supone el restablecimiento de la plena comunión eclesial, expresada al acercarse de nuevo a la Eucaristía 59.

Algunas observaciones pastorales

21. El Sínodo ha recordado que es cometido pastoral del obispo promover en su propia diócesis una firme recuperación de la pedagogía de la conversión que nace de la Eucaristía, y fomentar entre los fieles la confesión frecuente. Todos los sacerdotes deben dedicarse con generosidad, empeño y competencia a la administración del sacramento de la Reconciliación 60. A este propósito se debe procurar que los confesionarios de nuestras iglesias estén bien visibles y sean expresión del significado de este Sacramento. Pido a los pastores que vigilen atentamente sobre la celebración del sacramento de la Reconciliación, limitando la praxis de la absolución general exclusivamente a los casos previstos 61, siendo la celebración personal la única forma ordinaria 62. Frente a la necesidad de redescubrir el perdón sacramental, debe haber siempre un Penitenciario 63 en todas las diócesis. En fin, una praxis equilibrada y profunda de la indulgencia, obtenida para sí o para los difuntos, puede ser una ayuda válida para una nueva toma de conciencia de la relación entre Eucaristía y Reconciliación. Con la indulgencia se gana «la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en lo referente a la culpa» 64. El recurso a las indulgencias nos ayuda a comprender que sólo con nuestras fuerzas no podremos reparar el mal realizado y que los pecados de cada uno dañan a toda la comunidad; por otra parte, la práctica de la indulgencia, implicando, además de la doctrina de los méritos infinitos de Cristo, la de la comunión de los santos, enseña «la íntima unión con que estamos vinculados a Cristo, y la gran importancia que tiene para los demás la vida sobrenatural de cada uno» 65. Esta práctica de la indulgencia puede ayudar eficazmente a los fieles en el camino de conversión y a descubrir el carácter central de la Eucaristía en la vida cristiana, ya que las condiciones que prevé su misma forma incluye el acercarse a la confesión y a la comunión sacramental.

III. Eucaristía y Unción de los enfermos

22. Jesús no ha enviado solamente a sus discípulos a curar a los enfermos (cf. Mt 10, 8; Lc 9, 2; 10, 9), sino que ha instituido también para ellos un sacramento específico: la Unción de los enfermos 66. La Carta de Santiago atestigua ya la existencia de este gesto sacramental en la primera comunidad cristiana (cf. 5, 14-16). Si la Eucaristía muestra cómo los sufrimientos y la muerte de Cristo se han transformado en amor, la Unción de los enfermos, por su parte, asocia al que sufre al ofrecimiento que Cristo ha hecho de sí para la salvación de todos, de tal manera que él también pueda, en el misterio de la comunión de los santos, participar en la redención del mundo. La relación entre estos Sacramentos se manifiesta, además, en el momento en que se agrava la enfermedad: «A los que van a dejar esta vida, la Iglesia ofrece, además de la Unción de los enfermos, la Eucaristía como viático» 67. En el momento de pasar al Padre, la comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo se manifiesta como semilla de vida eterna y potencia de resurrección: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6, 54). Puesto que el santo Viático abre al enfermo la plenitud del Misterio Pascual, es necesario asegurarle su recepción 68. La atención y el cuidado pastoral de los enfermos redunda sin duda en beneficio espiritual de toda la comunidad, sabiendo que lo que hayamos hecho al más pequeño se lo hemos hecho a Jesús mismo (cf. Mt 25, 40).

IV. Eucaristía y sacramento del Orden

El sacerdocio ministerial requiere la plena configuración con Cristo

In persona Christi capitis

23. La relación intrínseca entre Eucaristía y sacramento del Orden se desprende de las mismas palabras de Jesús en el Cenáculo: «Haced esto en conmemoración mía» (Lc 22, 19). En efecto, la víspera de su muerte, Jesús instituyó la Eucaristía y fundó, al mismo tiempo, el sacerdocio de la nueva Alianza. Él es sacerdote, víctima y altar: mediador entre Dios Padre y el pueblo (cf. Hb 5, 5-10), víctima de expiación (cf. 1 Jn 2, 2; 4,10) que se ofrece a sí mismo en el altar de la cruz. Nadie puede decir Esto es mi cuerpo y Éste es el cáliz de mi sangre si no es en el nombre y en la persona de Cristo, único sumo sacerdote de la nueva y eterna Alianza (cf. Hb 8-9). El Sínodo de los Obispos en otras Asambleas trató ya el tema del sacerdocio ordenado, tanto por lo que se refiere a la identidad del ministerio 69 como a la formación de los candidatos 70. Ahora, a la luz del diálogo tenido en la última Asamblea sinodal, creo oportuno recordar algunos valores sobre la relación entre la Eucaristía y el Orden. Ante todo, se ha de reafirmar que el vínculo entre el Orden sagrado y la Eucaristía se hace visible precisamente en la Misa presidida por el obispo o el presbítero en la persona de Cristo como cabeza.

La doctrina de la Iglesia considera la ordenación sacerdotal condición imprescindible para la celebración válida de la Eucaristía 71. En efecto, «en el servicio eclesial del ministerio ordenado es Cristo mismo quien está presente en su Iglesia como Cabeza de su cuerpo, Pastor de su rebaño, Sumo Sacerdote del sacrificio redentor» 72. Ciertamente, el ministro ordenado «actúa también en nombre de toda la Iglesia cuando presenta a Dios la oración de la Iglesia y, sobre todo, cuando ofrece el Sacrificio eucarístico» 73. Es necesario, por tanto, que los sacerdotes sean conscientes de que nunca deben ponerse ellos mismos o sus opiniones en el primer plano de su ministerio, sino a Jesucristo. Todo intento de ponerse a sí mismos como protagonistas de la acción litúrgica contradice la identidad sacerdotal. Antes que nada, el sacerdote es servidor y tiene que esforzarse continuamente en ser signo que, como dócil instrumento en sus manos, se refiere a Cristo. Esto se expresa particularmente en la humildad con la que el sacerdote dirige la acción litúrgica, obedeciendo y correspondiendo con el corazón y la mente al rito, evitando todo lo que pueda dar precisamente la sensación de un protagonismo inoportuno. Recomiendo, por tanto, al clero profundizar siempre en la conciencia del propio ministerio eucarístico como un humilde servicio a Cristo y a su Iglesia. El sacerdocio, como decía san Agustín, es amoris officium 74 es el oficio del buen pastor, que da la vida por las ovejas (cf. Jn 10, 14-15).

Eucaristía y celibato sacerdotal

24. Los Padres sinodales han querido subrayar que el sacerdocio ministerial requiere, mediante la ordenación, la plena configuración con Cristo. Respetando la praxis y las tradiciones orientales diferentes, es necesario reafirmar el sentido profundo del celibato sacerdotal, considerado justamente como una riqueza inestimable y confirmado por la praxis oriental de elegir como obispos sólo entre los que viven el celibato, y que tiene en gran estima la opción por el celibato que hacen numerosos presbíteros. En efecto, esta opción del sacerdote es una expresión peculiar de la entrega que lo conforma con Cristo y de la entrega exclusiva de sí mismo por el reino de Dios 75. El hecho de que Cristo mismo, sacerdote para siempre, viviera su misión hasta el Sacrificio de la cruz en estado de virginidad es el punto de referencia seguro para entender el sentido de la tradición de la Iglesia latina a este respecto. Así pues, no basta con comprender el celibato sacerdotal en términos meramente funcionales. En realidad, representa una especial conformación con el estilo de vida del propio Cristo. Dicha opción es ante todo esponsal; es una identificación con el corazón de Cristo Esposo que da la vida por su Esposa. Junto con la gran tradición eclesial, con el Concilio Vaticano II 76 y con los Sumos Pontífices predecesores míos 77, reafirmo la belleza y la importancia de una vida sacerdotal vivida en el celibato, como signo que expresa la dedicación total y exclusiva a Cristo, a la Iglesia y al reino de Dios, y confirmo por tanto su carácter obligatorio para la tradición latina. El celibato sacerdotal, vivido con madurez, alegría y dedicación, es una grandísima bendición para la Iglesia y para la sociedad misma.

Escasez de clero y pastoral vocacional

25. A propósito del vínculo entre el sacramento del Orden y la Eucaristía, el Sínodo se ha detenido sobre la preocupación que ocasiona en muchas diócesis la escasez de sacerdotes. Esto ocurre no sólo en algunas zonas de primera evangelización, sino también en muchos países de larga tradición cristiana. Ciertamente, una distribución del clero más ecuánime favorecería la solución del problema. Es preciso, además, hacer un trabajo de sensibilización capilar. Los obispos han de implicar a los Institutos de Vida consagrada y a las nuevas realidades eclesiales en las necesidades pastorales, respetando su propio carisma, y pidan a todos los miembros del clero una mayor disponibilidad para servir a la Iglesia allí dónde sea necesario, aunque comporte sacrificio 78. En el Sínodo se ha discutido también sobre las iniciativas pastorales que se han de emprender para favorecer, sobre todo en los jóvenes, la apertura interior a la vocación sacerdotal. Esta situación no se puede solucionar con simples medidas pragmáticas. Se ha de evitar que los obispos, movidos por comprensibles preocupaciones por la falta de clero, omitan un adecuado discernimiento vocacional y admitan a la formación específica, y a la ordenación, candidatos sin los requisitos necesarios para el servicio sacerdotal 79. Un clero no suficientemente formado, admitido a la ordenación sin el debido discernimiento, difícilmente podrá ofrecer un testimonio adecuado para suscitar en otros el deseo de corresponder con generosidad a la llamada de Cristo. La pastoral vocacional, en realidad, tiene que implicar a toda la comunidad cristiana en todos sus ámbitos 80. Obviamente, en este trabajo pastoral capilar se incluye también la acción de sensibilización de las familias, a menudo indiferentes si no contrarias incluso a la hipótesis de la vocación sacerdotal. Que se abran con generosidad al don de la vida y eduquen a los hijos a ser disponibles ante la voluntad de Dios. En síntesis, hace falta sobre todo tener la valentía de proponer a los jóvenes la radicalidad del seguimiento de Cristo, mostrando su atractivo.

Gratitud y esperanza

26. Es necesario tener mayor fe y esperanza en la iniciativa divina. Aunque en algunas regiones haya escasez de clero, nunca debe faltar la confianza de que Cristo sigue suscitando hombres que, dejando cualquier otra ocupación, se dediquen totalmente a la celebración de los sagrados misterios, a la predicación del Evangelio y al ministerio pastoral. Deseo aprovechar esta ocasión para dar las gracias, en nombre de la Iglesia entera, a todos los obispos y presbíteros que desempeñan fielmente su propia misión con dedicación y entrega. Naturalmente, el agradecimiento de la Iglesia es también para los diáconos, a los cuales se les impone las manos «no para el sacerdocio sino para el servicio» 81. Como ha recomendado la Asamblea del Sínodo, expreso un agradecimiento especial a los presbíteros fidei donum, que con competencia y generosa dedicación, sin escatimar energías en el servicio a la misión de la Iglesia, edifican la comunidad anunciando la Palabra de Dios y partiendo el Pan de Vida 82. En fin, hay que dar gracias a Dios por tantos sacerdotes que han sufrido hasta el sacrificio de la propia vida por servir a Cristo. En ellos se ve de manera elocuente lo que significa ser sacerdote hasta el fondo. Se trata de testimonios conmovedores que pueden inspirar a tantos jóvenes a seguir a Cristo y a dar su vida por los demás, encontrando así la vida verdadera.

V. Eucaristía y Matrimonio

Eucaristía, Sacramento esponsal

27. La Eucaristía, Sacramento de la caridad, muestra una particular relación con el amor entre el hombre y la mujer unidos en matrimonio. Profundizar en esta relación es una necesidad propia de nuestro tiempo 83. El Papa Juan Pablo II ha tenido muchas veces ocasión de afirmar el carácter esponsal de la Eucaristía y su peculiar relación con el sacramento del Matrimonio: «La Eucaristía es el Sacramento de nuestra redención. Es el Sacramento del Esposo, de la Esposa» 84. Por otra parte, «toda la vida cristiana está marcada por el amor esponsal de Cristo y de la Iglesia. Ya el Bautismo, entrada en el pueblo de Dios, es un misterio nupcial. Es, por así decirlo, como el baño de bodas que precede al banquete de bodas, la Eucaristía» 85. La Eucaristía corrobora de manera inagotable la unidad y el amor indisolubles de cada Matrimonio cristiano. En él, por medio del Sacramento, el vínculo conyugal se encuentra intrínsecamente ligado a la unidad eucarística entre Cristo esposo y la Iglesia esposa (cf. Ef 5, 31-32). El consentimiento recíproco que marido y mujer se dan en Cristo, y que los constituye en comunidad de vida y amor, tiene también una dimensión eucarística. En efecto, en la teología paulina, el amor esponsal es signo sacramental del amor de Cristo a su Iglesia, un amor que alcanza su punto culminante en la Cruz, expresión de sus nupcias con la Humanidad y, al mismo tiempo, origen y centro de la Eucaristía. Por eso, la Iglesia manifiesta una cercanía espiritual particular a todos los que han fundado sus familias en el sacramento del Matrimonio 86. La familia -Iglesia doméstica 87– es un ámbito primario de la vida de la Iglesia, especialmente por el papel decisivo respecto a la educación cristiana de los hijos88. En este contexto, el Sínodo ha recomendado también destacar la misión singular de la mujer en la familia y en la sociedad, una misión que debe ser defendida, salvaguardada y promovida 89. Ser esposa y madre es una realidad imprescindible que nunca debe ser menospreciada.

Eucaristía y unidad del matrimonio

28. Precisamente a la luz de esta relación intrínseca entre matrimonio, familia y Eucaristía se pueden considerar algunos problemas pastorales. El vínculo fiel, indisoluble y exclusivo que une a Cristo con la Iglesia, y que tiene su expresión sacramental en la Eucaristía, se corresponde con el dato antropológico originario según el cual el hombre debe estar unido de modo definitivo a una sola mujer y viceversa (cf. Gn 2, 24; Mt 19, 5). En este orden de ideas, el Sínodo de los Obispos ha afrontado el tema de la praxis pastoral respecto a quien, proviniendo de culturas en que se practica la poligamia, se encuentra con el anuncio del Evangelio. Quienes se hallan en dicha situación, y se abren a la fe cristiana, deben ser ayudados a integrar su proyecto humano en la novedad radical de Cristo. En el proceso del catecumenado, Cristo los asiste en su condición específica y los llama a la plena verdad del amor a través de las renuncias necesarias, en vista de la comunión eclesial perfecta. La Iglesia los acompaña con una pastoral llena de comprensión y también de firmeza 90, sobre todo enseñándoles la luz de los misterios cristianos que se refleja en la naturaleza y los afectos humanos.

Eucaristía e indisolubilidad del matrimonio

29. Puesto que la Eucaristía expresa el amor irreversible de Dios en Cristo por su Iglesia, se entiende por qué ella requiere, en relación con el sacramento del Matrimonio, esa indisolubilidad a la que aspira todo verdadero amor 91. Por tanto, es más que justificada la atención pastoral que el Sínodo ha dedicado a las situaciones dolorosas en que se encuentran bastantes fieles que, después de haber celebrado el sacramento del Matrimonio, se han divorciado y contraído nuevas nupcias. Se trata de un problema pastoral difícil y complejo, una verdadera plaga en el contexto social actual, que afecta de manera creciente incluso a los ambientes católicos. Los pastores, por amor a la verdad, están obligados a discernir bien las diversas situaciones, para ayudar espiritualmente de modo adecuado a los fieles implicados 92. El Sínodo de los Obispos ha confirmado la praxis de la Iglesia, fundada en la Sagrada Escritura (cf. Mc 10, 2-12), de no admitir a los Sacramentos a los divorciados casados de nuevo, porque su estado y su condición de vida contradicen objetivamente esa unión de amor entre Cristo y la Iglesia que se significa y se actualiza en la Eucaristía. Sin embargo, los divorciados vueltos a casar, a pesar de su situación, siguen perteneciendo a la Iglesia, que los sigue con especial atención, con el deseo de que, dentro de lo posible, cultiven un estilo de vida cristiano mediante la participación en la santa misa, aunque sin comulgar, la escucha de la Palabra de Dios, la adoración eucarística, la oración, la participación en la vida comunitaria, el diálogo con un sacerdote de confianza o un director espiritual, la entrega a obras de caridad, de penitencia, y la tarea educativa de los hijos.

Donde existan dudas legítimas sobre la validez del Matrimonio sacramental contraído, se debe hacer lo que sea necesario para averiguar su fundamento. Es preciso también asegurar, con pleno respeto del derecho canónico 93, que haya tribunales eclesiásticos en el territorio, su carácter pastoral, así como su correcta y pronta actuación 94. En cada diócesis ha de haber un número suficiente de personas preparadas para el adecuado funcionamiento de los tribunales eclesiásticos. Recuerdo que «es una obligación grave hacer que la actividad institucional de la Iglesia en los tribunales sea cada vez más cercana a los fieles» 95. Sin embargo, se ha de evitar que la preocupación pastoral sea interpretada como una contraposición con el Derecho. Más bien se debe partir del presupuesto de que el amor por la verdad es el punto de encuentro fundamental entre el Derecho y la pastoral: en efecto, la verdad nunca es abstracta, sino que «se integra en el itinerario humano y cristiano de cada fiel» 96. Por esto, cuando no se reconoce la nulidad del vínculo matrimonial y se dan las condiciones objetivas que hacen la convivencia irreversible de hecho, la Iglesia anima a estos fieles a esforzarse en vivir su relación según las exigencias de la ley de Dios, como amigos, como hermano y hermana; así podrán acercarse a la mesa eucarística, según las disposiciones previstas por la praxis eclesial. Para que semejante camino sea posible y produzca frutos, debe contar con la ayuda de los pastores y con iniciativas eclesiales apropiadas, evitando en todo caso la bendición de estas relaciones, para que no surjan confusiones entre los fieles sobre del valor del matrimonio 97.

Debido a la complejidad del contexto cultural en que vive la Iglesia en muchos países, el Sínodo recomienda tener el máximo cuidado pastoral en la formación de los novios y en la verificación previa de sus convicciones sobre los compromisos irrenunciables para la validez del sacramento del Matrimonio. Un discernimiento serio sobre este punto podrá evitar que los dos jóvenes, movidos por impulsos emotivos o razones superficiales, asuman responsabilidades que luego no sabrían respetar 98. El bien que la Iglesia y toda la sociedad esperan del Matrimonio, y de la familia fundada sobre él, es demasiado grande como para no ocuparse a fondo de este ámbito pastoral específico. Matrimonio y familia son instituciones que deben ser promovidas y protegidas de cualquier equívoco posible sobre su auténtica verdad, porque el daño que se les hace provoca de hecho una herida a la convivencia humana como tal.

Eucaristía y escatología

Eucaristía: don al hombre en camino

Eucaristía: don al hombre en camino

30. Si es cierto que los Sacramentos son una realidad propia de la Iglesia peregrina en el tiempo 99 hacia la plena manifestación de la victoria de Cristo resucitado, también es igualmente cierto que, especialmente en la liturgia eucarística, se nos da a pregustar el cumplimiento escatológico hacia el cual se encamina todo hombre y toda la creación (cf. Rm 8, 19 ss.). El hombre ha sido creado para la felicidad eterna y verdadera, que sólo el amor de Dios puede dar. Pero nuestra libertad herida se perdería si no fuera posible, ya desde ahora, experimentar algo del cumplimiento futuro. Por otra parte, todo hombre, para poder caminar en la justa dirección, necesita ser orientado hacia la meta final. Esta meta última, en realidad, es el mismo Cristo Señor, vencedor del pecado y la muerte, que se nos hace presente de modo especial en la celebración eucarística. De este modo, aun siendo todavía como extranjeros y forasteros (1 P 2, 11) en este mundo, participamos ya por la fe de la plenitud de la vida resucitada. El banquete eucarístico, revelando su dimensión fuertemente escatológica, viene en ayuda de nuestra libertad en camino.

El banquete escatológico

31. Reflexionando sobre este Misterio, podemos decir que, con su venida, Jesús se ha puesto en relación con la expectativa del pueblo de Israel, de toda la Humanidad y, en el fondo, de la creación misma. Con el don de sí mismo, ha inaugurado objetivamente el tiempo escatológico. Cristo ha venido para congregar al pueblo de Dios disperso (cf. Jn 11, 52), manifestando claramente la intención de reunir la comunidad de la Alianza, para llevar a cumplimiento las promesas que Dios hizo a los antiguos padres (cf. Jr 23, 3; 31, 10; Lc 1, 55.70). En la llamada de los Doce, que tiene una clara relación con las doce tribus de Israel, y en el mandato que se les hace en la Última Cena, antes de su Pasión redentora, de celebrar su Memorial, Jesús ha manifestado que quería trasladar a toda la comunidad fundada por Él la tarea de ser, en la Historia, signo e instrumento de esa reunión escatológica, iniciada en Él. Así pues, en cada celebración eucarística se realiza sacramentalmente la reunión escatológica del pueblo de Dios. El banquete eucarístico es para nosotros anticipación real del banquete final, anunciado por los profetas (cf. Is 25, 6-9) y descrito en el Nuevo Testamento como las bodas del Cordero (Ap 19, 7-9), que se ha de celebrar en la alegría de la comunión de los santos 100.

Oración por los difuntos

32. La celebración eucarística, en la que anunciamos la muerte del Señor, proclamamos su resurrección, en la espera de su venida, es prenda de la gloria futura en la que serán glorificados también nuestros cuerpos. La esperanza de la resurrección de la carne y la posibilidad de encontrar de nuevo, cara a cara, a quienes nos han precedido en el signo de la fe, se fortalece en nosotros mediante la celebración del Memorial de nuestra salvación. En esta perspectiva, junto con los Padres sinodales, quisiera recordar a todos los fieles la importancia de la oración de sufragio por los difuntos, y en particular la celebración de santas misas por ellos 101, para que, una vez purificados, lleguen a la visión beatífica de Dios. Al descubrir la dimensión escatológica que tiene la Eucaristía, celebrada y adorada, se nos ayuda en nuestro camino y se nos conforta con la esperanza de la Gloria (cf. Rm 5, 2; Tt 2, 13).

María, perfectamente disponible a la voluntad de Dios

Eucaristía y la Virgen María

33. La relación entre la Eucaristía y cada Sacramento, y el significado escatológico de los santos misterios, ofrecen en su conjunto el perfil de la vida cristiana, llamada a ser en todo momento culto espiritual, ofrenda de sí misma agradable a Dios. Y si bien es cierto que todos nosotros estamos todavía en camino hacia el pleno cumplimiento de nuestra esperanza, esto no quita que se pueda reconocer ya ahora, con gratitud, que todo lo que Dios nos ha dado encuentra realización perfecta en la Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra: su Asunción al cielo en cuerpo y alma es para nosotros un signo de esperanza segura, ya que, como peregrinos en el tiempo, nos indica la meta escatológica que el sacramento de la Eucaristía nos hace pregustar ya desde ahora.

En María Santísima vemos también perfectamente realizado el modo sacramental con que Dios, en su iniciativa salvadora, se acerca e implica a la criatura humana. María de Nazaret, desde la Anunciación a Pentecostés, aparece como la persona cuya libertad está totalmente disponible a la voluntad de Dios. Su Inmaculada Concepción se manifiesta propiamente en la docilidad incondicional a la Palabra divina. La fe obediente es la forma que asume su vida en cada instante ante la acción de Dios. Virgen a la escucha, vive en plena sintonía con la voluntad divina; conserva en su corazón las palabras que le vienen de Dios y, formando con ellas como un mosaico, aprende a comprenderlas más a fondo (cf. Lc 2, 19.51). María es la gran creyente que, llena de confianza, se pone en las manos de Dios, abandonándose a su voluntad 102. Este misterio se intensifica hasta a llegar a la total implicación en la misión redentora de Jesús. Como ha afirmado el Concilio Vaticano II, «la Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la Cruz. Allí, por voluntad de Dios, estuvo de pie (cf. Jn 19, 25), sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su Sacrificio con corazón de Madre que, llena de amor, daba su consentimiento a la inmolación de su Hijo como víctima. Finalmente, Jesucristo, agonizando en la cruz, la dio como madre al discípulo con estas palabras: Mujer, ahí tienes a tu hijo» 103. Desde la Anunciación hasta la Cruz, María es aquella que acoge la Palabra que se hizo carne en ella y que enmudece en el silencio de la muerte. Finalmente, ella es quien recibe en sus brazos el cuerpo entregado, ya exánime, de Aquel que de verdad ha amado a los suyos hasta el extremo (Jn 13, 1).

Por esto, cada vez que en la Liturgia eucarística nos acercamos al Cuerpo y Sangre de Cristo, nos dirigimos también a Ella que, adhiriéndose plenamente al Sacrificio de Cristo, lo ha acogido para toda la Iglesia. Los Padres sinodales han afirmado que «María inaugura la participación de la Iglesia en el Sacrificio del Redentor» 104. Ella es la Inmaculada que acoge incondicionalmente el don de Dios y, de esa manera, se asocia a la obra de la salvación. María de Nazaret, icono de la Iglesia naciente, es el modelo de cómo cada uno de nosotros está llamado a recibir el don que Jesús hace de sí mismo en la Eucaristía.